Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera
El señor Chao no acierta a comprender.
Mao Tun.
El señor Chao no acierta a comprender.
¿Podría decirse del señor Chao que no es un corredor de bolsa experto y perspicaz? Es difícil. En la Bolsa es considerado como un hombre muy fuerte.
Sus ojos son tan penetrantes como los del gavilán. ¡Qué le importa a él que muchas manos se agiten aquí y allá, o que cada una de ellas estire tres o cuatro
dedos! De una sola mirada las cuenta y establece una lista imaginaria: cuántas manos muestran la palma y cuántas el dorso. Nueve veces de cada diez, sabe
reconocer mirando la mano quién es el "amo entre bastidores". Esta representa al número 4, mientras la de más allá representa al número 36.
Su oído es igualmente de una fineza de primer orden y en medio de la tempestad de voces que gritan las cifras es capaz de percibir el menor murmullo. Si
por ejemplo una voz balbucea: Tres yinyuanes treinta... "¡Caramba, una nueva tajada!", se dice.
Para equilibrar todas esas cualidades, tiene un grave defecto: su continua tendencia a prever la baja; en él, eso es una característica innata. Son muchas
las gentes que prevén la baja en determinadas circunstancias; pero siempre lo hacen cuando tienen buenas razones o buenos datos. Para el señor Chao prever
la baja es casi un principio.
Cuando circula una noticia en el mercado, una especie de rumor que hace pensar en el alza, el señor Chao siempre se siente contrariado; hace una mueca
que aplasta su labio superior y le arruga la nariz: "Es imposible fiarse", declara, escupiendo. Pero cuando un falso rumor anuncia la baja, por inverosímil
que parezca, él lo cree a ojos cerrados. En esos momentos sus ojos enrojecen de entusiasmo, sus dedos gruesos y cortos tiemblan de placer, las bolsas debajo
de sus ojos se estremecen y su voz se vuelve más jadeante, como si hubiera perdido el aliento. Y si alguien deja escuchar la menor información en contra,
lo considera como un enemigo mortal y discute con él hasta que se le dé la razón.
Realmente no se puede decir que con este principio de prever siempre la baja el señor Chao haya dejado de hacer negocios felices. Sus éxitos más notables
tuvieron lugar en el período comprendido entre el 18 de septiembre de 1931 y el 28 de enero siguiente. Desde entonces ha dado muchos pasos en falso. Lo
curioso es que mientras más faltas comete, más se empecina el señor Chao en prever la baja...
Hacia las seis de la tarde de ese día, salió de la Bolsa con la cara cubierta de sudor y un peso en el corazón de cinco mil setecientos yinyuanes de déficit.
De ordinario tomaba un rickshaw para volver a casa, pero ese día el peso de su déficit le hizo pensar que no había que descuidar ni la más pequeña economía:
"Quien camina al paso no se cansa más que quien va en coche", pensó. ¡Pero era imposible caminar, pues sus piernas no le obedecían en absoluto! Se vio
en consecuencia obligado a llamar un rickshaw. Más de diez veces discutió el precio de la carrera y ocho rickshaws pasaron ante él como en un desfile,
sin que se decidiera por ninguno. El tirador del último resultó ser un viejo fumador de opio que aceptó lo que se le ofrecía y el señor Chao se instaló
majestuosamente en el vehículo, satisfecho de haber podido economizar unos centavos.
El "viejo fumador de opio" que tiraba el rickshaw avanzaba en realidad con la velocidad de un caracol, como si arrastrara el peso de los cinco mil setecientos
yinyuanes que el señor Chao tenía en el corazón. Este no criticaba su lentitud; con los ojos cerrados, sin querer pensar en nada, estaba aplastado por
el grueso bloque de piedra de su déficit.
El rickshaw dobló al fin a la entrada de una calle, y como se inclinara de un costado, el señor Chao abrió los ojos. Vio la puerta de su casa; lo separaba
de ella una distancia de no más de treinta o cuarenta números. De pronto se puso nervioso y exclamó, repitiendo como un rosario: "¡Rápido, rápido, vaya
más rápido!" Pero como no bastaba con estos gritos, empezó a golpear los pies sobre el pescante del vehículo, ¡pam, pam, pam!, tan violentamente que el
tirador casi soltó las varas. ¡El señor Chao había notado que la luz de la puerta de entrada de su casa estaba encendida! ¡Un dispendio insensato!
