Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera
Cuidado con el perro.
Roald Dahl.
Cuidado con el perro.
Abajo no había nada más que un infinito y ondulado mar de nubes. Arriba estaba el sol, igual de blanco que las nubes, porque el sol nunca está amarillo
si lo miras desde un punto muy alto en el aire.
Seguía pilotando el Spitfire. Tenía la mano derecha sobre la palanca de la dirección y accionaba la barra del timón sólo con el pie izquierdo. Era bastante
fácil. El aparato volaba bien. Sabía lo que estaba haciendo.
Todo va bien, se decía. Estoy bien. Lo estoy haciendo muy bien. Sé cómo llegar a casa. Llegaré en media hora. Aterrizaré y rodaré hasta el hangar. Apagaré
el motor y diré: «Ayudadme a salir». Lo diré con voz normal y natural, y al principio nadie se dará cuenta. Luego diré: «Que alguien me ayude a salir.
No puedo salir solo porque he perdido una pierna». Todos se reirán y creerán que estoy de broma, y les diré: «Vale, venid a mirar si no me creéis, cabrones».
Yorky se subirá al ala y mirará dentro. Probablemente vomitará por la cantidad de sangre y porquería que hay. Me reiré y diré: «Por el amor de Dios, ¿no
me vais a sacar?».
Volvió a mirar su pierna derecha. No quedaba mucho de ella. El proyectil le había dado en el muslo, un poco más arriba de la rodilla, y ahora sólo había
un montón de porquería y mucha sangre. Pero no le dolía. Cuando se miraba la pierna tenía la sensación de ver algo que no le pertenecía. No tenía nada
que ver con él. Sólo era algo asqueroso que por casualidad se encontraba en su cabina, algo extraño y poco habitual, más bien algo interesante. Como cuando
te encuentras un gato muerto en el sofá.
Se sentía realmente bien y, como seguía sintiéndose bien, se sentía emocionado y sin temor.
Ni siquiera los llamaré por radio para decirles que me esperen con una ambulancia con reservas de sangre, se dijo. No hace falta. Cuando haya aterrizado,
haré como si no pasara nada y diré: «Chicos, venid para ayudarme a salir, por favor, porque he perdido una pierna». Será divertido. Lo diré riéndome. Lo
diré despacio y tranquilo, y pensarán que estoy de broma. Cuando Yorky suba al ala y vomite, le diré: «Yorky, cabrón, ¿ya me has arreglado el coche?».
Luego saldré del avión y haré el parte. Después iré a Londres. Me llevaré aquella media botella de whisky y se la daré a Bluey. Lo beberemos en su habitación.
Lo mezclaremos con agua de grifo del cuarto de baño. No hablaré mucho hasta la hora de ir a la cama. Entonces le diré: «Bluey, tengo una sorpresa para
ti. Hoy he perdido una pierna. Pero a mí no me importa, si no te importa a ti. Ni siquiera me duele. Iremos a todas partes en coche. Nunca me ha gustado
caminar, excepto una vez, paseando por la calle de los artesanos del cobre en Bagdad, pero allí volveré en rickshaw». Podría ir a casa y cortar leña, pero
el hacha siempre se sale del mango. Con agua caliente, eso es. Pondré el mango en agua para que se hinche. La última vez que estuve en casa corté mucha
leña y puse el hacha en agua caliente…
Vio el reflejo del sol en la cubierta del motor. Vio el reflejo del sol en los remaches metálicos y se acordó del avión y de dónde estaba. Se dio cuenta
de que ya no se sentía bien, que sentía vértigo y que se mareaba. La cabeza se le caía hacia delante porque el cuello ya no tenía fuerza para soportar
el peso. Pero recordaba que estaba pilotando el Spitfire. Sentía la palanca entre los dedos de la mano derecha.
Estoy perdiendo el conocimiento, se dijo. En cualquier momento voy a perder el conocimiento.
