Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

La máquina voladora.

La máquina voladora

Ray Bradbury

En el año 400 de nuestra era, los dominios del emperador Yuan se extendían junto a la Gran Muralla china, y las pacíficas tierras, húmedas de lluvia, eran
verdes, y los subditos, ni demasiado felices ni demasiado desgraciados.

En la mañana del primer día de la primera sema­na del segundo mes del nuevo año, el emperador Yuan sorbía un poco de té y se abanicaba prote­giéndose del
calor de la brisa cuando un sirviente cruzó corriendo las losas rojas y azules del jardín, gritando:

—Oh, emperador, emperador, ¡un milagro! —Sí —dijo el emperador—, el aire es suave esta mañana.

—¡No, no, un milagro! —dijo el sirviente, con rápidas reverencias.

—Y el té tiene muy buen sabor. Esto es cierta­mente un milagro.

—No, no, excelencia.

—Déjame pensar entonces... Se ha levantado el sol y estamos en un nuevo día. O el mar es azul. Este es sin duda el más hermoso de los milagros.

—¡Excelencia! ¡Un hombre está volando!

El emperador dejó de abanicarse.

-¿Qué?

—Lo vi, en el aire, con alas. Oí una voz que venía del cielo, y cuando alcé los ojos allí estaba, un dragón con un hombre en la boca, un dragón de papel
y bambú, del color del sol y la hierba.

—Es temprano —dijo el emperador—, y acabas de despertar de un sueño.

—¡Es temprano, pero lo he visto! Venid y lo veréis también.

—Siéntate aquí conmigo —dijo el emperador—. Bebe un poco de té. Debe de ser algo raro, indudablemente, ver volar a un hombre. Tienes que pen¬sarlo un tiempo,
y yo también tengo que prepararme.

Bebieron té.

—Por favor —dijo al fin el sirviente—, o el hom¬bre se irá.

El emperador se incorporó pensativamente. —Bueno, puedes mostrarme ahora lo que has visto.

Se internaron en un jardín, cruzaron un prado, pasaron por un puentecito, entre un grupo de árbo¬les, y subieron a una colina.

—¡Ahí está! —dijo el sirviente.

El emperador miró el cielo.

Y en el cielo, riéndose tan arriba que uno apenas podía oírlo, había un hombre; y el hombre estaba vestido con papeles brillantes y cañas como alas y una
hermosa cola amarilla, y volaba de un lado a otro como el mayor de los pájaros en un universo de pájaros, como un nuevo dragón en una región de antiguos
dragones.

El hombre les gritó desde lo alto en los frescos vientos de la mañana.

—¡Vuelo! ¡Vuelo!

El sirviente lo saludó con la mano.

—¡Sí, sí\

El emperador Yuan no se movió. Miró la Gran Muralla, que asomaba ahora entre las nieblas leja¬ñas, sobre las verdes colinas, la espléndida serpien¬te de
piedras que se retorcía majestuosamente a lo largo de todo el país. La maravillosa muralla que los protegía desde tiempos inmemoriales de las hordas enemigas
y había preservado la paz durante innumerables años. Vio la ciudad, recogida en sí misma junto a un río, un camino, y una loma, que empezaba a despertar.

—Dime —le dijo al sirviente—, ¿ha visto algún otro a este hombre volador?

—Sólo yo, excelencia —dijo el sirviente sonrien¬do al cielo, agitando las manos.

El emperador miró el cielo otro minuto, y luego dijo:

—Dile que baje.

—¡Eh, baja, baja! ¡El emperador quiere verte! —llamó el sirviente con las manos a los lados de la boca.

El emperador miró en todas direcciones mien¬tras el hombre volador bajaba deslizándose en el viento de la mañana. Vio un labrador que miraba el cielo,
y se fijó dónde estaba.

El hombre alado descendió con un susurro de papeles y un crujido de cañas de bambú. Se acercó orgullosamente al emperador, tropezando con su aparejo, e
inclinándose al fin ante el anciano.

—¿Qué has hecho? —preguntó el emperador.

—He volado por el cielo, excelencia —replicó el hombre.

—¿Qué has hecho? —preguntó otra vez el em¬perador.

—¡Acabo de decirlo! —No me has dicho nada.

El emperador extendió una delgada mano para tocar el bonito papel y la quilla de pájaro del apara¬to. Olía a la frescura del viento.

—¿No es hermoso, excelencia? —Sí, demasiado hermoso. —¡Es único en el mundo! —sonrió el hombre—. Y yo soy el inventor. —¿Único en el mundo? —¡Lo juro!

—¿Algún otro sabe de esto? —Nadie. Ni siquiera mi mujer, que creería que me ha trastornado el sol. Creyó que yo estaba haciendo una cometa. Me levanté
de noche y cami¬né hasta los acantilados lejanos. Y cuando sopló la brisa de la mañana y se levantó el sol, me hice de coraje, excelencia, y salté del
acantilado. ¡Volé! Pero mi mujer no sabe nada.

—Mejor para ella, entonces —dijo el empera¬dor—. Vamos.

Regresaron al palacio. El sol estaba alto en el cielo ahora, y de las hierbas subía un olor refres¬cante. El emperador, el sirviente y el hombre vola¬dor
se detuvieron un momento en el vasto jardín.

El emperador golpeó las manos.

—¡Eh, guardias!

Los guardias vinieron corriendo.

