Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El mejor año de mi vida, cuento.

CUENTO EL MEJOR AñO DE MI VIDA (por Paul Theroux)

Me dieron la terrible noticia delante de toda la familia, que masticaba y farfullaba alrededor de la mesa de la cocina, cerca del teléfono que estaba colgado
de la pared. Como faltaba poco para Navidad, mis seis hermanos estaban en casa: todo el elenco reunido bajo las candilejas para aquella -no digamos tragedia,
porque la tragedia no suele afectar a los jóvenes- farsa cruel. Yo acababa de cumplir los diecinueve.
El mejor año de mi vida comenzó, pues, de la peor manera, como una prueba más de lo sádico que puede ser el destino, lo cual sólo sirvió para convencerme
de que alguien, en alguna parte, estaba disfrutando con mi dolor, algún conspirador despiadado, puede que uno de los más perversos aliados de mi madre,
si no ella misma.
-Para ti -dijo mi madre al entregarme el teléfono.
Mi vida entera estaba a punto de cambiar: iba a meterme en un agujero y a pasar un año en la oscuridad. Era característico, porque mi vida, tal como la
vivía entonces -estaba desconcertado, desaprobaba su futilidad y me molestaba el tiempo perdido que se extendía y se agitaba a mi alrededor-, parecía hecha
jirones y sin ningún plan: desordenada, hostil, fuera de mi control, oscilando de la confusión al caos, siguiendo en general el sentido del olvido. Retrospectivamente,
desde la posición ventajosa que nos brinda el final de la madurez -la altura amable y el aire limpio forman parte de los mayores consuelos que nos ofrece
el envejecimiento-, veo que en realidad mi vida estaba muy bien tramada y fue importante y que estuvo dotada de la meticulosidad estructural y la sutileza
de una novela victoriana, en la que se intercalaban adornos, argumentos secundarios y coincidencias que ponían a prueba la credulidad y, sin embargo, resultaban
inevitables.
Esta vida mía -¿pasará lo mismo con todas las vidas?- padecía de un exceso de planificación: nada quedaba librado al azar, nada se desperdiciaba. El agujero
en el que me metí fue una vía mágica que me transportó al futuro.
Sin embargo, insisto, en aquel momento todo parecía reducirse a un solo color desorientado de arrepentimiento y vergüenza, malas decisiones y esfuerzos
sin sentido. Sea lo que fuera que me sucediera, inevitablemente el grito estridente de mi madre era: «¡Tú te lo has buscado!» Aquella culpa resonó en mi
cabeza durante años. Décadas después de esta desgracia en particular, cada vez que me topaba con otras preocupaciones, era capaz de decir: «Las he visto
peores» y lo creo de verdad. Mucho peores que tener treinta años, esposa y dos hijos pequeños, no tener un céntimo, que acabaran de despedirme de mi puesto
de profesor en Singapur y estar matándome por encontrar una vivienda; peores que estar jodido y lejos de casa en India, o perdido en China, o sin un duro
y enterrado vivo en Londres; peores que ser un cornudo; peores que que te digan «Te dejo; he conocido a alguien» en una cabina sofocante y maloliente,
por un aparato que hace ruido y
apesta a tabaco; peores que el lamentable litigio de la (aparente) sentencia de muerte del divorcio o que perder la vivienda por la que había luchado antes
en este párrafo; peores aún que perder a mi padre, porque la muerte de un anciano es un proceso natural, aunque lo hubiesen acelerado una esposa rezongona
y una familia discutidora; peores que nada que hubiese conocido jamás. Aquella desgracia se debía totalmente a la estupidez de un joven, como mi madre
se encargaría de recordarme una y otra vez: «¡Tú te lo has buscado!»
Pasé la mayor parte de aquel año estudiando en Amherst, pero regresaba a mi casa de Medford a pasar las vacaciones, seguía siendo miembro de mi familia
y trabajaba para pagarme los estudios, los viajes, la comida y la habitación.
-Para ti -repitió mi madre, ya enfadada porque me había distraído y no había cogido el teléfono.
No importaba quién estuviera más cerca del teléfono: siempre contestaba mi madre, nuestra guardiana. Todas las llamadas pasaban por ella, que insistía
en usar un cable corto para mantenernos al alcance de su vista y de su oído mientras hablábamos.
-Una chica -explicó mi madre al resto de la mesa.
Mi padre siguió su ejemplo. Mordió la carne que había pinchado con el tenedor y dijo:
-Seguro que es una rubia frívola.