Miró el altímetro. Veintiún mil pies. Para comprobar sus facultades intentó leer también los centenares. ¿Veintiún mil cuántos? Al mirar los números, éstos
se ponían borrosos y dejó de distinguir la aguja. Entonces decidió que tenía que saltar, que no debía perder ni un segundo, si no quería quedarse inconsciente.
Con movimientos rápidos, frenéticos, intentó desenganchar la capota, pero no tenía la fuerza suficiente. Durante un instante, despegó la mano derecha de
la palanca y con las dos manos consiguió echar la capota hacia atrás. El golpe de aire frío en la cara pareció despertarle. Tuvo un momento de gran lucidez.
Sus movimientos se volvieron ordenados y precisos. Eso les pasa a los buenos pilotos. Respiró profundamente de la máscara de oxígeno unas cuantas veces
mientras miraba hacia abajo por el lateral de la cabina. El enorme océano blanco de nubes seguía allí abajo y se dio cuenta de que no sabía dónde se encontraba.
Por encima del canal de la Mancha, suponía. Seguro que me caeré al agua.
Desaceleró y se quitó el casco. Se desabrochó el cinturón y movió bruscamente la palanca hacia la izquierda. El ala de babor bajó y el Spitfire se dio
la vuelta con suavidad hasta quedar al revés. El piloto se cayó.
Mientras caía, tenía los ojos abiertos porque sabía que no debía perder el conocimiento antes de tirar de la cuerda. Por un lado veía el sol, por el otro
lado veía la blancura de las nubes. Mientras caía, mientras daba una vuelta de campana tras otra, las nubes blancas perseguían el sol y el sol perseguía
las nubes. Se perseguían mutuamente formando un pequeño círculo, corrían cada vez más deprisa, ahora el sol y las nubes, ahora las nubes y el sol, y las
nubes se acercaban hasta que de repente ya no vio el sol, sólo una blancura muy grande. Todo estaba blanco y totalmente vacío. Era tan grande la blancura
que a veces parecía negra y después de un rato todo estaba o blanco o negro, pero casi siempre estaba blanco. Lo observaba mientras cambiaba de blanco
a negro, luego de nuevo de negro a blanco, y el blanco se mantenía mucho tiempo y el negro sólo unos segundos. Se acostumbró a dormirse durante los ratos
blancos y a despertarse justo cuando el mundo estaba negro. El negro era muy rápido. A veces era como un rayo, un rayo de luz negra. El blanco era mucho
más lento y con tanta lentitud el piloto se quedaba dormido.
Un día, cuando el mundo estaba blanco, extendió la mano y tocó algo. Lo agarró con los dedos y lo apretó. Durante un tiempo, se quedó quieto jugando con
esa cosa entre los dedos. Después abrió los ojos muy despacio, enfocó su mano y observó que la cosa que tenía en la mano era blanca. Era la esquina de
una sábana. Sabía que era una sábana porque sentía el material, la textura y la costura del dobladillo. Cerró los ojos y volvió a abrirlos rápidamente.
Esta vez vio la habitación. Vio la cama en la que se encontraba tumbado. Vio las paredes grises y la puerta y las cortinas verdes que cubrían la ventana.
Vio las rosas que estaban encima de la mesilla.
Después vio la jofaina en la mesilla al lado de las rosas. Era una jofaina de esmalte blanco y a su lado había un vaso pequeño para las medicinas.
Estoy en un hospital, se dijo. Esto es un hospital. Pero no recordaba nada. Se echó hacia atrás apoyando la cabeza en la almohada y miró hacia el techo
gris, intentando recordar qué podría haber pasado. Observaba el techo, tan limpio, tan gris, cuando de repente vio una mosca colgando de él. La visión
de esta mosca, la brusquedad de la aparición de esta mancha negra en el enorme mar gris, cepilló la superficie de su cerebro y, de repente, en ese mismo
instante, recordó todo. Se acordó del Spitfire y se acordó del altímetro que indicaba veintiún mil pies. Recordó cómo echaba hacia atrás la capota con
ambas manos y recordó la caída. Se acordó de su pierna.
