Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El robot que quería saber.

Harry Harrison. 
El robot que quería saber.
 
Como los esclavos, o siervos, humanos, los robots no necesitarán, desde el punto de vista de sus amos, de ninguna educación innecesaria. Un siervo tan
solo «necesita» conocer la información relativa al trabajo en el campo, y a como cumplir lo que se le ordene… con premura. Cualquier otra cosa es innecesaria,
y potencialmente peligrosa, ya que tiende a plantear preguntas tales como ¿es así cómo tienen que ser las cosas? Y, de pronto, uno se encuentra con que
el fiel Bongo está estudiando formas en que quemar la granja, y afilando su machete con aviesas intenciones… Es aún demasiado pronto para saber si los
robots reaccionarán de la misma manera, pero también a ellos se les «informará» únicamente de lo que les sea absolutamente necesario, aunque solo sea por
economía.
Y, no obstante, algunos robots tendrán acceso a ciertas informaciones para las que no tendrán un uso inmediato. Por ejemplo, un bibliotecario robot necesitaría
de una memoria bien repleta antes de poder responder a una simple pregunta…
 
 
Este era el problema que había con Archivador 138-445-K; que deseaba saber cosas que no tenía por qué saber. Cosas en las que ningún robot debería estar
interesado, y mucho menos investigar. Pero Archivador era un robot muy especial.
El problema que tuvo con la rubia de la estantería 22 debería haberle servido de aviso. Había salido zumbando de la sala de almacenamiento con una carga
de libros, y estaba pasando junto a la estantería 22, cuando la vio inclinada, buscando un libro en el estante inferior.
Cuando pasó junto a ella disminuyó la marcha, y luego se detuvo algunos metros más allá. La contempló fijamente, con un extraño brillo en sus ojos metálicos.
Mientras la chica se inclinaba hacia adelante, su minifalda se alzaba, dejando ver una asombrosa longitud de pierna enfundada en nylon. El que fuera una
pierna especialmente atractiva no debería haberle interesado al robot, y sin embargo lo hacía. Se quedó allí, mirando, hasta que la rubia se giró repentinamente
y se dio cuenta de su atenta contemplación.
—Si fueras humano, chico —dijo—, te daría un bofetón. Pero, como eres un robot, me gustaría saber que es lo que encuentran tan interesante tus ojillos
repletos de fotones.
Sin dudar ni un microsegundo, Archivador respondió:
—Lleva las medias torcidas —luego se dio la vuelta y zumbó hacia otra parte.
La rubia agitó asombrada la cabeza, arregló la media en cuestión, y alzó en un punto su estima por la electrónica.
Se habría sentido muy sorprendida de saber lo que había estado contemplando Archivador. Había estado mirando a su pierna. Naturalmente, no había mentido
al responder, puesto que era incapaz de mentir, pero había estado mirando a mucho más que a una media torcida. Archivador se estaba enfrentando con un
problema con el que ningún otro robot se había encontrado antes.
El amor, el afecto y el sexo se estaban convirtiendo en algo de un interés apasionante para él.
El que este interés fuera puramente académico, es algo que casi no debe ser mencionado, pero seguía siendo un interés. Lo que había originado en principio
su curiosidad por el reino de Venus era la naturaleza de su trabajo.
Un archivador es un robot maravillosamente inteligente, que no se fabrica en grandes series. Tan solo se encuentra en las bibliotecas más importantes,
ocupándose únicamente de las colecciones más complejas y amplias. El llamarles simplemente bibliotecarios es rebajar a los bibliotecarios y decir que su
trabajo es simple. Naturalmente, se necesita muy poca inteligencia para archivar libros o sellar tarjetas, pero este tipo de trabajo se realiza ya desde
hace tiempo por robots que son poco más que máquinas IBM con ruedas. El catalogar la información humana ha sido siempre una tarea increíblemente compleja.
Los robots archivadores fueron los que finalmente heredaron este trabajo. Descansaba más confortablemente sobre sus hombros metálicos de lo que nunca lo
había hecho sobre los de los bibliotecarios humanos.
