Texto publicado por Leandro Benítez
Nota: esta publicación fue revisada por su autor hace 8 años.
LA EDAD DEL “NO”… ¿O NO?
– No te quites la bufanda
– No le pegues a tu hermano
– No cojas más caramelos
– No te dejes nada en el plato
– No tires los juguetes en la pecera
– No molestes al perro
– No dibujes en la pared
– No rompas la revista
– No toques el enchufe
– No llores
– No veas tanto la tele
Hay una época de su vida, aproximadamente desde que empiezan a caminar hasta que se casan, en que continuamente estamos diciendo “no” a nuestros hijos. ¿A quién puede sorprenderle que sea una de las primeras palabras que aprenden? Una vez aprendida, por supuesto, no les faltará ocasiones en que emplearla. ¡Con la de ejemplos que les hemos dado!
Se habla entonces de la “edad del no”. Los libros serios de psicología infantil no incluyen la edad del no entre las etapas del desarrollo. Es un invento de divulgadores bien intencionados, según los cuales los niños pasan por una etapa de “negativismo”, quieren “afirmar su personalidad”, nos llevan la contraria por “espíritu de oposición” (el Espíritu de la Oposición, parece un título honorífico para el diputado más activo del año…)
Los que así hablan suelen ver el proceso como algo positivo. Según el Dr. Spock, el niño que al año no mostrase su “negativismo” sería más tarde un autómata, se dejaría avasallar por todo el mundo… (eso lo dice para consolar a los padres de niños “negativos”; pero tampoco hay que exagerar; si su hijo es de los que nunca dicen no, seguro que no por ello será un autómata cuando sea mayor. Hasta puede que llegue a embajador).
Pero es inevitable que estas obras de divulgación sean leídas, mal entendidas, reinterpretadas, resumidas y retransmitidas. El negativismo se carga de connotaciones negativas (nunca mejor dicho). Los padres pronto son informados, por familiares, amigos e incluso por profesionales, de que los hijos “nos toman el pelo”, “nos manipulan”, “saben latín”, “tienen ganas de fastidiar”…
¿De verdad cree usted que su hijo es así? Si cree usted que su hijo es, básicamente, una buena persona, no permita que otros le insulten, tratándole como un pequeño delincuente.
¿QUIÉN ES EL NEGATIVO DE LA CASA?
Hagamos un sencillo experimento. Apunte, durante todo un día, todas las veces que su hijo le diga “no”, o se niegue a hacer lo que le mandan… y todas las veces que usted le dice “no”, o se niega a hacer lo que él le pide. Probablemente, la primera sorpresa será comprobar la longitud de las dos columnas. Si existe una “edad del no”, es una fase de los padres, no de los niños.
A continuación, repase las veces que usted ha dicho “no”, y anote los motivos. “No comas caramelos” para que no tenga caries; “no toques la estufa” porque se podría quemar, “ahora no vamos al parque” porque tiene otras cosas que hacer; “no haré el caballito” porque está cansada… ¿Alguna vez le ha dicho que no para fastidiarle? ¡Claro que no! Cada vez, ha tenido usted un motivo perfectamente razonable. ¿Por qué no puede él tener sus motivos? Tal vez no recoge porque tiene otras cosas que hacer, o no se viste porque está cansado, o no se baña porque ya se bañó hace menos de 15 días, o no le presta sus juguetes a su hermano porque tiene miedo de que se los rompa o no se los devuelva. No siempre estará usted de acuerdo con sus motivos, por supuesto. Tampoco él con los de usted. ¿No es hora de empezar a tratarnos con respeto mutuo?
LOS MOTIVOS DE LOS NIÑOS
Y es que a veces, en vez de considerar a nuestros hijos como personas, con ilusiones, deseos y temores de personas, los vemos como monstruos o marcianos, ajenos e inescrutables. No se relacionan, sino que manipulan; no piensan, sino que maquinan. Les atribuimos motivos inhumanos, que jamás atribuiríamos a un adulto.
Supongamos, por ejemplo, que tiene usted en el vestíbulo una figurita de porcelana que le costó un ojo de la cara. Una amiga, al quitarse el abrigo, arrastra la figurita con una manga y la tira al suelo. Probablemente se apresurarán a disculparse mutua y civilizadamente: “No sabes cómo lo siento, con lo bonita que era, te compraré otra igual…” “No, no te preocupes, verás cómo se arregla con pegamento de ese mágico. La culpa ha sido mía, por ponerla aquí, en un lugar de paso”. ¿Por qué rompió su amiga la porcelana? Evidentemente, por accidente.
¿Y si es su hija de dos años la que rompe la figurita? Tropezó con ella sin querer, o tal vez la tiró con fuerza al suelo como suele hacer con su muñeca de goma. ¿Cómo iba ella a saber que la porcelana se rompe, y que es mucho más cara que el plástico? Muchos padres comprenden que se trata de un accidente, y disculpan a su hija como hubieran disculpado a un adulto. Pero existe toda una teoría “pedagógica” que afirma que la niña estaba “afirmando su personalidad”, “desafiando la autoridad materna” o “probando hasta dónde puede llegar”. Hay quien cree que debe reprender o castigar severamente a su hijo por un accidente así, o de lo contrario volverá a hacerlo.