Ahora parecía que estaba bien. Miró hacia el extremo de la cama, pero no pudo ver nada. Metió una mano debajo de la manta y buscó sus rodillas. Encontró
una, pero al buscar la otra, se topó con algo blando cubierto de vendas.
En ese momento se abrió la puerta y entró una enfermera.
—Hola —dijo la enfermera—, por fin se ha despertado.
No era guapa, pero era alta y estaba limpia. Tenía entre treinta y cuarenta años y era rubia. No le dio tiempo al piloto a darse cuenta de más.
—¿Dónde estoy?
—Ha tenido mucha suerte. Cayó en un bosque cerca de la playa. Está en Brighton. Llegó aquí hace dos días y ahora ya está bien. Tiene buen aspecto.
—He perdido una pierna —dijo él.
—Eso no importa. Le pondremos otra. Ahora tiene que dormir. Dentro de una hora vendrá el médico para verle.
La enfermera salió de la habitación llevándose la jofaina y el vaso.
Pero él no consiguió dormirse. Quería mantener los ojos abiertos porque tenía miedo de que todo desapareciera si los cerraba. Miró al techo. La mosca seguía
allí. Tenía mucha energía. Corría hacia delante unos pocos centímetros y luego paraba. Después corría de nuevo, paraba, corría y cada tanto despegaba para
volar maliciosamente en pequeños círculos. Luego volvía al mismo lugar en el techo y empezaba de nuevo su juego de correr y parar. Él la estuvo mirando
tanto tiempo que al final ya no veía la mosca, sino sólo una mancha negra en un enorme mar gris. Seguía mirándola cuando la enfermera abrió la puerta y
dejó pasar al médico. Era un médico del ejército, un mayor, y tenía unos galones de guerra en el pecho. Era bajo y estaba calvo, pero su cara era alegre
y sus ojos, simpáticos.
—Bueno, bueno —dijo el médico—, así que por fin ha decidido despertarse. ¿Cómo se siente?
—Me siento bien.
—Así me gusta. Dentro de nada se podrá levantar y andar.
El médico le agarró la muñeca para tomarle el pulso.
—Por cierto, han llamado unos chicos de su escuadrón para preguntar por usted. Querían venir a verle, pero les dije que sería mejor esperar un día o dos.
Les dije que usted estaba bien y que podrían venir un poco más tarde. Usted se queda aquí tumbado descansando. ¿Tiene algo para leer?
El médico vio la mesa con las rosas.
—¿No? Pues la enfermera le traerá lo que quiera.
Con estas palabras, el médico se despidió con la mano y salió, seguido por la enfermera alta y limpia.
Cuando se quedó solo de nuevo, se recostó y volvió a dirigir su mirada al techo. La mosca seguía allí y mientras la miraba oyó el ruido de un avión en
la distancia. Se fijó en el ruido del motor. Aún estaba muy lejos. Me pregunto qué tipo de avión será, pensó. A ver si lo localizo. De repente giró bruscamente
la cabeza hacia un lado. Cualquiera que haya estado en un bombardeo reconoce el ruido de un Junkers 88. Puede reconocer prácticamente todos los bombarderos
alemanes, pero un Junkers 88 antes que ningún otro. Los motores parecen cantar a dúo. Uno hace la voz baja y vibrante, y el otro es el tenor agudo. Es
esa voz de tenor la que convierte el ruido del Ju 88 en inconfundible.
Escuchaba el ruido y estaba muy seguro de lo que era. Pero ¿por qué no se oían las sirenas y los tiros de los antiaéreos? ¡Qué nervios de acero debe de
tener el piloto alemán para atreverse a volar solo hasta Brighton a la luz del día!
