Texto publicado por Leandro Benítez
Mi abuela me cuenta que...
Mi abuela me cuenta que, cuando era pequeña, las mujeres apenas tenían derechos o, si los tenían, sólo estaban sobre el papel pero no en los hogares. Las mujeres en esos tiempos no podían opinar sobre nada, y si lo hacían, eran consideradas maleducadas. Debían obediencia y respeto a sus maridos, sin excepción. Era común que los maridos ignorasen a sus esposas, que las humillasen con frases despectivas o hablando de ellas en tercera persona en su presencia, como si no estuviesen delante. Parecía que las mujeres eran menos personas que los hombres, seres inferiores.
Era común incluso que las mujeres fuesen golpeadas por sus maridos, si no siempre, de vez en cuando al menos. Llegó un tiempo en que dejó de estar bien visto que los hombres propinasen severas palizas a sus esposas, aunque si eso ocurría, se miraba a esa mujer con lástima y todo el mundo callaba. Lo que desde luego estaba permitido en un hogar, y además era necesario, era que el marido “corrigiese” los errores de su esposa, sus desobediencias, con algún que otro tortazo. El marido que nunca pegaba a su mujer, que la dejaba opinar, que la respetaba fuese como fuese, era un “calzonazos” que no sabía mantener a su mujer en el lugar que le correspondía; los otros hombres le decían que tenía que poner a su mujer en su sitio, que si no algún día se iba a arrepentir de no haberle dado un tortazo a tiempo.
Poco a poco, afortunadamente, los que un día fueron “calzonazos” pasaron a ser considerados “buenos maridos”. Poco a poco los derechos de las mujeres se hicieron valer y pasaron a merecer un trato igualitario. No hace mucho, después de amplios debates sociales, salió la Ley de Violencia de Género, y desde entonces se protege con todos los recursos disponibles a aquellas mujeres que aún sufren la violencia del hombre. Es una suerte que la sociedad avance, sobre todo para mí, que soy mujer.
Algún día, espero, mi nieta podrá escribir…
“Mi abuela me cuenta que, cuando era pequeña, los niños apenas tenían derechos o, si los tenían, sólo estaban sobre el papel pero no en los hogares. Los niños en esos tiempos no podían opinar sobre nada, y si lo hacían, eran considerados maleducados. Debían obediencia y respeto a sus mayores, sin excepción. Era común que los padres ignorasen a sus hijos, que les humillasen con frases despectivas o hablando de ellos en tercera persona en su presencia, como si no estuviesen delante. Parecía que los niños eran menos personas que los adultos, seres inferiores.
Era común incluso que los niños fuesen golpeados por sus padres, si no siempre, de vez en cuando al menos. Llegó un tiempo en que dejó de estar bien visto que los padres propinasen severas palizas a sus hijos, aunque si eso ocurría, se miraba a ese niño/a con lástima y todo el mundo callaba. Lo que desde luego estaba permitido en un hogar, y además era necesario, era que el adulto “corrigiese” los errores de su hijo/a, sus desobediencias, con algún que otro tortazo. El padre que nunca pegaba a su hijo, que le dejaba opinar, que le respetaba fuese como fuese, era un “malcriador” que no sabía mantener a su hijo en el lugar que le correspondía; los otros adultos le decían que tenía que poner a su hijo en su sitio, que si no algún día se iba a arrepentir de no haberle dado un tortazo a tiempo.
Poco a poco, afortunadamente, los que un día fueron “malcriadores” pasaron a ser considerados “buenos padres”. Poco a poco los derechos de los niños se hicieron valer y pasaron a merecer un trato igualitario. No hace mucho, después de amplios debates sociales, salió la Ley de Violencia Generacional, y desde entonces se protege con todos los recursos disponibles a aquellos niños que aún sufren la violencia del adulto. Es una suerte que la sociedad avance, sobre todo para mí, que soy niña.”
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