Texto publicado por TTS Fer

Nota: esta publicación fue revisada por su autor hace 5 años.

Cuento navideño: Navidad a motor.

Nunca me imaginé que viviría una navidad en la que se reflejaran dos de mis miedos. La pasamos en mi casa, estábamos invirtiendo en regalos, compras necesarias que pueden ser otra forma de regalos, comida, pirotecnia. De forma que así tal cuál, no íbamos a poder pasarla fuera, mucho menos alojando al resto de nuestra gente. Somos ricos, pero la plata se va.
En la fiesta estuvimos Milena, su hermano Ariel, Dani, Dekyo, sus padres, su hermano Emilio, Rodrigo y sus hijos, otro Emilio y Valeria, Anita, la nueva novia de Rodrigo, Jazmín y yo. Éramos una cantidad considerable. La comida fue alternando entre comida fría típica navideña de Monstruocity. Casi todos, es decir todos los que tenían alguna experiencia en la cocina, habíamos llevado algo. Entre tanto, yo en la parrilla hacía un asado, que irónicamente no quise comer. Jazmín, en cambio, había traído algunas ensaladas vegetarianas. Había Sushi, por supuesto. Sushi de pescado y de verduras, que a Jazmín sí le gustaba.
Pero yo al probar piononos y sobre todo huevos rellenos, comencé a tener una mala sensación, que no me veía venir. Juraría que en el resto de mi vida me tragué una navidad desagradable. Resultó que ciertas comidas contenían fiambres. En teoría nada de malo tenía eso, y yo no soy vegetariano, aunque lo intenté varias veces, pero tuve traumas con ciertos fiambres. En 2001 y 2002, por ejemplo, ¿me he intoxicado no pocas veces con un leberwurst? Que estaba vencido, con un queso y con una morcilla. Esto me llevó a que, si fiambres de ese estilo como el paté o la mortadela no es que me dieran asco, sino que los comiera con un miedo que me costaba disimular. Ni siquiera creía que el miedo fuera intoxicarme otra vez, más bien creo que el miedo estuvo más asociado a los sabores. Como si el sentir aquel sabor de la carne picada me produjese…
Bueno, la cuestión es que eso me dio. No quise saber qué contenían los huevos rellenos, aparte de la llama del propio huevo, aceitunas y… No quería imaginarme qué era eso. No quise ni preguntar, mientras charlaba con el resto de la gente como si nada. Al comer piononos no me sucedió eso mismo, pero contenían jamón y queso… Me dediqué a comer las tortillas Tamagoyaki, la torre de panqueques, las gorditas, las enchiladas, el sushi. No tuve esa desagradable sensación para nada. El resto de los chicos comía bastante normal, incluso un poco más que yo, salvo Emilio (hijo de Rodrigo) Ariel y Dekyo que parecían unos pajaritos. Jazmín tampoco comió tanto, pero ella siempre fue así, una chica vegetariana que come de todo un poco con el único objetivo de probar los diferentes sabores y alimentarse, ni más ni menos. Saqué el asado de la parrilla. Todos se preguntaban, seguramente, por qué yo, argentino por excelencia, carnívoro a morir, no probé ningún bocado. Pero lo cierto es que los demás han probado, me han dicho que los chorizos y la carne estaba todo muy rico. Morcilla no hice, ya hubiera sido demasiado. No soporto tener una morcilla en mis narices. Me lleno de malos recuerdos, me intoxico imaginariamente, tengo arcadas, sufro un poco.
En su lugar me deleitaba con las ensaladas y vegetales que han preparado la madre de Dekyo y Jazmín, por separado, como grandes cocineras que eran.