El avión no se acercaba y pronto el ruido desapareció en la distancia. Un tiempo después volvió. Esta vez también se quedó lejos, pero era el mismo dúo
inconfundible de bajo oscilante y tenor agudo. Durante la batalla había oído ese mismo ruido todos los días.
Se sentía confuso. Al lado de la cama, sobre la mesilla, había una campanilla. Extendió la mano y la tocó. En el pasillo enseguida se oyeron los pasos
de la enfermera. Entró.
—Enfermera, he oído aviones. ¿Qué eran?
—No tengo ni idea. Yo no oí nada. Deben de ser cazas o bombarderos. Supongo que volvían de Francia. ¿Por qué? ¿Qué ocurre?
—Eran Ju 88. Estoy seguro de que eran Ju 88. Reconozco el ruido de sus motores. Eran dos. ¿Qué estarían haciendo por aquí?
La enfermera se acercó a la cama y empezó a alisar las sábanas y a meter los bordes debajo del colchón.
—Dios mío, vaya imaginación que tiene usted. No se preocupe ahora por esas cosas. ¿Quiere que le traiga algo para leer?
—No, gracias.
La enfermera colocó la almohada y le quitó un mechón de pelo de la frente.
—Debería saber usted que hace mucho que ya no vienen durante el día. Seguro que eran Lancaster o Fortalezas Volantes.
—¿Enfermera?
—¿Sí?
—¿Me daría un cigarrillo?
—Pues claro que sí.
Salió de la habitación y volvió casi inmediatamente con un paquete de Players y cerillas. Le ofreció uno y cuando él se lo metió en la boca, ella le dio
fuego.
—Si me necesita de nuevo, toque la campanilla.
Con estas palabras salió.
Por la tarde, el piloto escuchó de nuevo el ruido de un avión. Estaba muy lejos, pero sabía que era un aparato con un solo motor. Iba muy rápido, se oía
claramente. No era capaz de identificarlo. No era ni un Spit ni un Hurricane. Tampoco era ningún motor norteamericano. Eran más ruidosos. No sabía lo que
estaba oyendo y eso le preocupaba mucho. Tal vez esté muy enfermo, se dijo. Tal vez tenga alucinaciones. Tal vez esté delirando. Simplemente no sé qué
pensar.
Esa misma tarde, la enfermera llevó una jofaina con agua caliente y se puso a lavarlo.
—Bueno —le animó ella—, espero que no piense que nos van a bombardear.
Le quitó la parte superior del pijama y le enjabonó el brazo derecho con una manopla. Él no dijo nada.
Aclaró la manopla en el agua, la enjabonó de nuevo y le lavó el pecho.
—Tiene buen aspecto esta tarde —dijo ella—, le operaron nada más llegar. Lo hicieron muy bien. Se pondrá bien pronto. Tengo un hermano en las fuerzas aéreas
—añadió—, vuela en un bombardero.
—Fui al colegio en Brighton —dijo él.
La enfermera le miró rápidamente a la cara.
—¡Qué bien! Entonces conocerá a gente aquí.
—Sí —dijo él—, conozco a muchos.
La enfermera había terminado de lavarle el pecho y los brazos. Ahora echó la manta hacia atrás para dejar la pierna izquierda al descubierto. Lo hizo de
tal manera que el muñón vendado se quedó debajo de las sábanas. Le desató el cordón del pijama y se lo quitó. No había problema con el muñón porque habían
cortado la pierna derecha del pijama para que no interfiriese con las vendas. La enfermera se puso a lavar la pierna izquierda y el resto del cuerpo. Al
hombre nunca antes le habían lavado en una cama y se sentía avergonzado. Ella puso una toalla debajo de su pierna y le lavó el pie con la manopla.
—Es tan malo este jabón que no limpia nada —dijo ella—. Y menos con esta agua, es más dura que el hierro.
—Ya no queda ningún jabón bueno —afirmó él— y, claro, con el agua tan dura es peor aún.
