Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Cuento quiromántico.

Ciro Alegría.
Cuento quiromántico.
 
Yo me dejaba ir a la deriva. (Paréntesis para los sabios: que haya luz artificial o natural no hace al caso. ¿Os habéis sobresaltado como cuando, mientras
dormís plácidamente, el vecino del piso de arriba deja caer violentamente los zapatos? En realidad, no se trata sino de eso: de un molesto ruido de zapatos).
Entonces quedamos en que me dejaba ir… Mis pensamientos habían soltado las amarras. Estaba en uno de esos momentos en que es inútil tomar rumbo porque
perderlo a los pocos minutos es cosa cierta. No he de explicarles por qué llegué a tal situación. Una situación así suele presentarse a raíz de grandes
catástrofes o solamente porque olvidamos la tarea de oficiar de punteros de reloj en la hora justa —¡hay tantas horas!— o cosas así…
Bueno; si se inquietan ustedes por mi falta de precisión, les diré: Yo estaba tratando de matar el tiempo —de esta paradoja dicharachera se venga el muy
taimado ya sabemos cómo— en un acuario de peces de colores. Habíamos planeado con Lucy ir a un dancing, pero ella no acudió a la esquina de la cita. ¡Esa
Lucy! Siempre con sus senos parleros contando las «mil y una noches». Y en la espera fui como una barcaza que roe sus amarras y al fin se deja ir.
La ciudad me hacía el efecto de haberse despoblado. Los transeúntes con quienes tropezaba me parecían seres caídos de otro planeta. Bien. Ir por una ciudad
sin rumbo cierto y llegar a sitios propicios, al cariz novelesco, es cosa que sucede, si no en la vida, por lo menos en las historias a las que se juzga
dignas de contar. Me duelen los oídos de tener que incidir en un lugar común, pero he de hacerlo. Ya se verá.
Llegué precisamente a un suburbio destartalado en el cual el ritmo de avance parecía haberse detenido hacía muchos años. Todo estaba a medio hacer o semi
destruido. No sé qué es peor. Las casas se caían a pedazos o eran solamente meras intenciones de tales, en forma de paredes inconclusas. Largas distancias
de paredones agrietados las separaban y las callejas oscilaban entre la recta y la curva con una vacilación ebria. Otra cosa que merece apuntarse es que
las paredes no tenían una neta voluntad vertical y es de imaginarse el disgusto del sol al fallarle su plomada de las doce del día.
¿Decía? Sí: entré a un pequeño bar y tomé asiento ante una mesa que estaba, como todas, lustrosa de mugre y tenía una apariencia neurótica. Frente a mí,
un hombre bebía cerveza. El bar estaba atendido por una mujer semi destruida, lo que no me llamó la atención, pues tendría más de cincuenta años. No había
más gente allí hasta que entró un niño. Estaba a medio hacer pero, como es natural, el hecho se explica. Salió advirtiéndomelo con sus ojos juguetones.
Cuando he aquí que, al voltear, me encuentro con que el hombre aquel sí se encontraba raramente a medio hacer. Tendría unos sesenta años. Es casi inimaginable
que un hombre a tal edad se encuentre a medio hacer, pero era evidentemente así. Por la indumentaria no podía colegirse nada, puesto que no vestía en forma
especial. Acaso por un pasador, formado de un cordel pequeño rematado en botones que le ajustaba, pasando bajo la corbata, las puntas del cuello, podía
deducirse que se había estacionado en alguna esquina vital.
Pero sucede que el hombre me pregunta mi nombre y mi profesión y mi salud y, como yo le contesto, se decide a entablar charla. Se echa a hablar seguidamente
sobre el estado del tiempo. Hasta aquí no hay nada extraño, pues toda la gente, en situaciones símiles, hace exactamente lo mismo. No son las palabras.
Sus manos semejan garfios que buscan en el aire algo de qué apropiarse. Quizá está tratando, subconscientemente, de completarse y la intención se le resuelve
en un gesto baldío de mano. El hombre coge su vaso, con la mano en prestancia de zarpa, y bebe como si el líquido tuviera suma importancia para su factura
personal y atravesara, al mismo tiempo, inminente riesgo de perderse. Le invito un sándwich y tengo la impresión de que no piensa estar ingiriendo carne
y pan. No sé cómo palpar sus aristas romas e inacabadas y llegar a su íntima palpitación inquieta.
—¿Tiene usted hambre? —le pregunto al fin.
—No, en lo absoluto, he estado un poco resfriado.
—¿Pero así es usted siempre?
—¿Así qué?
—Nada, una manera de ver.
—¡Ah!
Y el hombre se mueve, azorado en su silla. Busca en mí algo. Quiere penetrarme por los ojos y llevarse de mí lo que le falta para ser sin angustia. Evidentemente
no encuentra qué llevarse y se pone a escudriñar la pared en el lugar en que hay un anuncio de football. Luego se vuelve a mí y me dice, al mismo tiempo
que pide más cerveza:
—Es usted un hombre completo.
Pienso que tiene razón y siento, cada vez más, su angustia de incompleto. Ahora pasan los minutos en silencio. Bebemos más cerveza, pero de ninguna manera
estamos ebrios.
—¿Usted es de aquí? —me pregunta.
—No. Ya le dije que soy de otra parte.
—¡Ah, yo también quisiera ser de otra parte!
Y luego mueve los pies, taconea, se agita todo él sobre un camino que no existe. Yo estoy queriendo marcharme, pero el hombre me detiene con una imploración
de oídos atentos. Posiblemente está queriendo oír mis voces silenciosas. Lo que le digo a mi corazón, que se ha empeñado en afirmar tonterías sobre ese
hombre y hasta se encuentra en trance de llorar.
—Charlemos de algo…
¡Ah, ahora quiere francamente que yo le diga algo redondo y concluido y yo no encuentro cómo hacerlo! ¿Qué le faltará a este hombre torturado? Termino:
—No sé conversar y creo que ya hemos dicho mucho.
—Es evidente: ya hemos dicho mucho.
Y vuelve a poner frente a mí —lo hizo ya antes— su lívida oreja izquierda surcada de venillas rojas en tanto que con su zarpa se oprime el cuello, allí
donde la nuez se revuelve como una rana presa. Pero al fin termina por levantarse y marcharse en busca de no sabría decir qué. No ha de encontrarlo jamás.
Ese hombre se quedará a medio hacer y cuando lo entierren, enterrarán a medio hombre.
Yo también me marcho. Y llego al azar a un dancing y encuentro que le falta una puerta más amplia. No me sorprende que Lucy está allí. Viene a hablarme,
pero ya no me interesa. Mis pupilas se han aguzado. Me doy cuenta de que le faltan senos y de que, en cambio, le sobra la nariz.
Tal mi aventura. ¿Estuve loco? Yo siempre he sido un hombre cuerdo. Además, mi última percepción me califica como hombre que estaba en sus cabales. Y lo
sigo estando porque a Lucy siempre la veo así. Sólo que desde ese día me he aplicado más ahincadamente a esta malhadada ocupación de escribir. Ahora pienso
que el mundo está al revés. Si hay Dios, él sabrá.
 
 
Cuento quiromántico.
Ciro Alegría.