Estas teorías son totalmente absurdas. Todos los niños intentan complacer y satisfacer a sus padres siempre que pueden. No lo hacen por miedo al castigo, sino porque nos aman, y porque desean nuestra aprobación. Para muchos niños, el ver la porcelana rota en el suelo y la cara de dolor de su madre es suficiente para que se echen a llorar, incluso sin que les riñan. Explíquele qué otros objetos no hay que tocar porque se pueden romper, y eso bastará para evitar nuevos incidentes… a no ser, claro, que sea demasiado pequeña para entenderlo o que ocurra algún otro accidente. Cuando los niños son pequeños, lo más práctico es guardar las porcelanas en lo alto de los armarios.
POR QUÉ NO CAMINAN
Ana está jugando en el parque, mientras su mamá lee un libro sentada en un banco. Hace muchos meses que Ana aprendió a caminar, y ya lo hace con bastante seguridad. Va aquí y allá con su cubo y su pala, corre a enseñarle caracoles y porquerías a su madre, y si te descuidas intenta subir sola la tobogán.
Llega la hora. Mamá se levanta y llama a Ana; Ana se levanta y pide brazos.
– No, señora, venga, a caminar.
– ¡No!
– ¡A caminar he dicho!
– ‘Toy cansada.
– No estás cansada. Si puedes jugar puedes caminar.
– ¡No quero! ¡Upa nena, upa!
– ¡Pero será posible, cada día la misma tomadura de pelo!
Ahora mamá agarra a Ana por un brazo e intenta arrastrarla. Si lo consigue, puede que la arrastre literalmente, como un saco, y en medio de espectaculares llantos. También es probable que Ana se adelante a su movimiento, y se agarre con ambos brazos a las rodillas de su madre, con la fuerza de diez hombres. Si mamá opta por irse poco a poco diciendo “Adiós, mamá se va, si no vienes te quedas sola”, es probable que Ana se tire al suelo llorando.
¿Quién no ha vivido esta escena? Es tan frecuente que unos psicólogos británicos, hace ya muchos años, decidieron estudiar en los parques la conducta de los niños y de sus madres. Hasta los 3 o los 4 años, los niños eran sencillamente incapaces de acompañar o seguir a un adulto de un sitio a otro. Acompañar o seguir es una actividad altamente organizada, mucho más complicada que dar vueltas alrededor de un punto fijo (habitualmente, alrededor de mamá). Cuando alcanzaban la madurez necesaria, los niños seguían a su madre sin rechistar (o, más exactamente, como los granaderos de Napoleón, “refunfuñaban, pero le seguían siempre).
Cuántos sinsabores y disgustos se ahorrará la mamá de Ana si, sencillamente, la coge en brazos desde el principio (es lo que tendrá que acabar haciendo después de toda la escena). O, si tanto pesa, para eso están los cochecitos.
POR QUÉ NO COMEN
¿Pues por qué va a ser? Básicamente, hay tres motivos por los que puede que un ser humano no coma. Primero, porque no tenga comida (la causa más frecuente en este mundo, para nuestra vergüenza; pero seguro que no es el caso de su hijo). Segundo, porque quiera adelgazar (pero estamos hablando de su hijo, no de usted). Tercero… ¿lo adivina? Porque no tiene hambre.
Alrededor del primer cumpleaños, la velocidad de crecimiento de los niños disminuye radicalmente. El angelito que había engordado 5 o 6 kilos en el primer año sólo engordará 2 en el segundo. Por lo tanto, necesitará menos comida que antes. Si mamá no está informada, en vez de darle menos intentará darle más, pues parece lógico que “como es más grande, comerá más”. Parece lógico, pero es falso, y la batalla está servida.
No, su hijo no se niega a comer para manipularla, ni para demostrar quién manda, ni porque está en una fase de afirmación de su personalidad. Se niega a comer porque ya ha comido suficiente. No le obligue nunca, jamás de los jamases, a comer, y se evitará muchos llantos, muchos gritos y muchos vómitos.
POR QUÉ NO DUERMEN
A veces nuestros hijos quieren seguir jugando. A veces no tienen sueño. Las más de las veces, sencillamente, no quieren dormir solos.
Se dice que debemos enseñar a nuestros hijos a dormir. Pero a dormir se nace sabiendo; los fetos ya duermen antes de nacer. Lo que se puede aprender, en todo caso, son las normas culturales que en nuestra sociedad gobiernan el sueño: dormir de noche, como las personas mayores. Dormir en una cama, como las personas mayores. Ponerse el pijama, como las personas mayores… ¿Dormir solo, o en compañía? Buena pregunta. Usted es una persona mayor; ¿duerme usted sola?