Además de una memoria completa, Archivador tenía otros atributos que usualmente están asociados con el cerebro humano. Por una parte, la capacidad de relacionar
a nivel abstracto. Si le pedían libros sobre un tema, podía pensar en libros de otros temas relacionados a los que referirse. Podía partir de una sugerencia,
convertirla en categoría, y luego transformarla en resultado tangible en forma de una montaña de libros.
Esas características están restringidas habitualmente al homo sapiens. Son las cosas que le hicieron dar el último y más largo paso que lo alejaba de sus
parientes animales. Si Archivador era más humano que los otros robots, tan solo era por culpa de sus constructores.
Pero él no le echaba la culpa a nadie… tan solo estaba interesado. Todos los Archivadores están interesados en algo, así es como se les diseñó. Otro Archivador,
9B-367-0, bibliotecario en la Universidad de Taschkient, se había interesado por los idiomas debido a la inmensa cantidad de material a su disposición.
Hablaba millares de idiomas y dialectos, todos aquellos sobre los que podía encontrar textos, y gozaba de una excelente reputación en los círculos lingüísticos.
Esto era a causa de su biblioteca. Archivador 13B, el que se interesaba por las piernas de las chicas, trabajaba en los corredores, repletos de polvo,
de Nuevo Washington. Además de las actuales micropublicaciones, tenía acceso a toneladas de antiguos libros, impresos en papel, que databan de varios siglos
anteriores.
Archivador se había interesado por las novelas de aquel tiempo pasado.
Al principio se había sentido confuso ante las referencias al amor y al idilio, así como a los sufrimientos mentales y físicos que parecían acompañarles.
No podía hallar una definición completa o satisfactoria de esos términos, y se sentía intrigado. La intriga le llevaba al interés y finalmente a la absorción.
Completamente desconocido por todos, se convirtió en una autoridad en el Amor.
Muy al principio de su interés por el tema. Archivador se dio cuenta de que era la más delicada de las actividades humanas. Por consiguiente, mantuvo en
secreto sus investigaciones, y las únicas notas que tomó fueron en los circuitos, de gran capacidad, de su cerebro. Casi al mismo tiempo, descubrió que
podía efectuar investigaciones in vivo para complementar los hechos de los libros. Esto sucedió cuando halló a una pareja abrazándose en la sección de
zoología.
Retirándose rápidamente a las sombras, Archivador había aumentado la receptividad de sus audífonos. El diálogo que oyó fue, por decirlo en forma suave,
aburrido. Apenas si una sombra desdibujada de la lírica amatoria que conocía por sus libros. Esta comparación fue interesante e instructiva.
Después de esto, escuchó las conversaciones entre hombres y mujeres cada vez que tuvo oportunidad. También trató de mirar a las mujeres desde el punto
de vista de los hombres y viceversa. Esto es lo que le llevó a la observación de las extremidades inferiores en la estantería 22.
Y también le llevó a la estupidez definitiva.
Unas semanas más tarde, un investigador solicitó su ayuda mientras trabajaba con un grueso montón de notas de referencia. Una tarjeta cayó, de entre las
notas, al suelo sin que se diera cuenta. Archivador la cogió y se la entregó al hombre, que la guardó con unas palabras de agradecimiento. Después de suministrarle
los libros que necesitaba, se marchó, y Archivador volvió a leer la tarjeta. Tan solo la había visto unas décimas de segundo, y al revés, pero era todo
lo que necesitaba. La imagen de la tarjeta estaba grabada indeleblemente en su cerebro. Archivador pensó en la tarjeta y se le empezó a ocurrir una idea.
La tarjeta era una invitación para un baile de máscaras. Conocía perfectamente el mecanismo de este tipo de diversión: era algo muy habitual en sus polvorientas
novelas. La gente iba a ellos disfrazada de figuras románticas.
¿Por qué no podía ir un robot, disfrazado como si fuera una persona?
Una vez se concretó la idea en su cerebro, no hubo ya forma de desecharla. Era un pensamiento completamente arrobótico, y una acción absolutamente arrobótica.
Por primera vez, Archivador tuvo la sensación de que estaba derribando las barreras que lo separaban de los misterios del idilio. Esto tan solo le hizo
desear con más fuerzas el ir. Y, naturalmente, fue.
