Texto publicado por Primavera
APRENDER A MANEJAR LOS CELOS
Una historia de amor y celos: Alan, Linda y Gail
Cuando Alan conoció a Linda, ella cursaba el primer año de la facultad de derecho y tenía una pequeña empresa de pintura de casas. Linda era una estudiante brillante y es una mujer excepcionalmente atractiva. A pesar de su indiscutido, era muy insegura. Alan, un hombre viril, afectuoso y con los pies sobre la tierra, le aportaba serenidad. Su amor la hacía sentirse segura. Ningún otro hombre la había hecho sentir nunca tan segura. Alan era el hombre que podía protegerla y darle la atención amorosa que su exitoso padre nunca tuvo tiempo de procurarle.
Alan, por su parte, no podía creer que una mujer como Linda fuese siquiera a mirar a un hombre tan simple como él, y sin embargo lo cierto es que ella le estaba retribuyendo su amor. Estaba conmovido. Admiraba la inteligencia de Linda y se identificaba con su éxito en los estudios. Ella le franqueaba el acceso a un mundo que él siempre había considerado fuera de su alcance. El amor que sentían el uno por el otro era apasionado. Linda era “las alas” (intelectual, veleidosa, temperamental) y Alan “las raíces” (simple, con los pies sobre la tierra, estable). Juntos se sentían completos. Las cosas iban tan bien que pronto decidieron casarse.
l matrimonio fue apasionado y turbulento. Las áreas en las que se complementaban el uno al otro intensificaban su mutua atracción, pero la diferencia de condición social creaba una cantidad cada vez mayor de problemas y conflictos. Linda se quejaba de que no podía hablar con Alan de la forma en que hablaba con otros hombres en la facultad. Alan se quejaba de que ella se ocupaba demasiado de sus estudios.
Un momento de reflexión basta para dejar en claro que las quejas de Alan y Linda estaban relacionadas con las cosas que les resultaban más atractivas al uno del otro cuando se conocieron. Linda se sintió atraída por la simplicidad y el estilo de Alan, pero ahora le resultaba demasiado terrenal y simple. Alan se sintió atraído por la inteligencia de Linda y su dedicación al estudio: ahora pensaba que esa dedicación era excesiva.
Las quejas de Alan hicieron que Linda sintiera que él estaba criticando sus metas profesionales. Su falta de apoyo la impulsó a enfrascarse aún más en su mundo académico. Al mismo tiempo, las quejas de Linda herían el orgullo de Alan. Comenzó a sentirse cada vez más incómodo en las situaciones sociales en las que Linda entraba en contacto con compañeros de estudios y profesores de derecho, y hacía todo lo que podía para tratar de evitarlas.
La brecha que los separaba se iba ensanchando, las relaciones entre Linda y sus compañeros con quienes pasaba muchas horas estudiando eran muy intensas, y pasó lo que era casi inevitable: Linda tuvo un amorío con otro estudiante de su curso. Sentía que este hombre, a diferencia de Alan, era su igual. Compartían metas semejantes y podía hablar con él de cosas de las que nunca había podido hablar con Alan.
Alan se sintió terriblemente herido por el amorío de Linda y reaccionó poniéndose tremendamente celoso. El amorío fue particularmente doloroso para él porque le arrebató lo que le resultaba más gratificante en el amor de Linda: el hecho de que lo aceptara como un igual.
El amante de Linda era alguien con quien Alan se sen tía incapaz de competir; sentía que no era ni bastante hombre ni bastante compañero para ella. Aquello había cortado “las alas” que el amor de Linda le diera. Ahora ella compartía con otro lo que él consideraba una intimidad aún mayor que la que tenía con él: la intimidad de las mentes. El dolor que Alan sentía era insoportable.
Para ayudarse a superar el dolor Alan empezó a ir a jugar al tenis varias veces por semana. Su apostura y su notable destreza lo convirtieron en un compañero de juego deseable. Después del tenis, el grupo solía ir a una cafetería cercana. Alan se descubrió conversando con las atractivas mujeres con las que había estado jugando tenis. A diferencia de Linda, estas mujeres parecían apreciarlo, compartir sus valores y disfrutar de su compañía. No tardó demasiado en enredarse sexualmente con una de ellas, y después con otras dos más. Estas relaciones, de carácter predominantemente sexual, le devolvieron la confianza en sí mismo.