-¿Jay?
La voz de Mona era chata, sin vitalidad, pero portaba un peso insinuante, una fuerza sonora desesperada que me obligaba a prestar atención.
-¿Qué tal? -dije alegremente, para despistar a mi familia, porque los ocho se quedaron con el cuchillo y el tenedor en el aire y dejaron de masticar para
escuchar mejor.
-No me ha venido la regla. Llevo tres semanas de retraso y no sé que hacer. Estoy hecha polvo -dijo con voz entrecortada- ¡y ni siquiera te importa!
-Sí -dije en tono alto y falso-, claro que si -mi madre me echó una miradita-, por supuesto. -Mantuve para la mesa el tono desenfadado-. Nos vemos dentro
de unos días.
-¡No! ¡Mañana! Tiene que ser mañana. Esto es grave.
Mona se echó a llorar; sus resoplidos y sus graznidos me escocieron el oído y resonaron contra la frágil caja craneal que envolvía mi cerebro.
Colgué para interrumpir los lamentos de Mona, preparé una sonrisa para la mesa y me volví hacia sus rostros silenciosos. Hasta Gilbert, de cuatro años,
había dejado de refunfuñar. Yo tenía los ojos vidriosos y me encogí de hombros como un necio.
-¿Quién era? -preguntó mi madre.
-No la conoces. Es una amiga.
Floyd dijo:
-Por supuesto. Me lo creo. No me cabe la menor duda.
-Jay tiene novia -dijo Hubby, con la voz lenta y ronca de un niño pequeño con la garganta llena de comida- y yo sé por qué.
La gruesa Franny, que suele formular las mismas preguntas que haría mi madre, preguntó:
-¿Por qué?
-Para poder mirarle las bragas.
Rose dijo:
-No seas descarado.
Mi madre miró a mi padre con una sonrisa grave.
-¿No lo vas a castigar por su insolencia?
Mi padre apoyó el tenedor con un clic y se dio la vuelta. Fred y Floyd se echaron hacia atrás para salir del paso, mientras él alcanzaba la cabeza de Hubby
con el pulpejo de la mano y lo hacía caer de la silla. En el momento de asestar el golpe, se apiadó de él y se estiró para coger el brazo de Hubby a fin
de aminorar la caída, pero, con su torpeza desesperada, lo aplastó contra el radiador, de modo que Hubby se quemó el brazo y lanzó un alarido.
-Los hijos destrozan el matrimonio -dijo mi padre, dirigiéndose a mi madre.
-Come -me dijo mi madre, mientras yo miraba con ojos desorbitados el brazo enrojecido de Hubby-, que se te enfría la cena.
Con tono moralizador dijo Fred, el mayor:
-Siempre pido que no me llamen a la hora de comer.
-Así es como tendría que ser -dijo mi madre.
Me daba la sensación de que sospechaban algo, de que el pánico y la vergüenza asomaban a mi rostro, aunque en realidad era tan espantoso que mi familia
ni siquiera se lo podía imaginar.
Había dicho que era una amiga y en realidad Mona había dejado de ser especial para mí. Hasta que escuché su voz por el teléfono, casi se me había ido de
la cabeza. Hacía un mes o algo así, la había visto por la que pensé que seria la última vez. Alquilaba una habitación en una gran casa de madera cerca
del centro, enfrente de la casa de Emily Dickinson. Nuestra relación estaba llegando a su fin y fui a verla para despedirme. Hicimos el amor en una triste
ceremonia del adiós. Como amante yo era tan inepto que nunca temí lo peor. Me daba la impresión de que los embarazos eran consecuencia de la pasión y la
experiencia y yo era demasiado indeciso e inseguro como para lograr algo así y me limitaba a penetrarla, mientras Mona se retorcía de frustración, como
si sólo la rozara, cuando nos aproximábamos al acto.
Me había fijado en Mona por primera vez la primavera anterior, cuando atravesaba la cafetería vestida de fregona, con uniforme marrón, gorro y delantal.
Después la vi detrás del mostrador, sirviendo puré de patatas con la mano derecha y cucharones de salsa con la izquierda. Todos los comensales eran, como
yo, estudiantes que vivían en la residencia. Me encantaron la belleza sencilla de su cara de pocos amigos, el mechón suelto de pelo rubio en el borde del
gorro, su nariz estrecha y bonita y sus labios escépticos, sus hombros flacos y sus dedos finos. Era preciosa y la tomé por una urbanita impasible. Una
persona así podía parecerme distante e inaccesible; hasta un lavaplatos podía resultarme altanero. No tenía ni idea de que en realidad Mona estaba haciendo
una licenciatura, que era alumna de tercer año y dos años mayor que yo. La observé en la cafetería durante uno o dos meses, pero jamás la vi sonreír. Su
enfurruñamiento me
excitaba.