Claro está que no se atrevió a procurarse un disfraz, pero no había problema alguno en obtener unas cortinas viejas de uno de los almacenes. Un libro de
costura le enseñó las técnicas, y la ilustración de un libro le facilitó el diseño para su disfraz. Estaba predestinado que iría de caballero antiguo.
Con una pluma de punta fina hizo un duplicado exacto de la invitación sobre cartulina gruesa. Su máscara era parte rostro y parte máscara, y no ofrecía
dificultades para su talento y técnica. Mucho antes de la fecha señalada estuvo dispuesto. Los últimos días los pasó hojeando historias sobre bailes de
máscaras y aprendiendo los últimos pasos de baile.
Estaba tan entusiasmado con la idea, que ni por un momento se entretuvo en considerar lo extraño que era lo que estaba haciendo. Era tan solo un científico
estudiando una especie animal: el hombre. O mejor dicho, la mujer.
Finalmente llegó la noche, y abandonó la biblioteca a última hora con lo que parecía ser un paquete de libros pero que, naturalmente, no lo era. Nadie
se fijó en como entraba en el bosquecillo situado frente a la biblioteca. Si alguien lo hubiera hecho, nunca lo hubiera relacionado con el elegante caballero
que salió por el otro extremo algunos momentos más tarde. Tan solo el vacío embalaje era testigo de su transformación.
La actuación de Archivador en su nueva personalidad era la que podía ser esperada de un robot superior que hubiera estudiado un papel hasta la perfección.
Subió las escalinatas que lo llevaban al salón de tres en tres, y entregó su invitación con un floreo. Una vez en el interior, se dirigió directamente
al bar y tragó tres copas de champán, por el tubo de plástico que llevaba a un depósito en su tórax. Tan solo entonces dejó que su mirada revolotease sobre
las bellezas reunidas. Era una noche destinada al amor.
De todas las mujeres del salón, tan solo se fijó en una. Archivador pudo ver al momento que era la más hermosa del baile, y la única a la que debía aproximarse.
¿Acaso podía hacer otra cosa por la memoria de los cincuenta mil héroes de aquellos libros olvidados?
Carol Ann van Damm estaba aburrida, como de costumbre. Su rostro estaba cubierto, pero ninguna máscara podía ocultar los generosos contornos de sus senos
y caderas. A su alrededor estaban sus acostumbrados pretendientes, ocultos por sus disfraces, anhelando su lozanía y el dinero de su padre. Era todo tan
familiar, que tenía dificultad en poder contener los bostezos.
Hasta que la manada fue apartada cortés pero irrevocablemente por los amplios hombros de un extraño. Era un león entre lobos cuando los hizo a un lado
y se presentó a ella.
—Este es nuestro baile —le dijo con una voz profunda, rica en significado. Casi automáticamente ella tomó la mano ofrecida, incapaz de resistir al hombre
con el extraño brillo en los ojos. Al momento estaban bailando un vals, y se sintió en el cielo. Los músculos de su acompañante eran como de acero, pero
sin embargo era ágil y elegante como un dios.
—¿Quién es usted? —susurró ella.
—Vuestro príncipe, que ha venido a llevaros lejos de todo esto —le murmuró al oído.
—Habla como en un cuento de hadas —rió ella.
—Este es un cuento de hadas y vos sois la heroína.
Las palabras inflamaron el corazón de ella, y notó como si una corriente eléctrica la atravesase. Tuvo como un momentáneo cortocircuito. Mientras sus labios
murmuraban las palabras que ella había estado deseando oír toda su vida, sus mágicos pies los llevaban a través de las grandes puertas hasta la terraza.
Una vez allí, la acción se unió a las palabras, y unos ardientes labios quemaron los de ella. Para ser exactos, lo hicieron a 38,8° C, temperatura a la
que había dispuesto el termostato.
—Por favor —susurró ella, debilitada por la nueva pasión—. Tengo que sentarme.
Él se sentó junto a ella, manteniendo sus manos en una suave pero inamovible presa. Pronunciaron las palabras que solo saben decir los enamorados, hasta
que una nota musical llamó su atención.