Saltó del rickshaw, golpeó vigorosamente la puerta con el anillo de hierro sujeto a ella, y como se entreabriera, se precipitó en el interior, empujándolo
todo a su paso como un bandido. En pocas zancadas llegó hasta la puerta del salón para dar vuelta al conmutador de la luz. Al volverse notó que en la pieza
vecina la gran lámpara de luz indirecta de seis focos estaba igualmente encendida. Lanzó una exclamación y sin preocuparse de si había alguien o no en
la pieza, cerró de un manotazo toda la serie de conmutadores instalados en una de las columnas que encuadraban la puerta. Hecho esto, volvió a la calle
para pagar al tirador del rickshaw.
Cuando regresó al salón algunos segundos después, notó con estupefacción que los seis focos de la gran lámpara estaban de nuevo encendidos y que además
se oía el ruido del ventilador. Había, pues, alguien dentro.
En efecto, en la pieza dos personas disputaban. El señor Chao reconoció la voz de su segundo hijo, Lao-er, y la de su nuera de diecinueve años, viuda de
su hijo mayor. Esta pareja, la cuñada y el cuñado menor, se peleaban, por lo demás, dos días de cada tres, destruyendo la paz de la casa. El señor Chao
quiso no darse por enterado, pero no lo logró a causa de los seis focos encendidos de la lámpara. Frunciendo las cejas, se aproximó a la puerta de la habitación.
— ¡Qué es eso de pelearse todos los días! —murmuró como si se hablara a sí mismo. De los seis focos encendidos, apagó cinco.
— ¿Quién provoca las peleas? —exclamó su hijo—. Yo sólo quería pedirle un porcentaje de cincuenta yinyuanes y ella se lamenta como si fuera una suma colosal.
La palabra "porcentaje" llegó al corazón del señor Chao. De un salto penetró en la habitación y miró a su hijo con los ojos muy abiertos, lo cual no le
impidió, por otra parte, comprobar que el foco que había quedado encendido en la lámpara era el más potente. Se volvió con presteza y, ¡zas, zas!, de dos
golpes secos apagó el foco de más bujías y encendió el más pequeño. Sintiéndose tranquilizado, respiró más a sus anchas hasta el momento en que oyó a "la
mujer que espera la muerte", su joven nuera, que protestaba en estos términos:
— ¡Yo no estoy para escuchar habladurías! Perder en el juego, luego pensar en hipotecar lo que poseen los otros y hasta traer gentes para que lo avalúen...
¡No sé cómo tienes cara!
— ¿Avaluar qué? —preguntó el señor Chao, que rápidamente apagó también el ventilador.
— Voy a explicártelo, papá —repuso el hijo—. Mi cuñada dijo el otro día que los muebles de su dote se estaban estropeando en el rincón donde se hallan
y que quería que viniera alguien a avaluarlos para poder venderlos. Ahora bien, hoy tuve la suerte de encontrar un comprador...
— ¿Cuándo he hablado yo de vender mis muebles? ¿Cuándo? —protestó la viuda.
— ¡Qué historia armas! —replicó el joven—. Por casualidad encontré un comprador y lo traje para que los viera. ¡Tú eres la que tienes que decidir si los
vendes o no!... Oh, mi joven dueña de casa —prosiguió—, ¿ves como no había para qué enojarse tanto?
— ¿Tengo entonces que darte las gracias? ¡No tienes por qué ocuparte de mis asuntos! ¡Tomas por comprador al primer perro o gato que encuentras! —No pudo
dejar de soltar una risa nerviosa—. ¡Avaluar mis muebles ese cadáver flotante! ¡Ya verás cómo lo impido!
— ¡Ay, ay!... —El señor Chao tomó la actitud de alguien a quien nada le importa y se volvió para marcharse, sacudiendo la cabeza, cuando escuchó un rumor
sordo: el ventilador había sido puesto en marcha otra vez por su hijo o por su nuera.