—Apresad a este hombre.

Los guardias apresaron al hombre alado.

—Llamad al verdugo.

—¿Qué es esto? —gritó el hombre alado, sor¬prendido—. ¿Qué he hecho?

Se echó a llorar y el hermoso papel del aparato se movió susurrando.

—He aquí un hombre que ha inventado uní cierta máquina —dijo el emperador—, y todavía  nos pregunta qué ha hecho. No lo sabe él mismo. Ha inventado sin
saber por qué, y sin saber para  qué servirá su invento.

El verdugo vino corriendo con una afilada hacha de plata. Se detuvo y se quedó allí, inmóvil, prepa¬rados los brazos desnudos y musculosos, y la cara cubierta
con una serena máscara blanca.

—Un momento —dijo el emperador.

Se volvió hacia una mesa cercana donde había una máquina que él mismo había creado. El empe¬rador sacó una llavecita dorada que le colgaba del cuello.
Metió la llave en la minúscula y delicada máquina y le dio cuerda, y la máquina funcionó.

La máquina era un jardín de metal y joyas. En marcha, los pájaros cantaban en pequeños árboles, los lobos se paseaban por bosques en miniatura, y unos
hombrecitos corrían del sol a la sombra y de la sombra al sol, abanicándose con abanicos dimi¬nutos, escuchando menudos pájaros de esmeralda,  o inmóviles
junto a unas fuentecitas susurrantes, aunque increíblemente pequeñas.

—¿No es hermoso? —dijo el emperador—. Si me preguntas qué he hecho aquí, he hecho que murmurasen unos bosques, he hecho que la gente se paseara entre estos
árboles, disfrutando de las lioj.is, las sombras y las canciones. Eso he hecho.

Pero ¡oh, emperador! —suplicó el hombre alado  de rodillas, con lágrimas que le rodaban por 111.11.1—. ¡He hecho algo parecido! He descubierto  be lleza.
He volado con el viento de la mañana. He  contemplado  las casas dormidas y los jardines.

He  olido el mar, y hasta lo he visto más allá de las  montañas. Y me he deslizado en el aire como un pájaro, oh, no puedo decir qué hermoso era estar 
allá arriba, en el cielo, con el viento alrededor, el  viento que soplaba sobre mí ora como una pluma, ora como  un abanico, y cómo olía el cielo en la
mañana.¡ Y qué libre me sentía! ¡Eso es hermoso,  eso también es hermoso!

Si  dijo el emperador tristemente—. Sé que debe de ser así. Pues sentí que mi corazón se movía contigo en el aire y me pregunté: ¿Cómo será eso? ¿Cómo
se sentirá uno? ¿Qué parecerán los lagos desde allá arriba? ¿Y mis casas y sirvientes? ¿Como hormigas? ¿Y las ciudades lejanas que aún no han despertado?

—¡Entonces perdóname la vida!

—Pero a veces —dijo el emperador aún más tris¬temente— uno debe renunciar a ciertas pequeñas bellezas si se quiere conservar la que se tiene. No te temo
a ti, pero temo a otro hombre.

—¿Qué hombre?

—Algún otro hombre que al verte hará una má¬quina de bambú y papeles brillantes como la tuya. Pero ese otro hombre tendrá una cara malvada y un corazón
malvado, y la belleza habrá desaparecido. Temo a ese hombre.

—¿Por qué? ¿Por qué?

—¿Quién puede decir que ese hombre, un día, no volará en un aparato de papel y cañas y arroja¬rá grandes piedras sobre la Gran Muralla china? —preguntó
el emperador.

Nadie se movió ni habló.

—Córtale la cabeza —dijo el emperador.

El verdugo dejó caer el hacha de plata.

—Quemad la cometa y el cuerpo del inventor y enterrad juntas las cenizas —dijo el emperador.

Los guardias se retiraron a cumplir las órdenes.

El emperador se volvió hacia el sirviente que había visto volar al hombre.

—Cierra la boca. Todo fue un sueño. Un sueño muy triste y muy hermoso. Y a aquel labrador que también vio, dile que le pagaré una buena suma pa¬ra que
piense que fue sólo una visión. Si esto se di¬vulga alguna vez, tú y el labrador moriréis inmedia¬tamente.

—Sois misericordioso, emperador.

—No, no soy misericordioso —dijo el anciano. Más allá del jardín vio a los guardias que quemaban la hermosa máquina de papel y cañas que olía al viento
de la mañana. Vio que el humo oscuro subía al cielo—. Sólo perplejo y temeroso. —Vio que los guardias cavaban un pozo para enterrar las ceni¬zas.— ¿Qué
es la vida de un hombre contra la de millones? Debo consolarme con este pensamiento.

Sacó la llave de la cadena que llevaba al cuello y dio cuerda una vez más al hermoso jardín en minia¬tura. Se quedó mirando las tierras que llegaban a
la Gran Muralla, la pacífica ciudad, los prados verdes, los ríos y arroyos. Suspiró. En el jardincito susurró la oculta y delicada maquinaria y se puso
en movi-miento; los hombrecitos paseaban por los bosques, las caritas asomaban en las sombras matizadas por el sol, y entre los arbolitos unos brillantes
trocitos de canción azules y amarillos, volaban, volaban en aquel pequeño cielo.

—Oh —dijo el emperador, cerrando los ojos—, mira los pájaros, mira los pájaros.