—Medianoche —suspiró ella—. Es la hora de quitarse las máscaras, amor mío. —La máscara de ella cayó, pero naturalmente él no hizo nada—. Vamos, vamos también
debes quitarte la tuya.
Era una orden y, naturalmente, como robot debía obedecerla. Con un floreo, se arrancó la cara.
Carol Ann primero gritó, luego hirvió de ira.
—¿Qué clase de broma es esta, lata animada? Responde.
—Fue el amor, dulzura. El amor que me trajo aquí esta noche y me llevó a tus brazos —la respuesta era bastante cierta, aunque Archivador la arropase con
el vocabulario de su disfraz.
Cuando las suaves palabras de su enamorado surgieron de la desnuda rejilla del altavoz, Carol Ann chilló de nuevo. Sabía que se habían burlado de ella.
—¿Quién te envió así? Responde. ¿Cuál es el significado de este disfraz? Responde. ¡Responde! ¡Responde! ¡Contéstame, montón de tuercas y bielas!
Archivador trató de ordenar las preguntas y contestarlas una por una, pero ella no le dio oportunidad de hablar.
—Es el truco más sucio de todos los tiempos, el enviarte aquí disfrazado de hombre. A ti, un robot. Un don nadie. Una máquina IBM sobre patas a la que
va unida una gramola. El hacerme creer que eras un hombre cuando no eres mas que un robot.
Repentinamente, Archivador se puso en pie, con las palabras surgiendo mecánicamente de su altavoz.
—Soy un robot.
La suave voz del amor había desaparecido, siendo reemplazada por otra de mecánica desesperación. Los pensamientos se perseguían unos a otros por los arremolinados
circuitos electrónicos de su cerebro, y todos eran el mismo pensamiento:
Soy un robot… un robot… debo de haber olvidado que soy un robot… ¿qué puede hacer un robot con una mujer?… un robot no puede besar a una mujer… una mujer
no puede amar a un robot… y sin embargo ella me dijo que me amaba… y no obstante soy un robot… un robot…
Con un estremecimiento mecánico, dio la espalda a la muchacha y se alejó, rechinando metálicamente. A cada paso sus dedos de acero tiraban de sus ropas
y piel de plástico, hasta que se las arrancó a tiras y pedazos. Jirones de ropa marcaban el camino seguido al alejarse de la mujer, y a un centenar de
pasos estaba tan aceradamente desnudo como el día en que fue construido. Siguió a través del jardín y bajó a la calle, mientras los pensamientos giraban
en círculos cada vez más apretados.
Era una reacción incontrolada, y pronto su cuerpo siguió a su cerebro. Sus piernas apresuraron el paso, sus motores giraron más rápidamente, y la bomba
central de lubricación, situada en su tórax, pistoneó alocada.
Entonces, con un gemido metálico, alzó ambos brazos y se abalanzó hacia adelante. Su cabeza golpeó la esquina de una escalinata, y el ángulo de granito
abolló la plancha de la carcasa. El metal hundido conectó con el del cerebro, e inmediatamente quedaron descargados los complejos circuitos que formaban
su mente.
El robot Archivador 13B-445-K estaba muerto.
Esto era lo que decía el informe del mecánico, al día siguiente. No decía muerto, pero sí irreparablemente averiado, destinado a la chatarra. Y, no obstante,
no fue esto lo que aquel hombre dijo cuando examinó el cadáver metálico.
Un segundo mecánico le había ayudado en el examen. Era este el que había soltado los tornillos y sacado la bomba de lubricación averiada.
—Aquí está el fallo —anunció—. Mal funcionamiento de la bomba. El pistón se rompió, atascó la bomba, las rodillas quedaron rígidas por falta de aceite,
y el robot se derrumbó y cortocircuitó el cerebro.
El primer mecánico se limpió la grasa de sus manos y examinó la bomba defectuosa. Luego contempló el abierto hueco en el pecho del robot.
—Uno podría decir que se le partió el corazón —murmuró.
Los dos se rieron, y echaron la bomba a un rincón en el que se amontonaba toda la otra maquinaria rota, sucia, agrietada y descartada.
 
 
El robot que quería saber.
Harry Harrison.