Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Historia de Flechazo y la nube.

Para Andrés Mariño

Hace mucho tiempo, tanto que es imposible contar los días, existió un
indio llamado Flechazo. Era muy fuerte, usaba en su cabeza una gran
pluma roja, y era conocido en toda la comarca por su increíble habilidad
con el arco y la flecha. Con su notable puntería podía hacer pruebas
increíbles:
Pelar una naranja rozándola con sus flechas. Descabezar mosquitos a
distancia.
Peinar raya al medio a otro indio con un flechazo que le separaba la
cabellera en dos perfectas mitades.

Sin embargo, llegó el día en que el joven indio empezó a aburrirse
porque no le quedaba hazaña por hacer. Para colmo, desde hacía varias
semanas la tribu sufría la falta de agua. El río estaba tan seco que
hasta los peces levantaban polvo al tratar de nadar.
Lo peor era que en el cielo había una gran nube inmóvil. ¿Qué esperaba
el dios Pluviac para hacer llover?
Fue así que un indio bromista, de esos que nunca faltan, le dijo a Flechazo:
-¡Eh, por qué no usás tu habilidad para pinchar esa nube!
Los amigos del bromista no festejaron la ocurrencia: tan resecas tenían
sus bocas que no podían estirar los labios para reírse. Tampoco Flechazo
lo tomó en broma.
Fue hasta su casa apurado y regresó enseguida con el arco y una larga
flecha. Separó sus piernas, echó el torso hacia atrás, apuntó a la nube,
estiró la cuerda con todas sus fuerzas y lanzó la flecha.
El proyectil se elevó en línea recta, y él se quedó mirándolo hasta que
desapareció en el azul de la espesa nube.
Flechazo se aprestaba a regresar a su choza cuando una gota de agua cayó
sobre su cabeza. Después cayó otra, y enseguida otra y otra.
Pasados unos minutos, la sucesión de gotas se convirtió en un fino y
continuo chorro de agua. Flechazo sonrió, se refrescó la cara y luego
bebió satisfecho.
Toda la tribu se congregó en el lugar y celebró aquella rara proeza.
Aunque no era una verdadera lluvia sino ese único chorrito, al menos
serviría para regar los cultivos, cocinar y bañarse.
Pero enseguida ocurrió algo extraño: cuando Flechazo quiso apartarse
para permitir que otros indios se colocaran debajo del chorro para
beber, éste se desplazó y siguió cayendo sobre su cabeza.
Flechazo dio tres pasos a la izquierda y dos a la derecha: el chorrito
también. Corrió a un lado y a otro, amagó a la izquierda y corrió hacia
la derecha..., el chorrito también.
Toda la tribu y el mismo Flechazo rieron a carcajadas. Nunca se había
visto algo igual.
Pero allá arriba adonde no llegan la vista, las flechas ni los pájaros y
donde es más alto que las nubes, estaba el dios Pluviac..., ¡furioso!
Pluviac, que desde siempre había sido el dios de la lluvia, nunca había
visto que un ser humano se atreviera a hacer su trabajo: decidir cuándo
tiene que caer agua sobre la Tierra.
Primero se quedó sorprendido, pero enseguida se puso a protestar y gritó
tanto que sus gritos alarmaron a otros dioses del cielo indio.
-¿Qué ocurre? -preguntó el dios de las cosas cuadradas.
-¿Por qué gritas?, ¿hay una catástrofe?
-preguntó el dios de los objetos que caen sobre los dedos gordos.
-¡Ese tonto me saca de las casillas! -bramó Pluviac-. Ese muchachote que
está allá abajo cree que puede decidir cuándo debe llover sobre la tribu...
-¿El de la pluma roja? ¿Qué le pasa? ¿Por qué corre de un lado a otro?
-preguntó el dios de los que jamás llegan a tiempo.
-Ah, ése es el castigo que le impuse. Ese chorrito de agua lo seguirá a
todos lados... -sentenció Pluviac.
Y así fue. Al principio, hasta a Flechazo le pareció divertido que el
chorrito de agua lo siguiera. Pero comenzó a pesarle cuando el cacique
le impuso la obligación de caminar entre los surcos cultivados para
regar las plantaciones.
Ni bien terminó esa tarea, la gente llamó a Flechazo para juntar agua
colocando una vasija sobre su cabeza.
Al fin, harto del chorro de agua, Flechazo comenzó a correr de un lado a
otro.
Los demás indios se burlaron de él porque el hilo de agua cambiaba de
posición y no dejaba de caer sobre su cabeza ni un solo segundo.
Lo mismo ocurrió cuando quiso refugiarse en una cueva: el chorrito era
capaz de doblarse, de subir y de bajar, de colarse por un agujero de la
choza.
Así pasaron varios días, y la vida de Flechazo se transformó en un
continuo sufrimiento. No podía dormir por el persistente golpeteo en su
cabeza y hasta comenzaba a quedarse pelado por culpa del chorrito.
Humillado, un día pidió a sus conocidos todas las flechas que tenían y
no quiso explicar para qué las quería.
Cargó sobre sus hombros las flechas y caminó durante tres jornadas,
acompañado por la nube y el chorrito de agua. Se detuvo cuando llegó a
una loma, en un lugar deshabitado.
Cuando estuvo seguro de que nadie vivía en los alrededores, comenzó a
arrojar flechas contra la nube, dispuesto a terminar con ese
sufrimiento, cualquiera fuese el desenlace.
Arrojó una flecha y luego otra y otra y otra.
Por cada pinchazo la nube dejaba caer un nuevo chorrito de agua. Al rato
eran cientos de chorritos, y la lucha entre la nube y Flechazo no cesaba.
Finalmente, pasadas varias horas, el joven se quedó sin flechas, y la
nube se quedó sin agua.
Flechazo suspiró aliviado, pero al mirar con atención reparó en algo
terrible: estaba parado sobre la punta de la loma, y a su alrededor todo
era agua.
Lo rodeaba un inmenso lago.
-Moriré, pero no importa porque he vencido a la maldita nube -gritó con
rabia, extenuado-. Y con este lago tan cerca, a mi pueblo jamás le
faltará agua...
Por suerte, el cacique y varios guerreros de la tribu habían seguido a
Flechazo sin que él lo notara. Al ver que empezaba a acumularse tanta
agua consultaron al brujo. El brujo dijo que seguiría lloviendo y que
semejante cantidad de agua inundaría todo el valle.
El cacique ordenó que se construyera una gran balsa capaz de transportar
a toda la tribu. La balsa estuvo lista cuando el agua llegaba hasta la
pera de los más petisos.
Todas las familias con sus animales y pertenencias subieron a la balsa
con el mayor cuidado.
Había dejado de llover, pero el agua cubría hasta donde alcanzaba la vista.
-Navegaremos hasta encontrar la orilla -dijo el cacique.
A las tres horas de navegación avistaron una cabeza que apenas asomaba
en el agua: era Flechazo.
Lo ayudaron a subirse a la balsa, y el brujo le dio medicinas para que
se recuperara.
Al otro día llegaron a la orilla del lago y decidieron que allí
establecerían el pueblo.
-Al menos, jamás nos faltará agua para los cultivos ni peces para el
almuerzo -dijo el cacique.
-¡Y podremos andar en balsas! ––gritó un niño.
-¡Y nadar! -dijo otro.
Arriba, Pluviac, el dios de las lluvias, sonrió satisfecho.
-No está mal que se haya formado un lago -les dijo Pluviac a los demás
dioses-. Y bueno, para algo tenía que servir el loquito ese de las
flechas...
Fin

Historia de Flechazo y la nube
Ricardo Mariño