De pronto, una noche me la encontré en un bar -ella estaba bebiendo con unas amigas- y reuní suficiente valor para dirigirle la palabra. Sus amigas se
marcharon. Parecía que beber nos igualaba. Expresé una opinión y me dijo: «Te crees muy listo», cuando en realidad estaba citando Les fleurs du mal, porque
Baudelaire era mi héroe por aquel entonces. Sin embargo, le gustó que trabajara los fines de semana en el gallinero de la universidad, rascando y limpiando
las jaulas con la manguera, «mientras todo el mundo está en el fútbol», dijo, compartiendo su desprecio conmigo. Entonces me di cuenta de que, con toda
su austeridad, ella estaba de mi lado, que era una trabajadora como yo, independiente económicamente, y que tal vez hasta estuviera oprimida por su madre,
como yo.
Más o menos una semana después me metió a escondidas en su habitación. Nos acostamos en su cama, contemplamos la casa de Emily Dickinson y yo recité «Wild
Nights -Wild Nights!». Hicimos el amor. Ella se dio cuenta de que yo no tenía experiencia. Cuando averiguó mi edad, me reprochó -había estado bebiendo-
que la hubiese engañado. De todos modos, volvimos a encontrarnos en su habitación unas cuantas veces más, hasta que decidimos no volver a vernos. Eso fue
antes del Día de Acción de Gracias. Ya estábamos casi en Navidad y por eso su llamado («No me ha venido la regla») me había resultado tan inesperado.
La familia de Mona vivía en otro suburbio de Boston, después de un trayecto largo y pausado en autobús por calles cubiertas de hielo sucio y nieve con
una costra de hollín. En cuanto llegué, me dijo:
-No se lo he dicho a nadie. No puedo contárselo a mis padres: me matarían. Eres el único que lo sabe. Tienes que ayudarme.
Aquel discursito desesperado se convirtió en un estribillo desagradable. Cada vez que llamaba -eso ocurría casi todos los días («Es ella otra vez», repetía
mi madre)-, esperaba que me dijera: «¡Por fin!», pero nunca lo hizo. Sus cartas frecuentes («Otra para ti -decía mi madre-, ¿es de ella?») eran largas
y pesimistas, acusadoras y autolacerantes. «¿Cómo pude llegar a enredarme con un advenedizo como tú?» En teoría, yo seguía siendo un adolescente. Baudelaire
se burlaba de mí con su cinismo sofisticado. Yo quemaba las cartas de Mona.
Pasaron las semanas. Era enero y Mona ya llevaba dos meses de retraso. De todos modos, cada llamada telefónica o cada carta me hacía ilusionar y al instante
me desilusionaba. Había regresado a mi habitación en la residencia de estudiantes. Todas las mañanas me despertaba aturdido y a veces feliz, creyendo por
un breve momento que mi apuro no había sido más que una pesadilla; rezaba por recibir buenas noticias, pero nada cambió. Para Mona era peor, de lejos.
Yo era la única persona en la que confiaba, el único que podía compartir la carga de su desgracia.
Mi hermano Fred estudiaba Derecho en la ciudad de Nueva York. Nueva York era el ancho mundo, me dije; allí la gente tenía soluciones para los embarazos,
de modo que en febrero fui a verlo, me quedé en su piso y fui a las consultas de los médicos... simplemente pasaba por allí. «¿Tiene hora con el doctor?»
No tenía ni idea de cómo funcionaban esas cosas; sabía que el aborto era ilegal. Nunca vi a ningún médico, lo cual probablemente fue una suerte, porque,
¿cómo le habría hecho la pregunta crucial?
-¡Dios mío! -dijo Fred cuando finalmente se lo confesé-. ¡Por Dios! -Se agarró la cabeza. Su cabello ondulado y engominado parecía frivolo entre sus dedos
pálidos-. Tendrás que decírselo a papá y mamá.
-No -dije. El pánico jadeante de Fred me asustaba-. Ellos no podrán ayudarme y no sabrán qué hacer. Se volverán locos.
Ya podía oírlos. Conocía cada palabra acusadora que pronunciarían.