Con la panza llena y el corazón contento, los adolescentes se retiraron a jugar a la PS 4. Milena y Valeria se fueron a la cocina vaya a saberse a qué, detrás de Anita, Jazmín y Viviana, la madre de Dekyo, quienes levantaron la mesa y lavaron los platos. Carlos, Dani, el Ro y yo permanecíamos en el quincho, ordenando la parrilla, charlando de la vida, y alrededor de las 11 de la noche repartimos helados magníficos para todos, a pedido de Dekyo que se moría por los magníficos. Dani y los chicos habían probado magníficos anteriormente, y estaban tan encantados como Dekyo, queriendo más.
Yo no comí, irónicamente, con lo que me gustan. Viviana, la mamá de Dekyo me trajo uno, y yo decliné cordialmente. En ese momento estábamos con Jazmín, Ariel y Valeria tocando la guitarra y cantando canciones populares. Desde el comedor se oía la estridente música de algún videojuego. Valeria se reía porque decía que mi forma de tocar rancheras era como si tocara una chacarera. Me reí de buena gana con el comentario, siendo que estos son ritmos re diferentes, pero asentí dándole la razón, pues la guitarra no es mi instrumento principal. Milena tal vez ayudaba en la cocina, o tal vez jugaba. Yo ya no lo sabía.
Se acercaban las 12 de la noche. Los padres de Dekyo, Dani y Rodrigo, es decir los más grandes justamente, no sé y no creo que quiera saber, pero a los más niños y adolescentes nos daba igual, nos valía madre el verdadero motivo por el que se celebrara la navidad. Para mí, por ejemplo, la navidad es un motivo perfecto para comer hasta reventar, pedir regalitos y tirar fuegos artificiales. Y me consta que el resto de niños y adolescentes que estaban conmigo pensarán igual, porque todo lo que reinaba eran ganas de juguetes, videojuegos y cuetes.
Las chicas y yo trajimos la lambonada a la mesa, que ubicamos previamente afuera. Qué mejor idea que brindar y decir feliz navidad al aire libre, donde estaba hermoso y la luna resplandecía, iluminando nuestros rostros. Carlos y el Ro trajeron a la mesa las bebidas. La mesa estaba servida. No teníamos la costumbre de decorar con velas, flores y demás. La ceremonia no era nuestro fuerte. Feliz navidad, fruta seca con chocolate, chupi a lo loco, y a la mierda. Así de sencillo. Así pues, hubo que llamar a los adolescentes, quienes resultaron estar jugando al Mortal Kombat. Costó un esfuerzo, ya que además la estridente melodía del nivel invadía toda la estancia y habitaciones adyacentes, pero finalmente apagaron la Play y se levantaron del piso, como zombis o robots dispuestos a reactivarse.
Los niños y adolescentes ya estaban a los empujones alrededor de la mesa recogiendo maní con chocolate, Mantecol, turrones, confites. Dekyo estaba como loco, como si no hubiese comido magnífico una hora antes. El Ro, que amablemente había estado descorchando las botellas, nos servía a todos copas de cidra. A las niñas se les sirvió cidra sin Alcohol. Jazmín declinó amablemente, el Alcohol no le gusta. Dekyo, Dani y compañía no sé qué consumieron, todo lo que hacía yo era centrarme en la lambonada y tomar algunos traguitos sin esperar a los demás.
Ariel y Emilio (hijo del Ro) se habían llevado algún puñado de lambonada y habían regresado a la Play. Dekyo estaba con su hermano hablando en susurros. Milena esperaba que le acercara algunas golosinas surtidas y eso hice. Comenzó la cuenta regresiva, Ariel y Emilio habían vuelto a lo mejor reprendidos por alguien. Feliz navidad, alboroto, fotos, las cámaras 3d en acción disparando sus flashes constantemente. Jazmín sacaba fotos. Por ejemplo, una foto mía con Dani y Dekyo, otra con Milena, Otra los 4 juntos, otra ella y yo, otra Dekyo y su familia. Los papás de Dekyo también sacaban fotos. Nos decíamos “feliz navidad” y nos dábamos abrazos, aquellos saludos de rigor. Brindamos. Alzamos las copas, chin chin. Tomé cidra. Me terminé la copa, borrachín como yo solo.
