Texto publicado por Brenda Stéfani
Fragmento del libro El arte de no amargarse la vida de Rafael Santandreu, autoestima y complejos de inferioridad/superioridad
Muchas veces me preguntan en mis conferencias por el tema de la autoestima. Me suelen decir:
—Es que tengo muy baja autoestima. ¿Cómo podría aumentarla?
Yo les suelo contestar que no existe tal problema.
—Yo no la tengo ni alta ni baja. Tengo la que tiene todo el mundo, la correcta.
¿Qué quiero decir con esto? Que todo el problema de la autoestima es una tremenda equivocación. Las personas no deberíamos tener una alta autoestima, sino que todos deberíamos valorarnos como el resto de los seres humanos: como seres maravillosos por el simple hecho de ser personas. Punto final.
Es algo parecido a nuestra visión de los animales salvajes. Los animales en libertad son todos, más o menos, igualmente bellos e impresionantes. Casi todos tienen las mismas cualidades innatas: un águila majestuosa es tan majestuosa como otra. Una leona es como cualquier otra: un animal magnífico que caza y reina en la selva. ¿Por qué los hombres se asignan diferencias tan grandes entre ellos mismos? No tiene sentido.
Yo creo que todos los seres humanos tienen el mismo valor. Son igualmente bellos y magníficos. De verdad lo creo así. Y, básicamente, somos así de buenos debido a nuestra mejor y más característica cualidad como especie: nuestra gran capacidad de amar, que, como potencialidad, siempre está ahí.
Y es que el problema de la autoestima se resuelve dejando de valorar a los demás según criterios distintos a nuestra capacidad de amar. Cuando valoro a los demás según sus habilidades o características: ser guapo, rico, listo, cumplidor..., estoy dándole importancia a minucias, a cuestiones nimias que no nos definen como especie.
Además, cuando valoro cualidades diferentes a la capacidad de amar me subo a la montaña rusa de la autoestima. Cuando los demás me evalúen con notas altas, me sentiré bien..., cuando me evalúen con notas bajas, me sentiré mal, creeré que no valgo, que soy inferior. Es mucho mejor no valorar a nadie (ni a uno mismo), darle a todo el mundo el mismo valor, considerar que todos los seres humanos son maravillosos por el hecho de serlo. Entonces, también me aceptaré a mí mismo incondicionalmente.
El descubrimiento de Alfred Adler
A principios del siglo XX, un psiquiatra colega de Sigmund Freud descubrió un fenómeno psicológico al que llamó complejo de inferioridad. Alfred Adler trabajó como médico con niños con impedimentos físicos como cojeras, sorderas y demás; y en aquella época había muchos casos, ya que la higiene, la medicina y la salud infantil no estaban tan avanzadas como en la actualidad.
Adler se dio cuenta de que algunos de esos niños solían desarrollar complejos de inferioridad. Frente a los pequeños de su entorno, se sentían inferiores porque no podían llevar a cabo las actividades habituales. Pero muchos otros niños con los mismos problemas no desarrollaban ese sentimiento. ¿A qué se debía esa diferencia?
La respuesta estaba en la posibilidad de compensación. Normalmente, los niños impedidos —e incluso los adultos— tienden a desarrollar habilidades paralelas que les permiten unirse a los demás en igualdad de condiciones. Adler vio que los cojos, por ejemplo, llegaban a ser grandes jugadores de ajedrez, ya que no podían jugar al fútbol como los demás. O que el sordo se las arreglaba bien leyendo los labios de sus compañeros y se convertía en un lector de labios increíble.
El problema estaba en los niños que, por alguna razón, no desarrollaban compensaciones y se seguían sintiendo inferiores. Muchas veces esto ocurría porque la inferioridad era demasiado grande. En ese caso, el niño solía crear otro mecanismo de supervivencia psíquica que consistía en inventarse una supuesta grandeza. El chaval se volvía un mentiroso patológico y se inventaba grandes gestas personales o familiares con las que pavonearse ante los demás.
Entonces, esos niños con un secreto complejo de inferioridad desarrollaban un complejo de superioridad asociado. Es decir, pugnaban por ser superiores a base de sus mentiras y vandalismos aderezados con aires de grandeza. Digamos que esos pequeños quedaban atrapados en un mundo en el que eres inferior o superior, cuando lo sano y natural es ser simplemente un colega más entre tus amigos.
Estos complejos de inferioridad/superioridad también se dan entre algunos adultos neuróticos. Suelen creer que tienen problemas de autoestima porque se ven atrapados en la inferioridad cuando desearían secretamente ser superiores: es una falsa superioridad/inferioridad que sólo está en su cabeza.
En cualquier caso, tanto de niños como de adultos, el hecho de luchar por ser superiores nos lleva a la amargura, porque se trata de una empresa que es, de entrada, fallida. Por mucho que nos inventemos, por mucho que nos pavoneemos, siempre habrá gente que nos niegue nuestra supuesta superioridad. Y, entonces, nos deprimiremos, nos sentiremos inferiores otra vez. Psicológicamente hablando, jugar a ser superior o inferior es siempre una mala apuesta.
Intentar ser superior no es la solución al hecho de verse inferior. La solución está en no verse inferior y tampoco querer ser superior, en no jugar al juego de la superioridad/inferioridad, sino valorar a todo el mundo por igual.