Inerte, escandalizado y sintiéndose cómplice por saberlo todo, Fred me exigió que me marchara de Nueva York. Aunque me dolió, no me sorprendí. El problema
era mío; además, resultaba doloroso estar en Nueva York, entre los ricos a los que envidiaba y despreciaba porque eran capaces de resolver problemas como
el mío en un abrir y cerrar de ojos y con un sobre lleno de dinero.
En el mes de marzo me trasladé a la habitación que tenía Mona fuera del campus. Entonces era más amable conmigo que antes. Me decía:
-Ahora te necesito. Ayúdame a superar esto y no volveré a pedirte nada nunca más. ¿Comprendes? No quiero casarme contigo. Sólo quiero tener al bebé.
-Y después, ¿qué?
-Lo daré -dijo, parpadeando para contener las lágrimas-. Lo entregaré en adopción. Hay agencias que se ocupan de eso.
No me impresionó. Era un acto sencillo y desesperado, como un delito. El problema principal era cómo librarse de él.
Mona se apretó los ojos con los nudillos.
-Si mí familia lo descubre, me mata.
Dejó de ir a clase y consiguió trabajo en un invernadero en el campo que quedaba detrás del campus, cultivando rosas; así se mantenía fuera de la vista.
Yo estudiaba, hacía mi trabajo, empecé a odiar a Baudelaire y estaba todo el día preocupado. Aunque seguía yendo a clase, hacía los trabajos y leía los
libros que había que leer, lo hacía con indiferencia, de forma casi incorpórea, como si fuera otra persona, más joven y mucho más simple que el tío que
despertaba consternado todos los días y tranquilizaba a Mona. Cuando escribía a casa, repitiendo tópicos relacionados con el clima y con mis estudios,
también era otra persona, cautelosa, aunque seguía siendo un miembro ferviente de la familia.
Con eso ya era tres personas, pero además, era otro hombre: el recolector de espárragos. Había conseguido trabajo en un equipo para cosechar espárragos.
Otro estudiante que andaba escaso de dinero me habló de aquella oportunidad y el granjero, que necesitaba hombres, me aceptó. La cosecha se había adelantado
y a mí me parecía extraña. Espárragos de veinte centímetros habían aparecido en grupos por todo el campo extenso y pelado: sin hojas ni follaje, meros
brotes finos y en punta. Me ponía en cuclillas junto con una docena de peones agrícolas, clavaba el cuchillo en la tierra y cortaba los espárragos unos
cuantos centímetros por debajo de la superficie. Todos los demás hombres eran hispanohablantes y la mayoría eran jóvenes. Mientras cortaban los espárragos,
farfullaban entre ellos y a veces reían cuando cargaban las cajas y las colocaban en la plataforma del remolque. No hablaban conmigo, salvo cuando estábamos
en la parte de
atrás del camión, yendo hacia otro campo.
Entonces me dijeron que eran puertorriqueños y que pasaban ocho meses al año como trabajadores itinerantes, trasladándose poco a poco hacia el norte, desde
Florida y Georgia, cosechando lo que estuviera a punto: naranjas, melocotones, arándanos, maíz, tomates... Fueron amables, incluso agradables conmigo cuando
averiguaron que hablaba un poco de castellano. La soleada Puerto Rico que evocaban parecía remota y exótica. Allí cortaban la caña y recolectaban piñas.
Echaban de menos a sus esposas y a sus novias, decían. En septiembre o en octubre regresarían con lo que hubieran ganado.
-Isla bonita -dije, en castellano.
-¡Isla barata! -respondió uno, también en castellano, y los demás intervinieron, dándome ejemplos de lo barato que era vivir en Puerto Rico.
Recogí espárragos todas las mañanas durante tres semanas, hasta que, a mediados de mayo, Mona, hinchada y con un embarazo evidente, dijo;
-Mis padres me preguntan cuándo voy a verlos. Podrían venir de visita. Tenemos que marcharnos de aquí.
Cogimos un autobús a Nueva York y desde allí llamé por teléfono a Fred. No me había atrevido a hacerlo antes, por temor a darle tiempo a pensar en una
excusa para rechazarnos. No teníamos ningún otro lugar adonde ir. En dos días nos dimos cuenta de que Fred no quería que estuviéramos allí. No quería saber
tanto. Volvía a estar inquieto y me preocupaba con su temor. Dijo:
-Vamos a ver, lo que necesitas es un plan.