Un rato después, comenzamos a repartir los regalos, discretamente, aunque por suerte absolutamente nadie ignoraba que Papá Noel no existe. Yo, para joder, me reía como él, causando la risa del Ro y algunos otros por el tono de voz que ponía. Dekyo me imitaba burlón, y se reía. Carlos, el papá de Dekyo, repartió cada regalito, donde estaba el nombre del receptor en el envoltorio.
A Dekyo se le regaló una caja de golosinas surtidas y un nuevo controlador midi, que contenía 61 teclas, más perillas y botones que el que tenía él antiguamente. A Dani, se le regaló un pack de tarjetas de sonido y un perfume natura. A Milena se le regaló una muñeca inteligente. A Jazmín, una pulsera de plata que era preciosa y contenía un zafiro, con un mensaje de amor en su interior. En secreto, y ella lo supo, se la regalé yo. A Valeria, una mascota virtual de última generación en forma de gatito. A Ariel, una colección entera de cartuchos para una Famicom japonesa que de ojete logró adquirir online en una tienda de segunda mano, no hacía mucho. Era la envidia de Dekyo. De hecho, cuando él se enteró de que Ariel poseía la famicom, montó en tal cólera que tuvo que hacer un gran esfuerzo para disimularla. ¡Él quería esa Famicom! “Muéranse todos” gritaba furioso, como siempre que se frustraba.
Me llegó el turno. Carlos me entregó un paquete. Dekyo seguía mi mirada con un gesto sospechoso. Yo estaba más interesado en disfrutar la lambonada, pero le agradecí a Carlos y procedí a abrir mi regalo. Abrí una caja. Sí, me parecía que era un juguete. Lo que no me esperaba, era que me regalaron un Dron. Un dron en una suerte de helicóptero a motor. A caballo regalado no se le mira el diente, así que fingí asombro y alegría, muchas gracias, está hermoso, los gestos de sorpresa de rigor. Claro que me propuse examinarlo.
-Mira, lo controlas con solo mover la mano -decía Dekyo, como si me explicara el funcionamiento de una consola de videojuegos.
Dicho aquello, encendió el helicóptero a través de un pequeñísimo botón que había en un lateral. Comenzó a moverse solo, a girar sus hélices, haciendo un fuerte sonido a motor. Los demás veían con asombro, maravillados, cómo el helicóptero alzaba el vuelo y se movía a cualquier lado, con solo un movimiento de nuestra mano. Yo, en cambio, lo miraba aterrado.
Desde niño me han aterrado los juguetes a motor. I me preguntaran por qué, sucede que siempre imaginé que alguno de estos podría encenderse por sí solo, en el momento menos pensado, asustándome al comenzar a moverse, emitiera o no sonidos. De hecho, el fuerte sonido de los motores mecánicos que integran estos juguetes ya me aterra. He tenido autitos, avioncitos, un coche de policía, una camioneta de cargamento, incluso muñecos que movieran su cuerpo mientras cantaban algo. Todo aquello me daba pánico, y esto hizo que les tenga mido incluso a ciertos artefactos. Le temía a la máquina de cortar el pelo o a la afeitadora. Le temía al secador de cabello, con la diferencia de que este último lanzaba aire caliente. Le temía a la aspiradora, a la batidora, a la licuadora, la exprimidora eléctrica. En mi imaginación, estos juguetes y electrodomésticos se encendían por su cuenta, me agarraban los dedos y me hacían daño. Si no tenían pilas ni enchufe, se encendían igual, incluso con solo yo estar a un metro de distancia o acercar una mano. Si iban a pilas, ya se encendían con solo ponerle la última pila necesaria, de modo que estaban prendidos sin yo darme cuenta, esto ya me ha sucedido en la realidad. Incluso recordaba con horror cuando yo estaba revolviendo el canasto de juguetes que tenía en mi antiguo apartamento, y ahí nomás algo comenzó a hacer ese sonido a motor. Era un burbujero que funcionaba parcialmente, al que desde entonces le empecé a temer de una manera quizá exagerada.
