Texto publicado por Ana Fernández
La caída (Velmiro Ayala Gauna)
Los correntinos le llaman “Paíbre”, los entrerrianos le dicen “Montiel”, pero cualquiera sea su nombre, es una enorme extensión apretada de árboles, de pastos duros y de alimañas crueles. Y la más cruel de todas las alimañas es el hombre que, a veces, oculta en esa selva amiga su alma sacudida por tormentas de odio, de venganza o de ambición.
Antenor Gamarra vendió una puntita de hacienda en La Paz, en el Entre Ríos, y volvía, cruzando montes, hacia Mercedes en su provincia natal, con el cinturón henchido de billetes y el corazón maduro de esperanzas.
No había peligro que se perdiera porque conocía la comarca plenamente, y aun a ojos cerrados no equivocaba el rumbo, y menos que todas, esa vez en que la brújula de su corazón apuntaba hacia un par de ojos negros que, sin duda, estarían asomándose a la ventana del rancho buscando su silueta en el camino familiar.
Eugenia se llamaba y la conoció en el baile que, para Reyes, solían hacer las Sosa en honor a un San Baltasar negro y milagroso que tenían. Ella era de los Medinas de Santa Lucía, pero estaba en ese lugar visitando a unos parientes.
-Y pa mí que se va a quedar pa siempre… –se dijo.
La forastera ganó el cariño del mozo con el encanto de sus dieciséis años y, sobre todo, con la belleza de un par de ojazos donde se perdió su voluntad de solterear.
-¡Vamos, Moro!… –alentó al caballo y siguió con sus sueños.
El sol que aún seguía alto ya empezaba a enredarse entre las hojas de las palmeras y las sombras se ponían más oscuras debajo de los espinillos. Una bandada de loros algareros cruzó por el aire perdiéndose a la distancia.
-Entuavía podemos meterle un rato… –pensó el mozo y le clavó las espuelas al corcel- ¡Lo que se va a alegrar mi negra cuando vea las cosas que le llevo! –exclamó, y lleno de orgullo casi infantil dio vuelta la cabeza para mirar la pequeña alforja que llevaba atada a la montura donde guardaba “unas cintas pa´l pelo, un frasco´e agua Florida y un broche pa la blusa”.
Bruscamente el caballo se detuvo espantado. Una iguana, una víbora, algún pájaro o ¡vaya a saber qué! Se le había cruzado entre las patas y el animal se levantó aterrado lanzando al desprevenido Antenor de espaldas contra el suelo.
La sorpresa impidió al jinete hacer ningún movimiento y como una masa inerte fue a dar contra un grueso raigón que asomaba a flor de tierra su áspera contextura. Un agudo dolor partió desde la base de la espalda, ascendió por la columna vertebral y golpeó con violencia en su cerebro.
Un grito casi agónico escapó de sus labios.
El caballo siguió su carrera desatentada y se perdió en una lejanía de sombras y follaje.
Después hubo el silencio.
Despertó con una intolerable sensación de sed. La garganta le ardía con sequedad de fiebre y los labios se agrietaban al soplo cálido del aliento. Quiso incorporarse y fracasó. Algo habíase roto en alguna parte de su cuerpo y lo ataba con grillos de angustia sobre el pastizal reseco y debajo de las coplas ralas de los espinillos que dejaban filtrar la intensa luz del día.
Podía mover los brazos y la cabeza, pero le era imposible manejar las piernas. Desde la cintura para abajo parecía haberse convertido en piedra. Recordó las incidencias de la tarde anterior y las circunstancias de su caída. Por un momento la visión del rostro amado borró con su frescura los tormentos de su pena, pero, en seguida, el peso de la tragedia lo hundió en el océano de la desesperación.
-¡L´espinazo…! –reflexionó- Me habré roto el espinazo con ese pedazo de tronco. ¡Añamembú!
Un pirincho llegó y se asentó en la copa de un espinillo. Vio al hombre tendido, lo observó curiosamente, pero al darse cuenta de su inmovilidad empezó a subir y a bajar ruidosamente por entre las ramas y, al final, se alejó.
- Y pu aquí no pasa casi naides… días y días sin un alma…
Desesperado, recurriendo a todas sus reservas físicas y aferrándose a unas matas de pasto trató de levantarse, pero al instante, un dolor brutal le arrancó un alarido de dolor y volvió a caer exánime.
