Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera
El alevoso asesinato de Ágatha Christie.
Manuel Vázquez Montalbán.
El alevoso asesinato de Agatha Christie.
Fue James quien, como de costumbre, llamó a la puerta de roble de la biblioteca a las doce en punto portando la bandeja con la botella de oporto y una
copa Rossenthal de cristal de roca. Como no recibiera contestación, probó de nuevo, y, al no obtener más respuesta que el eco de roble, giró la manecilla
de bronce labrado con la mano libre y penetró en la estancia.
—¡Dios mío!
Agatha Christie aparecía semiderrumbada en un sofá Oxford perfectamente sincronizado con la arquitectura Tudor de la casona y era evidente que estaba muerta,
porque no hacía el menor esfuerzo para levantar la cabeza y contemplar con la avidez acostumbrada la aproximación de la apetitosa bandeja.
—¡Excelente oporto!
Solía comentar Mrs. Agatha, como los personajes de sus novelas, y James complementaba el ritual afirmando con la cabeza la observación cotidiana de su
dueña. James, además, disponía de otra prueba de la muerte de Mrs. Agatha, tal vez la más significativa. Sobre su cerviz, y a manera de curiosa peineta,
emergía un puñal, o mejor dicho, una de las dagas servias que la señora coleccionaba en el salón georgiano. James adelantó unos pasos y contempló de cerca
la inserción del puñal. Luego miró a izquierda y derecha, incluso hacia atrás, y si más vacilaciones se bebió la copa de oporto que portaba en la bandeja.
Volvió sobre sus pasos y al llegar al distribuidor trató de componer la voz y aplicarla a decir lo más adecuado para la circunstancia:
—¡Socorro!
Apenas se oyó. James convino consigo mismo en que lo había dicho sin convicción, y, tras carraspear, pronunció con cierto énfasis, aunque no exagerado:
—¡Vengan! ¡Vengan pronto! ¡Ha ocurrido algo terrible!
Quedó satisfecho de lo dicho, aunque no del resultado, porque nadie acudió a su llamada. Se armó de valor y recorrió una por una las dependencias de la
casa comunicando a invitados y servicio la noticia de la muerte de la señora. Sólo así consiguió que un cuarto de hora después los pobladores de la mansión
se reunieran para examinar el cadáver a la espera de la llegada del superintendente de Scotland Yard. Por casi todos fue juzgada providencial la estancia
en la casa de Hércules Poirot, el célebre detective belga, protagonista de gran parte de las novelas de Mrs. Christie y de su fiel ayudante el capitán
Hastings. Poirot dio las instrucciones adecuadas sobre el comportamiento a seguir con éste y con cualquier cadáver e iba haciendo observaciones sobre el
terreno a su fiel Hastings. La calificación de fiel era del dominio público, e incluso las muchachas de servicio hablaban del capitán en estos términos:
—Acabo de llevarle el té al fiel capitán Hastings.
—El fiel capitán Hastings me ha encargado que le recortes algo más las mangas de la camisa.
Así, cuando llegó el superintendente de Scotland Yard y se topó con la pareja de sabuesos, lanzó un respingo y comentó malhumorado:
—¡Poirot y el fiel Hastings! Si lo sé no vengo. Con la presencia de ustedes dos el caso va a resolverse en segundos.
—No lo crea, inspector Fields. Mis «pequeñas células grises» están funcionando hace rato y el caso es extremadamente complicado. Para empezar, sobre un
velador hay una bandeja con una botella de oporto y una copa… vacía. En cambio, James descubrió el cadáver precisamente cuando traía el oporto.
No puede decirse que James palideciera, pero sí que arqueara las cejas y carraspeara, señal inequívoca de que iba a decir algo.
—Con todos los respetos, y tal vez en clara contradicción con el espíritu del momento, señores, he de comunicarles que el oporto me lo he bebido yo.
—Pour quoi, monsieur?
—Como intuyo que el detective extranjero me pregunta por qué, he de confesar que influyó la impresión del encuentro y también la oportunidad, realmente
inestimable, de tomar una copa de Fonseca diez años. Mistress Agatha, y no quisiera que vieran en lo que voy a decir un reproche, era sumamente avara del
oporto, el mismo espíritu avariento que manifestaba en sus novelas, donde raramente dejaba que los personajes repitieran.
—Mon Dieu! Sagaz observación.
Ya a solas Poirot, Hastings y el superintendente, y a la espera de los resultados de la autopsia, el detective belga pasó un rápido balance a los habitantes
de la casa.