Luego oyó que su hijo reía de buena gana al decir:
— Ha venido para avaluar los muebles y no a las personas. ¿Qué importa entonces que sea perro o gato?
— ¡Oye, te ruego que midas tus palabras! —replicó la viuda, gritando con voz aguda mientras echaba una mirada de soslayo al señor Chao. Tal vez lo hizo
para saber si había escuchado, o tal vez como si le dijera: "¿Has oído eso?"
Pero lo único que llegaba a los oídos del señor Chao era el ruido del ventilador. Gravemente se acercó al aparato y lo cerró.
— No hace tanto calor... ¿Para qué abrirlo —murmuró. Luego abandonó precipitadamente la habitación.
— ¡Te ruego que te contengas y no sigas ladrando porquerías! —gruñó la joven viuda en dirección a su cuñado, guiñando los ojos y mordiéndose el labio inferior
con sus pequeños dientes blancos.
— Oh, mi joven dueña de casa, mi bonísima cuñada misericordiosa, ¡que mi lengua se pudra si digo otra cosa por el estilo! —exclamó el muchacho.
La joven dueña de casa volvió la cabeza, y contoneándose, murmuró coquetamente:
— ¡Eres un demonio!
Sin poder contenerse, lanzó una risita mientras Lao-er se aproximaba a ella y saludándola con ambas manos proseguía:
— Mi buena cuñada mayor, socorro de los desgraciados, préstame pues cincuenta yinyuanes. Mañana te invitaré al restaurante.
— Ah, no tienes para qué invitarme —respondió ella—. Pero ¿de dónde quieres que saque dinero para prestarte?
— ¡Ah, sé muy bien de dónde! Mi cuñada, pídeselo al señor Sun.
— ¡Ji, ji. Ji!
La joven dueña de casa reventaba de risa; enrojeció, luego palideció, como si se sintiera avergonzada, e hizo un gesto de desagrado. Lao-er la miraba con
una sonrisa burlesca.
— Si sigues, ya verás que voy a prestarte dinero... —dijo ella con voz entre coqueta y enojada.
— ¡Que mi lengua se pudra si digo algo más!...
— Hummm...
La joven dueña de casa abrió entonces lentamente su cartera y con sus deditos sacó tres billetes y los puso en la mano de Lao-er.
Lao-er salió en seguida y se puso a rondar por el salón, como una mosca ciega pensando en la forma de gastar sus treinta yinyuanes. Su padre entró entonces.
El señor Chao puso oído un instante para escuchar si el ventilador de la habitación seguía abierto. Al comprobar que no estaba funcionando, fue y apagó
el foco que aún permanecía encendido. Luego preguntó a su hijo:
— Lao-er, ¿a quién has traído para ver los muebles?
— A un comerciante de Sechuán.
"¡Cómo, del clan de Sechuán!", recordó de pronto el señor Chao con los ojos hacia arriba, la boca entreabierta, frotándose nerviosamente dos dedos de la
mano derecha como si quisiera coger algo.
Uno de sus amigos era, en efecto, de Sechuán, agente de una gran tienda de Chungching, y vivía en Shanghai. Este amigo fue el que le dijo que la tasa de
cambio entre Shanghai y Sechuán había subido a mil cuatrocientos y que un despacho urgente de su tienda le disponía cesar todas las órdenes, especificando
además que todas las mercaderías compradas debían esperar y que las que ya estaban declaradas en la aduana fueran enviadas a Jangkou en vez de a Chungching.
No eran mentiras de este amigo, pues el propio señor Chao había tenido esa noticia confidencial la víspera, a la una de la madrugada. No era un sueño.
Por eso el señor Chao previo una baja en la Bolsa para la mañana. Durante la mañana circularon también muchos rumores: el señor Chao los oyó con sus propios
oídos. Y hasta en el periódico financiero, el Tungpao, aunque no se expresaba claramente, si se pensaba a fondo, todo parecía confirmar las predicciones
que le habían hecho. ¡Vamos, vamos! En realidad, cuarenta horas más tarde todo se había desmoronado y ahora se encontraba con un peso de cinco mil setecientos
yinyuanes de déficit, que era como un grueso bloque de piedra en su corazón.