Al decir eso, recordó algo. Recordó los baños en el colegio de Brighton. Era una sala alargada con el suelo de piedra y con cuatro bañeras, una detrás
de otra. El agua era tan blanda que, después de bañarse, uno tenía que tomar una ducha para quitarse el jabón. Recordó la espuma flotando en la superficie
del agua, que ni siquiera dejaba ver las propias piernas. Recordó que el médico del colegio a veces les daba pastillas de calcio porque decía que el agua
blanda era mala para los dientes.
—En Brighton —dijo—, el agua no es…
No terminó la frase. Se le había ocurrido algo, algo tan fantástico y absurdo que durante un instante sintió la tentación de contárselo a la enfermera
y echarse unas buenas risas entre los dos. Ella le miró.
—Disculpe, no le entendí. El agua no es ¿qué? —preguntó.
—Nada —respondió él—, estaba soñando.
La enfermera aclaró la manopla en el agua, le quitó el jabón de la pierna y se la secó con la toalla.
—Da gusto que le laven a uno —dijo él—. Ya me siento mejor.
Se tocó la cara con la mano.
—Tengo que afeitarme —añadió.
—Mañana —respondió ella—. Entonces tal vez pueda hacerlo ya usted mismo.
Esa noche el hombre no conseguía conciliar el sueño. Pensaba en los Junkers 88 y en la dureza del agua. No conseguía pensar en otra cosa. Sí que eran Ju
88, se decía. Estoy seguro. Aunque sea imposible porque jamás volarían a una altura tan baja a la luz del día. Sé que eso es verdad, y también sé que es
imposible. Tal vez esté enfermo. Tal vez me esté comportando como un idiota y ya no sepa ni qué hago ni qué digo. Tal vez esté delirando. Durante mucho
tiempo se quedó despierto repitiendo esos mismos pensamientos. Una vez se incorporó en la cama y dijo en voz alta:
—Voy a demostrar que no estoy loco. Haré un discurso sobre cualquier cosa complicada e intelectual. Hablaré sobre qué hacer con Alemania después de la
guerra.
Pero antes de empezar con el discurso, se quedó dormido.
Se despertó con la primera luz del día colándose por la ranura en lo alto de las cortinas de la ventana. La habitación seguía a oscuras, pero se veía que
fuera ya se estaba haciendo de día. Miró la luz gris que se colaba por la ranura de encima de las cortinas y se acordó del día anterior, de los Junkers
88 y de la dureza del agua. Recordó a la enfermera alta y agradable y al médico simpático, y de repente una pequeña mancha de duda se le coló en el pensamiento
y empezó a crecer.
Miró a su alrededor. La noche anterior, la enfermera se había llevado las rosas. Ahora no había nada más que la mesilla con el paquete de cigarros, la
caja de cerillas y un cenicero. La habitación estaba vacía. Ya no le parecía ni cálida ni acogedora. Ni siquiera cómoda. Era sólo una habitación fría,
vacía y muy silenciosa.
La mancha de la duda crecía cada vez más y con ella venía el temor. Era un temor ligero y movedizo que avisaba, pero no aterrorizaba, el tipo de temor
que no era miedo, sino la sensación de que algo va mal. La duda, y con ella el temor, crecía rápidamente y le hacía sentirse intranquilo y furioso. Cuando
se tocó la frente con la mano, se dio cuenta de que estaba sudando. En ese momento supo que tenía que hacer algo. Tenía que encontrar una manera de demostrarse
a sí mismo que o bien tenía razón, o bien estaba equivocado. Levantó de nuevo la vista y vio las cortinas verdes de la ventana. Estaban justo enfrente
de su cama, pero a una distancia de casi diez metros. Tenía que encontrar la manera de llegar allí y mirar hacia fuera. Esa idea le obsesionaba y pronto
no pudo pensar en otra cosa que en la ventana. Y ¿la pierna? Metió la mano debajo de la manta y tocó el gran muñón vendado, todo lo que le había quedado
en el lado derecho. Parecía que estaba bien. No le dolía. Pero no sería fácil.