EN EL COLE RECOGE (OBEDECE, COME…), Y EN CASA NO
Hombre, claro. La que te arman si no recoges en el cole. En la mili, miles de jóvenes se hacen la cama, friegan su habitación, se betunan los zapatos, se lavan la ropa y comen sin rechistar. ¿Quieren más a su sargento que a su madre? No, sólo le tienen más miedo.
Todos nos comportamos “peor” (protestamos, desobedecemos, nos enfadamos…) allí donde nos sentimos más seguros. También papá y mamá hacen en casa cosas que nunca se atreverían a hacer en el trabajo. No piense por ello que su hijo le falta al respeto o le toma el pelo; todo lo contrario. Líbrenos el cielo de que nuestros hijos no vean la diferencia entre un hogar y una escuela, o entre un hogar y un cuartel.
¿Y SI NOS PIDEN LA LUNA?
Algunos expertos afirman que los niños “necesitan límites”, para ser felices. Que a veces se comportan de forma irritante porque están “probando los límites”. Que los padres les hemos de enseñar a tolerar la frustración.
La frase “los niños son desgraciados cuando no tienen límites” resulta difícil de probar, porque nunca ha habido un niño (ni un adulto) sin límites. Hay límites físicos: no pueden volar, no tienen suficiente fuerza, el día sólo tiene 24 horas… Y hasta los padres más “permisivos” ponen cada día a sus hijos cientos de límites por motivos totalmente justificados: no puedes jugar en la calle porque pasan muchos coches, no puedes ver la tele porque es muy tarde, no te doy más caramelos porque no son buenos para los dientes, no te puedo comprar la bicicleta porque es muy cara, no te puedo coger en brazos porque me estoy duchando, no podemos ir al parque porque llueve… Si las frustraciones son buenas para el desarrollo mental, nuestros hijos tienen, cada día, todas las que necesitan.
Ahora bien, si nos piden algo que no cuesta dinero, que no es malo para los dientes, que no es peligroso, que no produce colesterol, que tenemos tiempo de darles… ¿se lo debemos negar, sólo para que aprendan “que no se pueden salir siempre con la suya”? ¿Debemos sacrificar su felicidad y la nuestra, sólo para que algún día “no nos pidan la luna”? No importa; la luna, de todos modos, no se la vamos a dar.
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LOS LÍMITES.
A diferencia de los niños, que dicen “no” para manipularnos, los padres decimos “no” para mostrar a los niños cuál es el límite, para mostrar y mantener nuestra autoridad, para enseñarles a respetar unas reglas sociales, para hacer de ellos hombres de provecho, para que adquieran buenos hábitos desde pequeños… vamos, que NO les estamos manipulando (¿verdad?).
Se han escrito libros enteros sobre el arte de poner límites a los niños. Según algunos expertos, los niños a los que no se ponen límites son desgraciados. Es misión de los padres poner límites a sus hijos, para que crezcan sanos y felices. Curiosamente, desde los tiempos de Franco (¿se acuerdan de la “libertad dentro de un orden?) no he oído a nadie afirmar que la falta de límites hace infelices a los adultos. Los mayores nos quejamos más bien del exceso de límites; nos gustaría tener más tiempo libre, más dinero, más salud, más amigos, una casa más grande, disfrutar sin límites…
En otra versión de la historia, hay que negar cosas a los niños para que aprendan a tolerar la frustración.
No perderemos el tiempo discutiendo si los límites dan la felicidad, o si las frustraciones son buenas para formar el carácter (“en la mili te harás hombre”, versión para menores de dos años… que, curiosamente, no harán la mili). Porque el punto realmente importante es: ¿existen niños criados sin límites? ¿Alguien los ha visto, para saber si son desgraciados o no?
Uno tiende a creer que los hijos del vecino no tienen límites, que están horriblemente malcriados. Les permiten dejar los juguetes por el suelo, les dejan levantarse de la mesa antes de acabar de comer, no se ponen las zapatillas al llegar a casa, se van a la cama tardísimo… Pero, ¿qué hubieran pensado nuestras bisabuelas de nuestros hijos, que no llaman de usted a sus padres, ni besan al mano a sus abuelos, ni rezan cada tarde el rosario? Y, para muchas madres de este mundo, todos los niños de Europa están malcriados: con seis años, todavía no los puedes dejar sólos cuidando a un bebé. Si la escuela está a más de tres kilómetros, ya no quieren ir andando cada día (y, encima, para andar 200 metros, ¡necesitan zapatos!) Se pasan el día jugando en vez de moler maíz o cuidar a las cabras… Vamos, unos mimados holgazanes.
Así que, como mínimo, los límites son una cuestión cultural, y pueden variar de un país a otro o de una época a otra. ¿Por qué no admitir también que pueden cambiar de una familia a otra, y dejar de criticar a los vecinos (o de permitir que nos critiquen)?
(De Carlos González, pediatra y escritor)