Vi un cartel en un escaparate: «San Juan, 49 dólares». Parecía sencillo. Tenía el dinero. Recordé todo lo que me habían dicho de que la isla era «más barata»,
de modo que volamos a Puerto Rico y las primeras noches nos alojamos en un hotel económico; después alquilamos una habitación con balcón en una casa alta,
en la parte antigua de San Juan. Aunque precipitada, la decisión parecía factible. Nos sentíamos seguros en aquella isla, como si la hubiéramos soñado
nosotros mismos.
Fue la primera vez que sentí que un viaje te puede convertir en otra persona. Lejos de Fred y de nuestras familias, nos sentíamos mayores, independientes,
inadvertidos. Al marcharnos, nos habíamos sustraído de una deprimente realidad de intrusión en nuestro mundo. «Cuando las personas que conoces te hacen
preguntas que no puedes responder -pensé-, busca otras personas.» Eramos casi felices en aquel lugar remoto, rodeados de personas que parecían estar peor
que nosotros, en un lugar desordenado que encajaba con mi estado de ánimo. Teníamos dinero suficiente para vivir un mes; mientras tanto, yo buscaría trabajo.

«Estoy trabajando en un carguero -escribí a mi casa-. Acabamos de fondear en San Juan. Volveré en agosto o septiembre.»
Se sumaba una persona más: el marinero. Mi madre aceptó aquella mala explicación. Como no le pedía nada, estaba satisfecha, o puede que estuviera preocupada:
¡con tantos hijos! Yo no le inspiraba demasiada curiosidad. Es probable que hasta la tranquilizara saber que me las arreglaba solo.
En el Caribe Hilton de Puerta de Tierra buscaban personal. Me presenté para el puesto de socorrista, pero, cuando el empleado de personal me oyó hablar
en inglés, me sugirió que solicitara un puesto en el restaurante. La mayoría de los clientes eran turistas que hablaban inglés, de modo que me dieron el
trabajo.
Trabajaba desde las seis de la tarde hasta medianoche y después cogía el autobús para regresar a la parte antigua de San Juan. Ya tenía un sueldo. Mona
se apuntó a clases de castellano. Estaba demasiado gorda, tenía demasiado calor y se sentía demasiado incómoda como para hacer nada más.
Los puertorriqueños eran amables con nosotros. Tenían dos caras: la dócil, solemne y sumisa que mostraban a los gringos -«¡Como usted quiera, jefe!»-,
que yo ya conocía de las esparragueras, y la bulliciosa pícara y servicial que guardaban para relacionarse entre ellos. A Mona y a mí nos trataban como
si fuéramos de la familia. Estaban acostumbrados a los problemas y no pidieron explicaciones. Les estaba agradecido, aunque tardé un poco en entender que
la razón de su amabilidad era que veían a una joven pálida y embarazada y a un hombre más joven todavía (que probablemente no era su marido) viajando en
autobús, sentados en la plaza, entrando y saliendo de las escaleras de un edificio viejo, cerca de un restaurante caro, La Zaragozana, donde no comimos
nunca, y nos comprendían.
Mi familia creía que estaba trabajando en un barco. Mona le había dicho a la suya que estaba dando clases en una escuela de la ciudad de Nueva York. Nadie
sabría la verdad. Estábamos demasiado lejos. Las cartas para Mona llegaban a la dirección de Fred y él se las enviaba todas juntas, una vez por semana.
Así transcurrieron dos meses.
La novedad de San Juan me consolaba. Los puertorriqueños se fiaban de nosotros; nadie sabía quienes éramos. Me encantaba aquel anonimato, que era, al mismo
tiempo, como la inocencia. Allí no era más que un muchacho flacucho que vivía en una habitación de la calle San Fancisco con una joven embarazada y que
salía de la plaza todas las tardes a las cinco en el autobús que iba a Isla Verde y al Caribe Hilton. Comíamos sopa de lata en casi todas las comidas.
Por la noche, cuando apagábamos la luz, las cucarachas violáceas brillantes correteaban por el suelo. El aire estaba lleno de polvo y de ruido; la calle
parecía entrar por las ventanas altas de nuestra habitación; hasta el mar rebosaba frente a nuestras ventanas. Sin embargo, como nadie nos conocía, no
sentíamos vergüenza; tan sólo la lucha tediosa que compartíamos con todo el mundo.
