Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Renacimiento.

Laura Antillano.
Renacimiento.
 
Enterraron al padre una mañana lluviosa de mayo. En la comitiva les había acompañado buena parte del pueblo. Después del oficio de rigor el cura sacó su
pañuelo y se alejó secándose el sudor en la frente. Los asistentes dejaron caer algunas flores sobre el féretro, y la hija rodeada de sus hermanos, todos
varones, pronunció breves palabras en su honor.
A la mañana siguiente cuando cada hijo hacía los preparativos para regresar a sus casas y pueblos, vinieron a avisarles que el ataúd, habiéndose salido
de la tumba, flotaba libre por terrenos del cementerio.
Se trasladaron al sitio para enfrentar el entuerto y de nuevo contrataron enterradores y palas para proceder como era requerido.
En la tarde de ese día, en la tranquilidad aparente de la reunión cada hijo tuvo algún motivo para inculpar a sus hermanos de anécdotas y circunstancias
que inferían actos de abandono al padre. Hubo gritos y llanto entre ellos, y las situaciones desconocidas u ocultas de unos y otros salieron a flote. Decidieron
dormir como Dios manda para regresar a sus lugares de origen en la mañana.
Ya  ataviados y pertrechos para las respectivas vías, vinieron de nuevo a notificarles que el ataúd se había resistido a su guarda, y no se sabe cómo,
había surgido de entre las entrañas de la capa gruesa de cemento y sobre ella, miraba al cielo.
Esta vez se organizaron mejor en la vieja casa, Eduilena, la hija, pasaba horas sacudiendo muebles que habían pasado años cubiertos con sábanas, obligados
al reposo, y en su andar la mujer iba encontrando papeles, detalles, fotografías y otras huellas inesperadas en los estantes, sus hermanos: Rafael y Fernando,
la ayudaron a preparar la comida en ollas antaño usadas por la madre, recibieron visitas y revivieron uno a uno capítulos de sus vidas anteriores en aquel
pueblo que los viera nacer.
Rafael, el hermano mayor, se ocupó directamente de regresar el ataúd a su lugar, pala al hombro, pie en tierra.
Sobre él recaían la mayor parte de los reproches de los otros, y consideró la tarea como la penitencia convenida.
Entre todos, tácitamente, decidieron permanecer unos días en el pueblo para asegurarse de que el incidente no se repetiría, y el ataúd habría de cumplir
su misión como guardián, en el fondo de la tierra dando reposo definitivo a los restos del que había sido el padre de todos.
Entonces, cada uno retomó amistades y circunstancias que habían dejado sin efecto al trasladarse, tiempo atrás, a otros lugares, amores y destinos. De
manera extraña era como reiniciar sus vidas con el derecho a usar la experiencia para evitar los errores.
Fernando, el menor, una mañana en que intentaba conectarse en la oficina de comunicaciones para saber de las incidencias de su casa, ahora lejana, descubrió
entre los clientes del lugar a Leticia, su novia de la adolescencia, y todo pareció renacer entre los dos.
Las llamadas continuas a sus celulares, los correos electrónicos, los infinitos mensajes de quienes les requerían desde lejos comenzaron a mermar con el
paso de las semanas y los meses.
Con sus nuevas vidas la casa resplandeció, las matas del patio volvieron a crecer recuperando vigor y colorido, se llenó de pájaros la estancia con los
cuidados de Eduilena (ahora más joven en su aspecto, puesto que había borrado de su memoria cualquier dolor de los últimos años). Sus hermanos hacían otro
tanto, y el pueblo empezó a manifestar un esplendor y una alegría propios del padre que recupera al hijo que consideraba perdido.
Ahora todos los domingos, rigurosamente, Eduilena, Rafael y Fernando, llevan flores al cementerio, y el ataúd del padre nunca más fue visto fuera del espacio
primorosamente cuidado de su tumba.
 
 
Renacimiento.
Laura Antillano.