Texto publicado por Ana Fernández
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La joya única
Cruzando el desierto, un viajero inglés vio un árabe muy pensativo sentado al pie de una palmera. A poca distancia reposaba sus caballos, pesadamente cargados, por lo que el viajero comprendió que se trataba de un mercader do objetos de valor, que iba a vender joyas, perfumes y tapices a alguna ciudad vecina.
Como hacía mucho tiempo que no conversaba con nadie, se aproximó al pensativo mercader, diciéndole:
—Buen amigo, ¡salud! Parecéis muy preocupado. ¿Puedo, acaso, ayudarnos en algo?
—¡Ay! -respondió el árabe con tristeza- Estoy muy afligido porque acabo de perder la más preciosa de las joyas.
—¡Bah! -replicó el otro- La perdida de una joya no debe ser gran cosa para vos, que lleváis tesoros sobre vuestros caballos, y os será fácil reponerla.
—¡Reponerla! ¡Reponerla! -exclamó el árabe- Bien se ve que no conocéis el valor de mi pérdida.
—¿Qué joya era esa, pues? -preguntó el viajero.
—Era una joya -le respondió el árabe- como no volverá a hacerse otra. Estaba tallada en un pedazo de piedra de Vida y había sido hecha en taller del Tiempo. Adornaban la veinticuatro brillantes, alrededor de los cuales se agrupaban sesenta más pequeños. Ya veis como tengo razón al decir que joya igual no podrá reproducirse jamás.
—A fe mía -dijo el inglés-, vuestra joya debía ser preciosa. Pero, ¿no creéis que con mucho dinero pueda hacerse otra análoga?
—La joya perdida -respondió el árabe, volviendo a quedar pensativo- era un día, y un día que se pierde no vuelve a encontrarse jamás.