De vez en cuando caía una lluvia intensa: chaparrones de verano. Yo llevaba paraguas y panamá, pero eran afectaciones; me estaba haciendo el cutre. Leía
a Graham Greene y a Lawrence Durrel. Aprendí suficiente castellano como para no tener que hablar inglés casi nunca. Practicaba el acento puertorriqueño
y me tragaba las eses: decía «miímo», en lugar de «mismo» e «io» en lugar de «yo». Me daba la impresión de que pasaba inadvertido hasta que llegaba al
restaurante y descubría que allí también era casi invisible: nada más que la chaqueta la camisa y la pajarita que constituían mi uniforme. Mi trabajo consistía
en tomar nota de las reservas que se hacían por teléfono, acompañar a los clientes a su mesa, repartirles la carta y desearles una velada agradable. Por
hacer eso me pagaban lo suficiente como para pagar el alquiler y la comida para Mona y para mí y guardar un poquito para cuando volviéramos. Comprendí
entonces que una
decisión precipitada puede llegar a convertirse en toda una vida irreversible.
Mona se debilitaba, como si su embarazo fuera una enfermedad, y observaba nuestra pequeña habitación con ojos nostálgicos. Se despertaba en mitad de la
noche, sollozando. Se le hinchaban los tobillos. Le salió un sarpullido. De vez en cuando, se enfurecía conmigo. «¿Cómo se me pudo ocurrir meterme contigo?»
Otras veces decía: «Eres todo lo que tengo. Por favor, no me dejes. Acompáñame hasta el final.»
Parecían los diálogos de una obra de teatro en la que me hubiese metido por casualidad, uno de esos sueños angustiosos desde lo más hondo, y, como en uno
de aquellos sueños en los que todo lo que ocurre es inesperado y, sin embargo, de una lógica absurda, yo parecía vivir la vida de otro.
Un día llegué tarde al trabajo y le dije al gerente del restaurante:
-Perdón por llegar tarde. Mi mujer se siente mal... Está embarazada.
Era peruano y la nariz picuda, la mandíbula firme y los párpados caídos le daban el aspecto de un jefe inca. Me miró fijamente con una seriedad que me
hizo sentir incómodo; después me dio un golpecito en el hombro,
-No pida perdón. Nunca hay que pedir perdón -dijo, meneando el dedo-. Un hombre nunca pide perdón. -Unos días después preguntó-: ¿Qué tal su mujer? Espero
que esté mejor.
Le respondí, pero sin saber lo que decía ni quién hablaba. Pensé: «Soy lo que a usted le parezca que soy. Estoy viviendo cinco vidas al mismo tiempo y
en una de ellas, desde luego, también trabajo en un carguero.» Ninguna de aquellas vidas representaba a la persona que yo sabía que era.
Mona y yo ahorrábamos todo lo que podíamos, de modo que no nos sobraba nada. Eramos como todas las demás personas que veíamos en San Juan: íbamos a pie
o en autobús, comíamos los pasteles de carne fritos que ellos llamaban «pastelillos», nos dábamos el gusto de tomar helados y nos íbamos temprano a la
cama. No teníamos teléfono ni radio. La televisión del bar de la esquina pasaba los partidos de fútbol y los combates de boxeo. No leíamos nunca el periódico,
aunque de vez en cuando yo echaba un vistazo a los titulares del diario El Imparcial. No teníamos la menor idea de lo que ocurría en el mundo, fuera de
Puerto Rico. Un día la casera nos dijo que en Santo Domingo habían asesinado al dictador Trujillo y el dramatismo de aquella noticia alegró la plaza cercana
con la risa de los hombres que charlaban.
Me aficioné al desorden que nos escondía, a las multitudes amistosas, a las aceras estrechas, hasta al calor y al sol que parecían aplacar a las personas
y suavizar su carácter. Me sentía cómodo en medio del estuco amarillo agrietado, con las paredes garabateadas, en el barrio pobre que había al otro lado
de las almenas de la ciudad y que se llamaba La Perla, donde la gente era mucho más pobre que nosotros: niños descalzos, mujeres harapientas, borrachos.

Un día vi a un hombre al que reconocí de una conferencia política provocadora que había dado en Amherst en la época en que Mona y yo vivíamos juntos allí.
Era William Sloane Coffin, un radical muy conocido, que iba con dos hombres más. Pasaron a nuestro lado, abriéndose paso a empujones y conversando, y entraron
en La Zaragozana; como aquél era un restaurante que no podíamos pagar, dejé de considerarlo un radical. Era un hombre privilegiado del otro mundo.