—Todo el servicio tiene la misma coartada y la apoyan entre sí. Acababan de comer y empezaban a preparar la mesa para los invitados. James subió a servir
el aperitivo predilecto de mistress Agatha. Pasemos ahora a los demás. Gladys, una sobrina de mistress Agatha, divorciada, cuarentona, amargada, vivía
prácticamente de la generosidad de su tía, generosidad que no era mucha. John Disraeli, otro sobrino. El reverso de la medalla, hasta cierto punto. Un
play-boy insular. Un play-boy de las costas de Dover. Ni un céntimo, pero vive se dice que de las mujeres. El tasador chino Hieng Tsi, especialmente invitado
por la señora para valorar su colección de dedales de la dinastía Ming. Nefer, la sobrina nieta preferida de la señora. Joven, vital, juega al tenis, monta
a caballo, enfermera de la Cruz Roja, una espléndida muchacha. Mon Dieu! Su novio, un extraño personaje tunecino, ex croupier de Montecarlo, receloso y
distante. No sé qué le encuentra Nefer, pero es un noviazgo que le dura años.
—Nefer. Bonito nombre.
—Es un nombre egipcio. Ya es conocida la afición de mistress Christie por la egiptología. Hastings, no me distraiga con digresiones. Estoy concentrado.
Los ojos de Poirot se cerraron aumentando la imagen de totalidad peral de su cabeza calva.
—Prosigamos. El abogado Reynolds, de la firma Reynolds and Reynolds y Cía.
—¿Quién es el otro Reynolds?
Preguntó Hastings seriamente interesado. Poirot apretó las manos hasta el punto de poder decir que había cerrado los puños.
—Es su hijo. Reynolds era el abogado de mistress Christie y un habitual de la casa. El comodoro Laplace es un pariente lejano de mistress Christie y está
en la casa prácticamente despidiéndose, porque parte a una expedición antropológica en las islas Fidji. Finalmente el matrimonio Dickinson, representantes
en Estados Unidos de los intereses literarios de la señora.
—¿Coartadas?
Interrogó tajantemente el superintendente.
—Mon Dieu! Por fin alguien dice algo sensato. Hay que establecerlas. Manos a la obra.
Durante horas hablaron con los pobladores de la casa y tuvieron un cuadro completo de sus coartadas. Gladys podó rododendros en compañía del jardinero
durante toda la mañana. John Disraeli jugó al tenis con Laplace y luego ambos se fueron a caballo por la suave campiña inglesa. El tasador chino Hieng
Tsi permaneció en cama toda la mañana con un ataque de disentería. Por lo revelado por Nefer y su novio tunecino dedujeron que hicieron el amor desde las
ocho a las once, luego dieron un paseo por el jardín y volvieron a sus habitaciones a seguir haciendo el amor. Precisamente la discretísima alarma de James
llegó en medio del undécimo orgasmo de miss Nefer.
—Mon Dieu! Y la vieja loca ocultando en las novelas que sus personajes también hacían el amor en mansiones Tudor.
Comentó Poirot. Reynolds durante toda la mañana vivió pendiente de una conferencia telefónica con Brisbane, y todo el servicio puede atestiguarlo. En cuanto
al matrimonio Dickinson, discutieron horas y horas sobre el origen exacto de los indios cheyennes y convinieron finalmente en que debían divorciarse. Lo
recordaban perfectamente.
Una vez establecido el cuadro general de coartadas llegó el resultado de la autopsia que establecía la muerte de mistress Christie entre once y doce de
la mañana. Dato curioso. En el estómago de mistress Christie había medio litro del mejor Fonseca diez años, por lo que dedujeron que en algún lugar de
la biblioteca había un escondite privilegiado para la botella.
—Absurdo, Poirot. Todos tienen coartadas. Hasta yo tengo coartada.
—Hélas! Venga su coartada, capitán.
—Me torcí un tobillo y el chófer me llevó al pueblo para que me lo vendaran.
—Debió de ser un vagabundo. Un hippy.
Comentó Fields. Poirot le contempló con un absoluto desprecio.
—Jamás los vagabundos aparecen como asesinos en las novelas policíacas. Sería demasiado fácil. Mis pequeñas células grises me dicen que ustedes tienen
la solución muy cerca, muy cerca y no la ven.
—Poirot. No se cebe. Si usted sabe quién es el asesino dígalo y en paz.
—El impaciente Hastings. El fiel e impaciente Hastings. El asesino soy yo.
—¿Usted?
—¿Usted? Imposible.
—Si lo sabré yo.
—¿Y cómo lo ha descubierto?
Preguntó Hastings sin merecer respuesta.
—¿Por qué?
Interrogó Fields con más cordura.
—La vieja bruja me había hecho muchas pasadas, muchas, a lo largo de los años. Fíjense qué cabeza me había atribuido y qué estatura. Mon Dieu! No hay detective
privado en el mundo más grotesco que yo. Holmes tendría sus defectos y rara intimidad pero era más esbelto. ¿Y los americanos? Marlowe, Spade, apuestos,
hermosos: En cambio yo…
—¡Queda usted detenido! Siempre había sospechado de usted.
Exclamó Fields y sirvió oporto para los tres.
1973
El alevoso asesinato de Agatha Christie.
Manuel Vázquez Montalbán.