Un rayo de sol que se filtraba por entre el follaje fue a dar sobre el rostro cobrizo y arrancaba reflejos multicolores a las gotas de sudor que perlaban su frente.
Una bandada de flamencos trazó su rúbrica rosada sobre el azul del firmamento. Las palomitas, ocultas entre el ramaje, lanzaban interminablemente sus “u… uuu… u… uuu”, mientras las víboras reptaban sin hacer ruido por entre la alta hierba.
Varias veces despertó el hombre en ese largo día. Por momentos tenía conciencia de su desgracia, pero, otras, la fiebre piadosa lo sumía en la inconsciencia. Por entre sus labios descascarados salían palabras y sílabas entrecortadas. A ratos decía:
-Eugenia… Eugenia…
Otras solamente:
-Mamá… mamita…
El fresco de la madrugada lo despertó. Ya iban casi dos días que estaba allí, como una estatua yacente, las piernas duras como esculpidas en piedra y como de piedra, también, su pesadez.
Tendió la mano al costado y arrancó unas hierbas. Las llevó a la boca y las mordió para recoger sobre la lengua hinchada la fresca caricia del rocío y un poco del verde y amargo jugo de sus hojas. Trató de levantar la cabeza pero el faltaron fuerzas. Su mirada, sin embargo, alcanzó a divisar en la copa de un aguaribay la mancha cobriza de un ave de rapiña.
-¡Un carancho!… –gimió- …señal de muerte…
Y un miedo inmenso lo bañó en sudor frío. Recordó que esas rapaces atacaban a los pequeños animales y que, para que no se defendieran, les arrancaban los ojos.
Por su memoria pasaron las visiones de los animales muertos que había visto cubiertos por esas aves voraces y cómo hundían en la carroña sus corvos y afilados picos para retirarlos con pedazos de vísceras o trozos de carne colgando de ellos.
Las horas pasaban lentamente y el animal seguía en su puesto, inmóvil y vigilante. Antenor sentía clavada sobre sí la mirada fija de esas pupilas redondas e implacables.
-¡No!… No tengo que dormirme… –se dijo- Podría aprovechar y sacarme los ojos…
El sol inmisericorde traspasaba la débil cortina del follaje y clavaba sus flechas de fuego sobre el rostro doliente de una palidez terrosa.
-No tengo que dormirme… –se repetía.
Pero el bochorno del mediodía le cerró los párpados. Cuando al rato los abrió, el carancho se encontraba sobre la copa verde de un aromito. El hombre arañó el suelo y pudo alzar un pequeño guijarro que intentó arrojar hacia el ave, pero la piedra, tras una breve parábola, cayó un poco más lejos de sus pies.
Los minutos pasaban interminables. El ruido apagado de unos cascos hizo alentar la esperanza y girar un poco la cabeza de la rapaz. Un grito inmenso nació en el corazón de Antenor, pero se fatigó en la garganta, tropezó en la lengua hinchada y apenas si murió en gemido entre sus labios.
Por alguna otra senda imprecisa del monte se alejó el viajero presentido, ignorante de la tragedia que él estaba viviendo debajo de los árboles. El carancho voló desde la copa y se detuvo a dos metros. Los ojos redondos y duros fijos en el yacente.
Antenor quiso alzar el brazo y ya no pudo, sólo la mano se levantó unos centímetros y volvió a caer. Su mirada borrosa, podía distinguir, sin embargo, la pequeña cabeza que estaba a su frente, con una lengua aguda y roja que aparecía y desaparecía entre el pico acerado. Pasaron unos minutos. Un nuevo paso aproximó al animal. Un dedo se movió unos segundos y quedó inerte.
El carancho esperaba con paciencia infinita. No lejos de allí una chicharra rompía el silencio de la tarde estival con su largo chirrido. La respiración apenas si alzaba el pecho del doliente. El sol ardía en los pastos y volcaba sus fiebres sobre el paisaje. Los párpados vencidos se cerraron sobre los ojos atormentados. Una hormiga puso su mancha negra y movediza sobre el dorso de la mano inmóvil.
Lentamente el carancho iba acercándose… acercándose…
Ya su sombra negra y afilada borraba el oro del sol en el rostro del caído.