Escribí unos cuantos partes más a mi casa, diciéndoles que el carguero estaba en puerto. Me novelaba a mí mismo como marino, con todos los detalles que
me llegaban de segunda mano de mis lecturas de Kerouac. Mona escribía a menudo a su familia y enviaba las cartas a Fred, que les ponía el sello y las echaba
al correo.
Todas las mañanas me despertaba de un sueño profundo, con el rostro cubierto por una película de calor húmedo, y recordaba que estaba viviendo con Mona,
que estaba embarazada, en una habitación en el San Juan antiguo y que tenía que entrar a trabajar en el Hilton a las cinco y media y me quedaba como atontado,
pensando. Aguanta, quédate tranquilo, los días pasan y nadie sabe nada. Dentro de Mona había un bebé; dentro de mí, la oscuridad y en mi alma, un peso
desconsolado. Mis pensamientos eran para Mona y para mí, pero lo que me afligía era que mi familia no fuera a descubrir aquel asunto infame y vergonzoso.

Mona estaba obsesionada por la misma necesidad de ocultar. Aquella necesidad nos volvía más silenciosos, más amables el uno con el otro, como un par de
delincuentes que se mueven con sigilo, manteniendo baja la cabeza para no ser detectados, fugitivos de la justicia. Nunca dejamos de vernos a nosotros
mismos como furtivos y, aunque hablábamos del embarazo, rara vez mencionábamos al bebé, salvo como un problema que estábamos tratando de resolver.
Un día de agosto, Mona recibió una carta de una agencia de Boston que tenía un nombre lamentable: El Hogar para Pequeños Trotamundos. Decía que la aceptaban,
que la atenderían durante el parto y que después se harían cargo del niño. Había familias que esperaban con ilusión un niño así. «Le aseguramos que encontraremos
un hogar lleno de cariño para su hijo.» La carta la hizo llorar, pero reconoció que era lo que quería: un alivio.
Aquella noche se despertó sollozando, porque acababa de darse cuenta de que, puesto que los dos llevábamos gafas, el niño sería corto de vista. Pensar
en aquel niño miope moviéndose a tientas en un mundo de extraños le resultaba insoportable.
Compramos los billetes para Boston. Le dije al gerente peruano que me marchaba.
-Justo ahora que me estaba acostumbrando a usted -dijo.
-Perdón -le dije, en broma.
Pocos días antes de que nos marcháramos de San Juan, la casera nos entregó una carta con un sello de Estados Unidos y la dirección de la calle San Francisco,
en lugar de las cartas que Fred nos reenviaba. Era de la madre de Mona. «Estamos al corriente de todo», comenzaba. El padre de Mona había ido a Nueva York,
al piso de Fred, y había preguntado por su hija. Fred se lo había contado todo y le había dado nuestra dirección. «Papá está en pie de guerra -escribía
la madre de Mona-, lo mismo que la familia de Jay. Tuve con ellos una larga conversación.»
Los días que siguieron estuvimos tensos. En cierto modo, esperábamos que el padre de Mona se arrojara sobre nosotros, aunque, evidentemente, estábamos
demasiado lejos. Ir a San Juan había sido un salto al vacío, pero nos había salvado. No vino nadie. Partimos hacia Boston una noche calurosa. Habíamos
llevado a La Perla todas nuestras pertenencias (ollas, toallas, sábanas) y se las dimos a una mujer agradecida.
Mona iba sentada incómoda en el avión, con sus ocho meses de embarazo. Llegamos a Boston al amanecer, desayunamos en una cafetería de la calle Boylston
y después paseamos por el parque. Me había acostumbrado a andar con mucha lentitud con Mona a mi lado. Mona dijo que tenía náuseas. Se sentó en un banco
y vomitó sobre la hierba. La sostuve mientras se limpiaba la boca en mi hombro. Se apoyó con fuerza en mí, confiada y resignada. Parecíamos amantes en
aquella mañana calurosa de agosto. A las nueve salimos a la calle e hicimos señas a un taxi.
-No me acompañes -dijo ella.
Se estaba apiadando de mí. Subió y pidió al taxista que la llevara al Hogar para Pequeños Trotamundos. «En la calle Alegría», añadió. Los nombres se me
clavaron en el corazón.
Llamé a mi casa desde una cabina de Sullivan Square, cogí el autobús a Elm Street y subí la larga colina hasta mi casa, mareado por el calor y por la noche
sin dormir en el avión. De todas mis otras vidas, estaba regresando a la que aborrecía y lo que estaba a punto de llegar me producía pavor.