Bueno, en estos momentos yo temblaba de miedo ante un dron que, sospechaba, podría encenderse solo, volar hacia a mí y acuchillarme con esa larga hélice que giraba a toda velocidad, echando viento. Dekyo y sobre todo su hermano estaban sonrientes, sospechosamente triunfantes, en tanto los demás lo miraban maravillados. Jugábamos casi todos con el dron, éste en el piso, nosotros moviendo la mano, y el dron haciendo unas cabriolas increíbles. Dekyo y su hermano lo hacían volar a gran altura, ir de cabeza al piso, lo que me remitió a la imagen de un dron cayendo al agua desde grandes alturas, y el dron se apagaba. No muchos segundos después, se encendía. Quise creer que Dekyo o su hermano, o alguien, lejos de mi vista lo había vuelto a encender. Yo no jugaba casi con eso, solo lo miraba aterrado, sospechando que más que divertirme estaba por empezar una nueva agonía para mí.
Apagado el dron, puesto que yo les pedí amablemente que lo dejen (tal vez mi cara de terror era notoria) me hicieron caso y la fiesta continuó. Algunos comían, otros tirábamos cuetes, otros hacíamos ambas cosas casi alternadamente. Yo me gasté un dineral en comprar pirotecnia para todos, contra los rezongos de Dani. Me parecía respetable que no le gustase la pirotecnia, pero lo siento, soy consumista hasta esos extremos.
La fiesta continuó transcurriendo, yo de momento me olvidé del dron y me centré en mis invitados, que me parecían mil veces más importantes. Cerca de las 2 de la mañana la gente comenzó a marcharse y yo ya tenía los párpados cayéndose del sueño. Dani dormía, el Ro y Carlos limpiaban, los adolescentes y yo jugábamos en la famicom de Ariel que se la había traído, las chicas ordenaban y limpiaban las cosas de la cocina y la comida. Cuando las chicas terminaron, entré a la cocina a servirme agua, mientras estaba enviando y recibiendo saludos por Navidad en mi celular. Y entonces me llegó el sonido. Ese sonido mecánico, aterrador, constante. A gran vuelo, el dron avanzaba desde alguna parte y se movía veloz por la cocina. Se acercaba a mí. Procuré no dejar escapar ni un grito, ni un gemido. ¿Tal vez alguien lo movía con la mano desde lejos?
Fui al comedor. Dekyo, su hermano, su tocayo Emilio y Ariel jugaban re tranquilos. Nadie gesticulaba moviendo el Dron. Seguí fijándome. En un cuarto Dani dormía profundamente, en el otro Valeria y Milena aún estaban despiertas.
Estaba volviendo al comedor y el Dron se movía en sentido contrario. Los chicos lo miraban más maravillados que aterrados, nadie hacía un movimiento sospechoso. Tal vez no se daban cuenta que yo no jugaba con el Dron. Éste se movía hacia mí, alzó el vuelo y casi me da con la hélice en la cabeza, golpe que supe esquivar. No grité, aguanté la tormenta, los chicos reían por lo bajo.
El sonido del motor del dron era insoportable. Volví a la cocina. El dron me seguía. Volvió a alzarse y durarse a toda velocidad hacia mí, atravesando rasante mi dorso. Lo esquivé, casi me ganaba otro golpe más. Intenté seguir aguantando si pegar un solo chillido. Los chicos tal vez notaban mi cara de horror, si es que la tenían y preferían ser indiferentes, o tal vez pensaban que jugaba con el dron. ¿No se daban cuenta que no movía la mano para controlarlo?