Ahora le tocaba a Linda experimentar el dolor de los celos. Para entonces su propio amorío había terminado. Su compañero de estudios había retomado una relación compro metida con otra mujer; su amorío con Linda resultó ser mera diversión. Linda estaba destruida. Había fracasado con un hombre que era su igual. Esto reforzó su creencia en que cualquiera a quien ella considerara deseable a la larga no la querría. Añoraba la seguridad que le daba el amor de Alan, pero ahora Alan estaba prodigándoles su amor a otras mujeres. Linda no podía soportarlo a pesar de que consideraba que esas mujeres eran “unas estúpidas”.
Los celos de Linda estaban focalizados en lo más importante que el amor de Alan le procuraba, aquello cuya posible pérdida era lo que más temor le inspiraba ahora: el sentimiento de pisar terreno seguro. Si perdía el amor de Alan no valdría la pena seguir viviendo.
Linda se entregó a cortejar otra vez a Alan, apelando a todos los encantos que sabía que lo atraerían. Alan estaba encantado, y feliz de volver a estar con ella. Sus encuentros con mujeres que eran “menos liberadas” que Linda, sin embargo, le hicieron tomar conciencia de que necesitaba un hogar: no el tipo (le hogar que le proporcionaba Linda, sino un “hogar verdadero” y completo con una comida caliente esperándolo al volver del trabajo. Decidieron contratar un ama de llaves a quien le facilitarían como vivienda una de las habitaciones libres a cambio de que limpiara y cocinara. Esa ama de llaves fue Gail.
Gail era nueva en la ciudad y prácticamente no tenía un centavo. El arreglo al que había llegado con Alan y Linda, que le aseguraba un techo además de trabajo, le pareció ideal. Era una mujer trabajadora, y las tareas de limpieza y cocina que el puesto requería no eran ningún problema para ella.
El nuevo arreglo funcionó de maravilla para todos. Alan sentía que ahora la casa era un verdadero hogar. Le gustaban tanto lo que Gail cocinaba como su pulcritud. Algunas noches en las que Linda se quedaba a estudiar en la biblioteca, él y Gail se sentaban a la mesa de la cocina y conversaban. Gail, que tenía una historia de relaciones problemáticas con los hombres, descubrió que Alan se le asemejaba. Se hicieron buenos amigos. Al igual que Alan, Linda apreciaba tener una casa limpia y ordenada y encontrarse siempre con magníficos manjares. Ella y Gail también se estaban haciendo buenas amigas.
Los tres parecían estar contentos y felices con el arreglo, que se canceló sólo porque Gail decidió que había llega do el momento de regresar a su ciudad natal.
Tras la partida de Gail, Alan y Linda descubrieron que su presencia había estado ocultando un creciente alejamiento entre ellos. Linda volvió a quejarse de las carencias intelectuales de Alan, y Alan volvió a sentir que éste no era el “hogar” que él deseaba tener. Decidieron una separación a prueba y Linda se mudó a un apartamento del mismo edificio. A pesar de la separación siguieron viéndose.
Cuando Linda decidió un viaje de una semana para asistir a una convención profesional, Alan resolvió abandonar él también la ciudad. Resultó que los parientes a quienes se proponía visitar vivían muy cerca de la ciudad natal de Gail, de modo que la llamó por teléfono y le propuso que se encontraran. El encuentro fue más emotivo y movilizador que lo que ninguno de los dos se figuraba. Ambos descubrieron cuánto significaban realmente el uno para el otro. Alan le contó a Gail que él y Linda se habían separado y contemplaban seriamente la posibilidad de divorciarse.
Gail se había cuidado de no expresar lo que sentía por Alan por lealtad a Linda: después de enterarse de los planes de divorcio dio rienda suelta a sus sentimientos. Lo que no había ocurrido en todo aquel tiempo durante el cual habían vivido bajo el mismo techo ocurrió ahora: se hicieron amantes. Alan sintió que esta vez había encontrado una mujer verdaderamente perfecta para él. Eran muy parecidos. Se sentía cómodo, a gusto, y todo era muy diferente de aquella eterna lucha en la que se debatía su matrimonio.