Con los pies pesados, subí rascando los escalones de madera hasta la galería, anunciando mi presencia en los tablones. La puerta estaba abierta. Nadie
salió a recibirme. La puerta mosquitera se cerró de golpe gracias al resorte, que golpeó el marco. Los escalones de madera, la galería de madera y la puerta
de madera se me presentaban como el portal astillado del día del Juicio Final.
-Estoy aquí -gritó mi madre desde la cocina.
Estaba sentada gravemente, con los brazos apoyados en la mesa de la cocina. Floyd estaba en una silla junto a la pared del fondo, tratando de no sonreír,
aunque no podía evitarlo y lo hacía de una forma espantosa, medio regodeándose, medio de lástima. Después salió de la cocina sigilosamente, diciendo con
la mirada: «La que te espera».
El rostro de mi madre parecía el de un halcón, con la nariz fruncida y los labios apretados.
-¡Bueno! -parecía mirarme fijamente para hacerme apartar la mirada y finalmente dijo, con un alarido de sarcasmo triunfal-. Espero que estés orgulloso
de ti mismo.
Bajé la cabeza, mientras ella me reprendía.
-Y mírate la chaqueta -frunció el ceño al verme el hombro manchado de vómito.
Los días y las semanas siguientes fueron más fáciles, porque Mona y yo habíamos conseguido ocultar los últimos engaños de nuestro delito. Nosotros mismos
lo concebíamos así: era mucho peor que un error. Yo era el único que sabía dónde se encontraba y la iba a ver a escondidas. Ella estaba impaciente; me
tomaba de la mano y me decía:
-Me parece que no falta mucho.
La familia que iba a adoptar al niño la llevó al hospital para el parto. Fue un varón. La fui a ver y lo tuve en brazos: era un niño de rostro enrojecido
y satisfecho. La segunda vez que fui al hospital, Mona me dijo:
-Las otras madres se quedaron riendo cuando te fuiste. Decían: «¿Cuántos años tiene? ¡Si no es más que un crío!»
Vi al bebé una sola vez y no volví a ver a Mona hasta después de que saliera del hospital. Era fines de septiembre y habíamos regresado a Amherst; volvíamos
a ser estudiantes, pero estábamos cambiados, cargados con la triste historia de un niño perdido que no podíamos contarle a nadie. Me sentía triste, pero
aliviado; Mona sólo estaba triste. Algunas noches me rogaba que fuera a su habitación, simplemente para abrazarla mientras sollozaba. Nos acostábamos vestidos
en su cama estrecha.
Cumplí los veinte. Mona se graduó pronto, en enero, y se marchó a dar clase. Me escribió unas cuantas veces, hasta que dejó de hacerlo.
Intuí que jamás volvería a sentirme tan desesperado, tan despreciado, tan débil y tan culpable como aquel año y así fue. Aquella experiencia no me fortaleció,
pero me proporcionó un recuerdo vivido de la impotencia que me acompañó toda la vida, un punto de referencia para cualquier otra dificultad que tuve que
enfrentar. A veces, cuando me encontraba frente a un dilema, sonreía. Si alguien me decía: «No te va a gustar lo que te voy a decir», recordando aquel
año, sabía que podría soportarlo.
En cuanto al niño, dondequiera que estuviese, estaría en mejor posición económica. De vez en cuando soñaba que me había encontrado, que me había acorralado
y me gritaba por lo que había hecho por el destino que le había asignado.
A veces alguien te habla de alguna enfermedad que padeció en la infancia, durante la cual leyó mucho o aprendió un idioma, o de alguna habilidad que adquirió
después de un accidente terrible. A mí me pasaba lo mismo. Yo había aprendido a ingeniármelas para vivir: a sobrevivir, a confiar en mis instintos, a ser
reservado. Sabía que mi vida estaba en otra parte. No me había equivocado al sospechar, mucho antes de la primera llamada de Mona, que no podía confiar
en mi familia, que lo que ellos supieran de mí lo utilizarían en mi contra, para debilitarme.
Después nunca le conté los detalles a nadie. No podía soportarlo. «El peor año de mi vida», solía quejarme, pero, a medida que pasaba el tiempo, me fui
dando cuenta de que, a pesar de tantos esfuerzos había sido un año maravilloso. Toda aquella historia (el comienzo el medio y el final) ya había sido vivida
antes por otras personas, pero yo había tenido que pasar por ella para comprenderla, para saber que la agonía puede ser un analgésico, que el recuerdo
del dolor puede ser, por sí mismo, un calmante. Gracias a aquel año, el resto de mi vida fue más fácil.