Se incorporó. Apartó la manta y puso el pie izquierdo en el suelo. Giró lenta y cuidadosamente hasta que ambas manos tocaron el suelo. Bajó y se arrodilló
sobre la alfombra. Miró el muñón. Era muy corto y ancho, y estaba cubierto de vendas. Le empezaba a doler. Sentía el latido de la sangre. Le entraban ganas
de caerse y quedarse tumbado sobre la alfombra, pero sabía que tenía que seguir.
Con la ayuda de sus dos brazos y la pierna izquierda se arrastró hacia la ventana. Adelantaba los brazos hasta donde llegaban, y luego daba un pequeño
salto deslizando la pierna izquierda hasta llevarla a la altura de las manos. Con cada salto rozaba la herida y lanzaba pequeños gruñidos de dolor, pero
seguía adelante arrastrándose sobre las manos y la rodilla. Cuando llegó a la ventana, extendió los brazos y apoyó las manos en el alféizar, primero una
y luego otra. Se incorporó despacio, hasta tener la pierna izquierda completamente enderezada. Luego apartó rápidamente las cortinas y miró hacia fuera.
Veía una pequeña casa con tejas grises al lado de una carretera estrecha y detrás un gran campo arado. Entre la casa y la carretera había un pequeño jardín
descuidado, separado de la carretera por un seto verde. Al mirar el seto, vio la señal. No era más que un trozo de tabla en lo alto de un palo corto y,
como hacía mucho que nadie recortaba el seto, las ramas se habían comido la señal y daba la impresión de que alguien la había plantado en medio del seto.
La señal tenía pintadas letras blancas. El piloto apretó la frente contra el cristal de la ventana para intentar descifrarlas. La primera letra era una
G, la vio claramente. La segunda era una A y la tercera una R. Una por una iba descifrando las letras. Formaban tres palabras en total y él consiguió muy
despacio juntar las letras y pronunciar estas tres palabras en voz alta: G-A-R-D-E A-U C-H-I-E-N, Garde au chien. Eso era lo que ponía.
Se quedó mirando la señal y sus letras pintadas en blanco, balanceándose sobre una pierna y a la vez agarrándose fuertemente al alféizar. Durante un instante
no pudo pensar en nada. No hacía otra cosa que mirar la señal y repetir las palabras una y otra vez. Poco a poco se daba cuenta de lo que significaban
realmente. Miró la casa y el campo arado. Miró hacia la izquierda, donde había una pequeña huerta, y hacia los campos verdes, más allá de la huerta y la
casa.
—O sea, esto es Francia —dijo al final—. Estoy en Francia.
Ahora el latido de la sangre en el muslo derecho se hizo muy fuerte. Tenía la impresión de que alguien le daba con un martillo contra el extremo del muñón.
De repente, el dolor aumentó tanto que le afectaba la cabeza. Durante un instante pensó que se iba a caer. Rápidamente volvió a bajar para arrodillarse
de nuevo y enseguida se arrastró hacia la cama y se subió. Se tumbó, se cubrió con la manta y se recostó en la almohada, agotado. Seguía sin poder pensar
en nada más que en la pequeña señal al lado del seto, el campo arado y la huerta. Eran las palabras de la señal las que no se le iban de la cabeza.
Pasó mucho tiempo hasta que entró la enfermera llevando una jofaina con agua caliente.
—Buenos días —dijo—, ¿cómo se siente esta mañana?
—Buenos días, enfermera —dijo él.
Seguía sintiendo un dolor muy fuerte debajo de las vendas, pero decidió no contarle nada a esa mujer. La observaba mientras ella preparaba todo para el
lavado. La observaba con más detalle que el día anterior. Era muy rubia. Era alta, de huesos grandes y su rostro tenía un aspecto simpático. Pero a la
vez había algo tenso alrededor de sus ojos. No dejaban nunca de moverse. Jamás se detenían en nada durante más de un segundo y se movían demasiado rápido
entre un objeto y otro dentro de la habitación. Los movimientos de su cuerpo eran igual de extraños. Eran demasiado bruscos y nerviosos, y no pegaban con
su forma despreocupada de hablar.
