Texto publicado por Irene Azuaje

Mujeres que se autodestruyen.

Por Verónica Chiaravalli. LA NACION.

"Siempre he dicho que habremos alcanzado la verdadera igualdad social cuando podamos ser tan necias, ineficaces y malvadas como lo son algunos hombres sin que se nos señale especialmente por eso". Las palabras de Rosa Montero en el prólogo de la reedición de Nosotras constituyen toda una declaración de principios y anticipan algo de lo mucho que veremos en la vasta y caleidoscópica galería de personajes femeninos a lo largo de las páginas siguientes.

Montero quiere iluminar un pasado que no se conoce, que acaso permaneció oscurecido por conspirativa voluntad patriarcal o por mera pereza intelectual ante un sentido común establecido y heredado sin cuestionamientos: "Ha habido mujeres en todas las épocas haciendo cosas memorables: dirigiendo imperios, creando tablas de cálculo, descubriendo los secretos del universo, escribiendo la primera literatura de autor que jamás se ha escrito, capitaneando ejércitos", recuerda.

Pero como también se propone espabilar conciencias adormecidas, además del precio que hubo que pagar por los logros femeninos (algo razonable, dado que el sacrificio es lo que cabe esperar en la vida de casi cualquiera que ambicione en grande, especialmente si se lanza a la conquista de territorio ajeno, sempiterna característica de la condición femenina en cualquier ámbito que no fuera el hogar), la autora expone algo mucho más perturbador: una veta autodestructiva, una energía poderosa dirigida a anular el propio ser en la certeza -errada- de que esa anulación de sí mismas haría más grande, más genial al hombre amado. No se trata de mujeres sin otra vocación que la de cumplir con el papel burgués de señoras o ejercer el reinado de las intrigas y el cotilleo domésticos. Se trata de mujeres con curiosidad y talento que esterilizaron sus capacidades para acompañar a su pareja, como si dos espíritus ricos no pudieran prosperar juntos.

Un par de los casos más patéticos son también emblemáticos: el de Alma Schindler (inmortalizada como Alma Mahler) y el de Zenobia Camprubí, esposa de Juan Ramón Jiménez. En Nosotras, Montero va contra el estereotipo de la musa inspiradora de titanes para poner el acento en lo que pudo ser y no fue: una compositora con voz propia. Mahler la habría convencido de abandonar esos intentos incipientes y consagrarse en cambio a su felicidad (la de él), que por algún misterioso efecto derrame llegaría también a ser la de ella. Alma acató, y con los años solo pudo tragar las amarguras y los sinsabores de la vida (que no le ahorró los golpes más dolorosos) y del espejismo del amor-pasión roto una y otra vez, tomándose una botella de Bénédictine por día.

Cercano pero distinto, lo de Camprubí y Jiménez parece una follie à deux tétrica y sin el mínimo glamour. Profesora de Literatura y traductora, Zenobia era una mujer emprendedora y llena de proyectos (algunos de los cuales llegó a concretar en materia de enseñanza), hasta que su matrimonio la cubrió de ceniza. De a poco, empezó a vivir entregada a satisfacer las necesidades y los caprichos de su marido, hasta el punto de encerrarse en el baño de la pequeña vivienda que compartían cuando Juan Ramón dormía la siesta, para no hacer ningún ruido que interrumpiera su descanso, o descuidar su propia salud y postergar arriesgadamente una intervención quirúrgica necesaria, solo porque Jiménez no toleraba que lo dejara por unos días para internarse en un hospital.

Si bien Montero ensaya algunas hipótesis sobre el porqué de estos mecanismos de autosupresión, lo más interesante de su aporte radica en que los muestra descarnadamente. Y esta iluminación produce efectos. Como escribe en el capítulo dedicado a Mary Wollstonecraft: "En la vida solo hay dos cosas en verdad irreversibles: la muerte y el conocimiento. Lo que se sabe no se puede dejar de saber. La inocencia no se pierde dos veces".