En el fondo tenía que reconocer que se había equivocado al prever la baja. Pero tomando en cuenta este período particularmente agitado, ¿cómo, por más
experiencia que se tuviera, se podía prever otra cosa que la baja? En rigor, habría podido contentarse con una baja de un yinyuán; ¡jamás se había atrevido
a esperar una caída de dos y tres yinyuanes!
El señor Chao no acertaba a comprender, y como si quisiera responderse a sí mismo, bajó repetidas veces la cabeza. Su hijo ya no se encontraba allí y el
pequeño foco eléctrico proyectaba su sombra solitaria en el parqué.
Pensó en la forma de enfrentar ese enorme bloque de piedra que era el déficit, como si por fin hubiera reconocido totalmente su error. Comprendía que soñar
en tomar la revancha era una utopía. De súbito le vino al espíritu la idea de los muebles de madera roja de la joven dueña de casa; tenían indudablemente
cierto valor. "Sírvete a ti mismo y serás bien servido", pensó. Vacilaba, sin embargo; ¿ocurría todo según su deseo? Ignoraba en qué se ocupaba la joven
dueña de casa durante el día. No sabía en qué pasaba el tiempo su segundo hijo. Pero comprendía perfectamente lo que hacía él mismo. En la Bolsa se dedicaba
a "prever la baja", y una vez en casa, a apagar la luz eléctrica, aparte de otros detalles, porque no quería que en su hogar hubiera despilfarros.
Esa noche, hacia las dos de la mañana, el señor Chao volvió a su casa un poco achispado. Por casualidad, la joven dueña de casa volvió algunos minutos
después que él y el señor Chao dudó de que su nuera fuera a pasar la noche en casa.
¿Quién podía asegurarlo? Lo cierto es que aprovechando esta extraordinaria casualidad, el señor Chao, excepcionalmente, habló de los asuntos de la familia
con la joven.
— ¿Qué hay de esa cuestión de los muebles que Lao-er quería hacer avaluar? —preguntó—. ¡No comprendo una palabra!
Hablaba en el tono de una persona que abordaba este tema como pudiera abordar cualquier otro. La joven dueña de casa pareció primero deseosa de que no
se hiciera alusión al asunto. Después bajó la cabeza, se miró sus uñas barnizadas de rojo y terminó por murmurar sonriendo:
— Realmente... ¿En cuánto avaluaría usted mis muebles?
— En mil trescientos o mil cuatrocientos yinyuanes.
— ¡Ah! Eso quiere decir que si me dieran mil quinientos no perdería...
—¡Qué! ¿Ya te han hecho una oferta?
— Sí, una amiga, una hermanita mía. Tiene necesidad urgente de dinero y me ha pedido que le preste esos muebles. Yo no me preocuparé de lo que ella saque:
lo seguro es que me reconocerá una deuda de mil quinientos yinyuanes con interés anual de catorce por ciento, pagadera en dos años.
La joven dueña de casa había hablado con sencillez y naturalidad. Pero el señor Chao, con los ojos fuera de las órbitas, esperaba impaciente que terminara.
— ¡Catorce por ciento de interés anual! ¡Es muy poco, muy poco! —exclamó—. ¡Entrégame a mí tus muebles y te daré dieciséis por ciento!
— Si usted quiere le pediré el dieciséis por ciento a mi hermanita. Pero usted debería adelantarle los mil quinientos yinyuanes que necesita... En cuanto
a los muebles, ya se los he prometido —agregó con voz tranquila y una sonrisa encantadora.
Frunciendo las cejas, el señor Chao no supo qué responder.
Nunca había pensado que el negocio tuviera muchas probabilidades de realizarse; pero fracasar hasta ese punto era aún menos imaginable.
— Enviarán por los muebles mañana o pasado mañana —agregó todavía la nuera, siempre sonriente. Dejando al señor Chao entregado a sus reflexiones, subió
tranquilamente la escalera que conducía al segundo piso.