La enfermera dejó la jofaina sobre la mesilla, le quitó la parte superior del pijama y se puso a lavarle el cuerpo.
—¿Ha dormido bien?
—Sí.
—Bien —dijo ella.
Le lavó el pecho y los brazos.
—Creo que hoy, después del desayuno, vendrá alguien del Ministerio del Aire para hablar con usted —siguió ella—. Dicen que necesitan un parte o algo así.
Supongo que usted se acuerda de todo, de cómo recibió el impacto y cómo cayó y todo eso. No voy a permitir que le moleste durante mucho tiempo, no se preocupe.
El piloto no respondió. Ella terminó de lavarle y le entregó un cepillo de dientes y polvos dentífricos. Él se lavó los dientes, se enjuagó la boca y escupió
el agua en la jofaina.
Poco tiempo después, la enfermera volvió con el desayuno sobre una bandeja, pero él no tenía ganas de comer. Se seguía sintiendo débil y mareado, y no
quería hacer otra cosa que tumbarse tranquilo y pensar en lo que había ocurrido. Había una frase que no se le iba de la cabeza. Era la frase que Johnny,
el oficial de espionaje de su escuadrón, había repetido todos los días delante de los pilotos antes de despegar. En su mente, el piloto veía a Johnny apoyado
en la pared de la sala de instrucción, con la pipa en la mano, diciendo: «Si los pillan alguna vez, no se olviden: nunca digan más que su nombre, su grado
y su número. Nada más. ¡Por Dios, no digan nada más!».
—Aquí tiene —dijo la enfermera apoyando la bandeja sobre el regazo de él—. Le he traído un huevo, ¿cree que va a poder comer solo?
—Sí.
Ella se quedó de pie al lado de la cama.
—¿Seguro que se siente bien?
—Sí.
—Bien. Si quiere otro huevo, veré lo que se puede hacer.
—Con uno vale.
—De acuerdo. Si necesita cualquier cosa, me llama con la campanilla.
Con estas palabras salió.
Justo cuando había acabado de desayunar, la enfermera volvió a entrar.
—Ha llegado el teniente coronel de Aviación Roberts —dijo ella—, le he dicho que sólo va a poder quedarse cinco minutos.
Hizo un gesto con la mano y el teniente coronel entró.
—Siento tener que molestarle en el estado en que se encuentra —dijo Roberts.
Se trataba de un oficial normal de las fuerzas aéreas británicas vestido con un uniforme un tanto desgastado. Llevaba el distintivo de las alas de los
pilotos y la Cruz del Mérito de las fuerzas aéreas. Era alto, delgado y de pelo moreno y tupido. Sus dientes, muy irregulares y con huecos entre uno y
otro, sobresalían incluso cuando tenía la boca cerrada. Mientras hablaba, sacó de su bolsillo un impreso y un lápiz, acercó una silla y se sentó.
—¿Cómo se encuentra?
El piloto no respondió.
—Siento lo de su pierna. Sé cómo se siente. He oído por ahí que dio un buen espectáculo antes de que le pillasen.
El hombre tumbado seguía sin hablar, observando al hombre sentado.
—Bueno, mejor acabar con esto cuanto antes —dijo el hombre sentado—. Me temo que me tendrá que contestar a unas cuantas preguntas para completar el parte
de batalla. Vamos a ver, lo primero: ¿cuál era su escuadrón?
El hombre tumbado no se movió. Sin apartar los ojos de los del teniente coronel, comenzó a hablar.
—Mi nombre es Peter Williamson, mi grado es comandante y mi número es nueve siete dos cuatro cinco siete.
Cuidado con el perro.
Roald Dahl.