Gail, por su parte, también sentía que había encontrado su “alma gemela”. A diferencia de los hombres que había conocido en el pasado, Alan era un amigo y un alma gemela. Podía hablar con él. Podía confiar en él. Y ahora que él y Linda estaban separados podía permitirse sentir pasión por él, algo que nunca antes se había permitido experimentar.
Alan le dijo a Linda que quería el divorcio, y que Gail iría a vivir con él apenas regresó del viaje. Linda, que había estado buscando un compañero más apropiado para ella, se sintió invadida por los celos. Fue “el padecimiento más terrible, devorador y doloroso” que experimentó en su vida. Se sentía traicionada por Alan y por Gail. Llamó a Gail por teléfono y entre sollozos y gritos le dijo: “¿Cómo puedes hacerme esto a mí? ¡Y yo que creía que eras mi amiga!”. “No es algo que hice yo”, le respondió Gail. “De todos modos tú ibas a divorciarte de Alan. Yo no tuve nada que ver con los problemas entre ustedes dos.” La brutalidad de la agresión verbal de Linda fortaleció aún más la decisión de Gail de permanecer en la relación con Alan.
Linda no tenía consuelo. No podía aceptar que había perdido a Alan a manos de una mujer a quien quería y en quien confiaba. Lloraba sin parar, y estaba dispuesta a pro- meterle a Alan lo que quisiera. Lo amenazó: “No los dejaré en paz. No los dejaré hacer el amor. Me voy a parar frente a la ventana, voy a gritar, voy a tirarles piedras. Cuando Gail aparezca le voy a destrozar la cara”. Alan fue paciente y comprensivo. Cuando ella lloraba, él la abrazaba. Sin embargo, se mantuvo firme en su decisión de darle una oportunidad a la relación con Gail.
En el camino del aeropuerto a la casa Alan empezó a hablarle a Gail de casamiento y de hijos. Gail tuvo que frenarlo y recordarle que antes de decidir que iban a tener una familia debían averiguar si podían vivir juntos como pareja. Pero el entusiasmo de Alan era contagioso.
El idilio entre Alan y Gail fue más breve que lo que nadie habría podido anticipar. Casi inmediatamente después de que se instaló en casa de Alan, Gail sintió un cambio de actitud en él. Al principio trató de ignorarlo, pero pronto la situación se tomó intolerable y el enfrentamiento inevitable.
“¿Qué te está pasando?”, preguntó ella, temerosa de oír la respuesta.
“Esto no está funcionando para mí. No es como me figuré que sería”, replicó Alan.
“¿Cómo puedes decir eso si no he estado aquí más que dos días?”, dijo Gail. “Tienes que darnos una oportunidad para hacerlo funcionar.”
“Lo siento. Creo que todo esto es una gran equivocación”, dijo Alan sin alterarse, y se marchó.
Gail se derrumbó. Esto era una pesadilla hecha realidad. Esto era exactamente lo que la había hecho evitar las relaciones con hombres hasta ese momento. ¿Cómo había permitido que Alan perforara sus defensas? ¿Por qué pensó que el ser almas gemelas podía garantizar algo? ¿Qué iba a hacer? No podía volver a su casa, sería demasiada humillación. No podía quedarse. Tal vez sería mejor terminar con todo de una buena vez. La vida no merecía la pena de ser vivida con tanto dolor.
Cuando sonó el teléfono Gail vaciló, pero pensando que Alan podría haber cambiado de opinión otra vez, levantó el tubo. Era Linda.
Gail había llamado a Linda por teléfono varias veces des de su llegada. Le había dejado mensajes en la casa y en la facultad, pero Linda no le había devuelto las llamadas. Ahora, en el momento de su mayor desesperación, estaba en la línea.
Linda sabía lo que estaba pasando porque Alan le había contado el vuelco de su corazón al minuto de que ocurriera. Ahora que tenía otra vez a Alan, podía permitir- se ser comprensiva con el sufrimiento de Gail. Conocía íntimamente ese sufrimiento.
Las dos mujeres comenzaron a hablar. Una vez que empezaron les resultó difícil parar. Las dos tenían tanto de qué hablar, había tanto que necesitaban decirse y aclararse... De pronto Linda dijo: “Tengo libre este fin de semana. ¿Qué te parece si nos vamos a esquiar? Sería una buena ocasión para charlar de todo lo que nos preocupa”. Gail no podía imaginar nada mejor.