El señor Chao, muy afligido, no sabía qué hacer. El bloque que tenía aún en el corazón le parecía que aumentaba de peso. Si hubiera podido figurarse que,
después de la partida de los muebles, la joven dueña de casa desaparecería a su vez, seguramente habría encontrado algún medio de salvar la situación.
Pero tampoco podía imaginarse eso.
Por lo demás, este asunto de los muebles sólo ocupó su mente un tiempo breve. Casi de inmediato recordó lo que le había dicho un amigo poco antes de regresar
a casa. Ese amigo era uno de los que habían previsto la baja. Muchos de sus amigos, por lo demás, previeron la baja igual que él, e, igual que él, dieron
el tropezón sin comprender por qué. ¡Tal vez se hallaban en un año nefasto! Pero ésa no podía ser la verdadera razón. Al reunirse todos para hablar de
la situación, después de beber numerosas copas, habían soltado lo que tenían en sus corazones. Y en sus palabras, algunas frases eran como para transformar
en sudor el vino frío bebido: ¡los banqueros compraron; se aguantaron, mantuvieron el mercado y la baja no experimentó cambio!
Con el rostro tenso el señor Chao reflexionaba intensamente en esa frase. Con la mano derecha muy abierta hacía el gesto de comprar y con su mano izquierda
el de apretar firme. Sabía que en realidad las cosas ocurrían así y no sólo una vez. Pero no acertaba a comprender por qué los banqueros compraban ahora
que los empréstitos públicos habían llegado ya al máximo.
Y entre los banqueros, ¿cuál era el que no tenía millones en su caja de fondos? ¡La pequeña especulación del señor Chao era de repercusión bien escasa!
Sin embargo, él había comprado, luego manteniendo el mercado y cuarenta horas más tarde vino el alza vertiginosa. ¡El señor Chao no comprendía realmente
a qué móviles había obedecido ni cuál fuera su cálculo!
¡No podía, por otra parte, suponer que obraban de esa manera nada más que para jugarle una mala pasada!
Pero el señor Chao prefería morir antes que reconocer su equivocación al prever la baja. La aduana no tenía ingresos; rumores de todas clases llegaban
de derecha e izquierda; además la cotización de Bolsa estaba en el máximo... ¿Cómo se había podido prever el alza? Una vez uno de sus amigos previo el
alza y se dedicó a comprar lo que los demás rechazaban; el resultado fue que cayó en su propia trampa.
Existía una sola explicación aceptable: "Mantener la cotización por el interés general". Pero el señor Chao no aceptaría nunca comprender esta fórmula,
aunque tuviera veinte años más; ¿cómo era posible, en efecto, mantenerse, perdiendo sobre los intereses y registrar al mismo tiempo ganancias en cada balance
anual?
Sonaron las tres. Toda la casa estaba silenciosa. En poco más de una hora la señora Chao se levantaría a rezar sus oraciones budistas. Abrumado de interrogantes,
cayó en una especie de sueño pesado, sintiendo siempre el gran bloque de piedra en su corazón; poco a poco dejó de sentirlo. En realidad no iba a ser agradable
para él ver las cabezas de los acreedores cuando se presentaran; pero el señor Chao sabría entregarles entre suspiros, reconocimientos de deudas a plazo
diferido con la firma de un fiador que no garantizaba nada. ¿Pero qué haría al vencer ese segundo plazo? No tenía para qué preocuparse de antemano. ¿Cuántas
personas no se encuentran en la misma situación en los negocios bursátiles?
Cuando algunos días más tarde la joven dueña de casa desapareció de repente, el señor Chao suspiró y pidió a varios de sus amigos que la buscaran, pero
de pronto dejó de pensar en el asunto.
Aparte de sus preocupaciones continuas por el derroche en la electricidad y el consumo exagerado de carbón y por la elección de tiradores de rickshaw que
sean "viejos fumadores de opio" y otras cosas de ese tipo, el señor Chao continuará probablemente previendo "la baja" y pasará su vida entre el sopor melancólico
de los que no comprenden.
Pero sería realmente una injusticia no considerar al señor Chao como un bolsista inteligente y capaz.
El señor Chao no acierta a comprender.
Mao Tun.