Texto publicado por Christopher Bravo
SABER DOSIFICARSE
Minutos antes del inicio de un simposio sobre el Decamerón de Giovanni Boccaccio, el libro de cuentos italiano del siglo XIV, los ponentes charlaban en un salón de la universidad. Entre ellos, un viejo catedrático, el profesor Meierwitz, y un ambicioso estudioso de nueva hornada. El profesor Meierwitz, con la intención de humillar a aquel joven que coqueteaba con las teorías más osadas, pronunció las siguientes palabras, cargadas de maldad:
—Así pues, estimado colega, ¿tiene usted intención de mortificarnos una vez más con sus descabelladas tesis?
Tras lo cual prorrumpió en una sonora carcajada y miró a su alrededor con sus pequeños ojos rodeados de pestañas rojizas en busca de aprobación.
El joven no respondió: «Y usted, estimado colega, ¿nos aburrirá una vez más con sus observaciones, repetidas incansablemente a lo largo de treinta años, sobre la relación de Boccaccio con el mundo cortesano?», ni tampoco: «¿Pronunciará por enésima vez una de sus tristemente célebres y verborreicas conferencias, ante las cuales sus colegas académicos sólo consiguen hurgarse la nariz y bostezar, y por las que ni las ratas logran interesarse?» No, el joven estudioso no dijo nada de eso. Reaccionó con ingenio, una bella arma: comentó lo maravilloso que le parecía que Boccaccio, el viejo italiano, hubiera creado una obra que, por lo que parecía, todavía era capaz de encender los ánimos. Y añadió —señalando una mesa donde aguardaban copas llenas de champán— que, dado que el simposio comenzaría en media hora, quizá lo mejor sería que los presentes templaran precisamente los ánimos con un pequeño aperitivo. La concurrencia rió entre carraspeos, agradecida de que la tensión del ambiente se hubiera reconducido hacia un moderado buen humor.
El caso nos sirve como modelo ejemplar de cómo hemos de defendernos de un ataque: no debemos emprender jamás el contraataque si no se nos ocurre nada inteligente que decir. Las réplicas confusas y los arrebatos desmesurados siempre resultan terriblemente desagradables. Cuando a uno no se le ocurre nada inteligente, lo mejor es hacer notar a los presentes la inoportunidad del ataque con un leve movimiento de los ojos y permanecer en silencio.
El joven investigador, que procedía de lo que se entiende por un origen humilde y albergaba cierto resentimiento contra las viejas relaciones de poder, obtuvo su revancha al finalizar la exposición de Meierwitz, que efectivamente, como era de prever, resultó de lo más prolija y fue recibida, más por costumbre que por entusiasmo, con un sobrio aplauso. Para cuando se inició el turno de preguntas a los ponentes, el joven investigador, con la concentración que le había proporcionado la sed de venganza, había ideado una réplica tan maliciosa e imprevisible que consiguió abochornar al profesor Meierwitz hasta el punto de que éste palideció, respondió gesticulando con tópicos y evasivas, y terminó por ganarse las miradas de compasión del público académico. Lo que, a un conferenciante, lo hiere infinitamente más que un rechazo sin paliativos.
Por lo tanto, he ahí lo esencial: conocer las debilidades de los demás. ¡Con qué irritación reaccionan las personas vanidosas cuando se pone en duda su belleza! ¡Qué susceptibilidad muestran los que se tienen por perspicaces cuando se desenmascaran sus limitaciones intelectuales! ¡Y los orgullosos cuando se ven obligados a comportarse con torpeza! Todas las personas tienen un punto débil en el que es fácil atacarlas; averiguar ese punto débil es propio del inteligente. Hay que ir a buscar a las personas ahí donde quieren ser buscadas: en su punto flaco, que, en sus más diversas manifestaciones, es su infinita vanidad, su eterno afán de protagonismo. En nuestro caso, el joven estudioso sospechaba muy acertadamente que, desde hacía tiempo, el señor Meierwitz ya no era visto como el gran experto en su campo que había sido quizá siete u ocho años atrás, cuando, gracias a sus diligentes actividades en todo tipo de comisiones, era un peso pesado de la política universitaria. Sin embargo, a día de hoy todavía no ha sido capaz de admitir su pérdida de poder.
Por sencillo que en nuestra historia parezca dosificarse, es todo un arte. Pues consiste en burlarse del otro de tal modo que los demás no le vean a uno como un tipo odioso. El artista del fingimiento pone todo el esmero en que sus flechas envenenadas parezcan una réplica justa y hasta casi amable a una verdadera infamia.
Además, se debe tener siempre presente el dicho romano: «Nisi caste, tamen caute.» Si no castamente, al menos sí cautamente. Si se pasa por alto, todos exclamarán, regocijándose en su propia integridad: «¡Qué tipo más inmoral!», y agitarán la cabeza con fastidio. No hay que olvidar jamás el asombroso ejemplo del cuco: consigue poner su huevo en nido ajeno sin ser visto, y que se parezca en la forma y el color a los demás huevos. Apenas el polluelo ve la luz del día, echa a sus hermanastros de su morada. Consigue engañar hábilmente a sus padres adoptivos, pues sus alaridos suenan como el griterío de toda una nidada. Pero es él solo el que mantiene bien abierto el pico, que es alimentado diligentemente.
El cuco es un luchador solitario y simboliza a la perfección el destino del artista del fingimiento de nuestro tiempo, ya que, al contrario de lo que ocurrió durante siglos de tradición intrigante, hoy apenas existe ningún complot llevado a cabo por un grupo de cómplices con un objetivo común. En nuestros días, las redes sociales son mucho más lábiles y sus miembros cambian demasiado a menudo para que pueda forjarse en ellas plan alguno. Sigue siendo válida la antigua regla de que el enemigo de nuestro enemigo debe ser nuestro amigo, y ocasionalmente aún puede encontrarse algún cómplice, pero los intereses de cada cual son a menudo demasiado dispares.
El arte de dosificarse es el arte de pensar en el objetivo final. El joven investigador no respondió precipitadamente, sino que esperó con perseverancia la ocasión apropiada. Siempre hay que ocultar las propias intenciones, y jugar la última carta cuando se está seguro de la victoria. Baltasar Gracián señaló muy acertadamente que, a veces, el objetivo se alcanza con paciencia, «caminando por los espacios del tiempo». Y esta astuta «detención prudente» del artista del fingimiento muestra en toda su belleza que la rebelión luciferina que le es propia, la autoafirmación en un entorno hostil, aguza su intelecto.
Pero por encima de todo rige el siguiente principio: por alguien dotado de una enorme superioridad se tiene a aquel que parece no tener que dosificarse jamás.
Adam Sobozcinsky, El arte de no decir la verdad.