En el hotel, Linda y Gail pudieron cambiar impresiones. ¿Qué le había dicho Alan a Gail para convencerla de que su relación con Linda era cosa del pasado? ¿Qué le había dicho a Linda en ese preciso momento para mantenerla atada a él? Dos mujeres habían sido traicionadas por el mismo hombre deshonesto e indigno: “y pensar que casi logra ponernos una contra la otra”.
Llevadas por la excitación que les provocaba la recuperación de su amistad y la experiencia de compartir el dolor que cada una había sentido, comenzaron a ponerse efusivas.
En la atmósfera romántica del hotel, los abrazos, las caricias y los besos fueron volviéndose cada vez más apasionados. Finalmente, hicieron el amor. Para ambas, aquella fue su primera relación sexual con una mujer.
El amor que Gail sentía por Linda no lo había sentido nunca antes por ninguna otra persona. Nunca se había abierto a un hombre en la forma en que lo había hecho con Linda. Nunca se había sentido tan comprendida. Adoraba a Linda. Quería cuidarla. Se fue a vivir con ella y comenzó otra vez a limpiar el apartamento y a cocinarle sus platos favoritos. Si Linda quedaba agotada por su jornada de trabajo en los tribunales, Gail iba a buscarla con el coche y la llevaba de regreso a casa.
Mientras esto ocurría, los celos consumían a Alan, que comenzó a hacer lo que Linda y Gail describieron como “locuras”. Apareció en el apartamento de Linda despotrican do, arrojó ropa de ella por la ventana y las insultó a los gritos diciéndoles que eran unas “guarras sucias y asquerosas”. Ahora le tocaba a él sentirse traicionado, rechazado y abandonado por dos mujeres que amaba y a quienes consideraba sus mejores amigas. Pero también sentía que estaba compitiendo contra algo que lo superaba, que no alcanzaba a comprender. Sólo los perversos hacían el tipo de cosas que Linda y Gail estaban haciendo. ¿Cómo era posible? ¿Cómo podían hacérselo a él?
Aunque lo sentían por Alan, Linda y Gail se sentían unidas en su condición femenina frente a este hombre al que ambas habían amado, en quien habían confiado y por quien se sentían traicionadas.
La alegría de compartir su amor, sus sufrimientos y su poder como mujeres alimentó la relación de Linda y Gail por un tiempo. De todos modos, aquello no constituía una base suficiente para una relación a largo plazo, sobre todo para Linda. Pronto comenzó a añorar la seguridad que le brindaban los brazos de Alan. Los brazos de Gail no eran lo suficientemente fuertes para hacerla sentirse segura, para conjurar sus te mores e inseguridades. Finalmente, Linda volvió con Alan.
Ahora Gail se enfrentaba otra vez a la experiencia de los celos. En esta ocasión no estaba celosa de Linda porque ésta tuviera a Alan, sino de Alan porque tenía a Linda. La pérdida del amor de Linda fue para ella mucho más dolorosa que la pérdida del amor de Alan. Gail nunca se había permitido ser tan vulnerable con un hombre como lo había sido con Linda. La pérdida fue devastadora.
Aunque se mostró solidaria y comprensiva con Gail, Linda tenía claro que lo que más quería era que su matrimonio funcionara. Con el transcurso del tiempo descubrió que se le hacía cada vez más difícil manejar el sufrimiento y la dependencia emocional de Gail. Le sugirió que iniciara una terapia y le ofreció ayuda para pagar el tratamiento.
En el curso de la terapia, Gail logró comprender su obsesión por Linda y las razones que explicaban por qué sus relaciones con los hombres eran tan problemáticas. Un año y medio después se fue a vivir con otra mujer, con quien tiene ahora una relación satisfactoria. Sin embargo, todavía se sentía profundamente apegada a Linda y quería ser parte de su vida. Cuando Linda tuvo su bebé, Alan, el médico y Gail estuvieron con ella en la sala de partos.
Alan, por su parte, llegó a comprender el impacto que su falta de educación formal tuvo sobre su imagen de sí mismo y sobre su relación con Linda, y decidió inscribirse en la universidad, algo con lo que había soñado toda la vida.