No me agachaba a intentar detenerlo cuando estaba en el piso, porque me daba miedo que se me abalanzara o algo similar. El dron cayó al suelo tras aterrizar bastante mal, y se apagó. Una parte de mí me pedía que lo recogiera y le quitara las pilas, lo guardara en otra parte, lo que no garantizaba para nada que me dejase de joder. Podría andar igual, sin pilas, como me ha pasado con otros juguetes a motor. Otra parte de mí me decía que ni se me ocurra acercarme al Dron. Así pues, me acerqué de puntillas, temblando, acojonadísimo, parecía un corderito que va camino de matadero. Llegué a la altura del dron. Me agaché. Acercaba los dedos a su superficie cuando el motor emitió el sonido más agresivo que pude imaginarme en toda mi vida, a la vez que fui investido por la hélice del dron. Di un alarido de terror. Estaba inmóvil. Traté de salir corriendo, no pude. Sí grité, ¡claro que grité! En respuesta el Dron me agarró con su hélice los dedos, las manos, los brazos, me dio en la cabeza, ¡casi me pegó en el ojo! Y yo, inmóvil, llorando, juraba que Dekyo y su hermano se desayunaban con mi agonía. ¿Es que no se acostumbraban a que en Monstruocity ocurren hechos acojonantes?
Me levanté y con todo el horror taladrándome la cabeza y enfermando mi corazón eché a correr despavorido por la casa. El Dron, más veloz que yo, me seguía. Su motor seguía emitiendo aquellos rugidos. Las nenas habían salido de su cuarto. Estaban asustadas observándome escapar del dron. Estaban pálidas, acojonadas, temblaban como yo. Dani, creo, seguía apolillando como un santo. El Ro llamaba a Valeria, para marcharse, indiferente a lo que sucedía.
-Ya, ¡apágalo! -me gritó Dekyo a lo lejos.
-No puedo, apaalo vos -le dije con voz temblorosa. Hice un intento de no ser tan cagón. Tenía al dron sobre mi cabeza, volando en círculos, sin caer al piso. Para colmo, no caía como un perro de cabeza, más bien parado como un gato. El dron cayó al suelo, por supuesto parado. Se apagó solo. Decidí armarme de valor, si se disponía a atacarme me juraría que lo agarraría fuertemente y lo trituraría con mis propias manos. Dekyo estaba a 2 metros detrás de mí, dispuesto a salvarme la vida. Menos mal, no quería seguir sufriendo yo solo con esto.
- ¿En serio te dan tanto miedo los juguetes con motor? Yo pensaba que bromeabas.
Por toda respuesta, me armé de coraje y agarré el dron. Bien, de momento estábamos bien. El dron estaba re tranquilo en mis manos, pero yo no estaba ni quieto ni mucho menos calmo. Podía apretar el botón a ver qué ocurría, pero no. A ver si se prendía y me atacaba. Decidí hacer lo siguiente: poner la hélice lejos de mi cabeza y apretar el botón, sujetándolo con fuerza. Se prendió, el sonido del motor fue normal, no ese rugido aterrador que ya dio 2 veces casi seguidas. Sí sentí un fuerte cosquilleo en la palma de la mano con que lo sujetaba, más a semejable a una descarga eléctrica. Lo volví a apagar, se apagó.
Le saqué las pilas. Luego de sacárselas pensé apretar el botón de encendido para comprobar que ya no me jodiera más. No lo hice, intenté esconderlo lejos porque sé que queda feo romper algo en presencia de quien te lo regaló. Decidí irme a dormir, no tenía fuerzas ni para ver cómo estaba Milena que ya presenció el horror del dron.
Entré a mi cuarto, donde Jazmín ya estaba desnuda y profundamente dormida en nuestra cama. No pude saludar a los invitados, que ya se fueron, incluso llevaron a Ariel hasta la casa. Me acosté, totalmente desnudo, solo con calzones, destapado a causa del calor que hacía, pero acurrucado junto a ella. Me costó dormir. Me dormía y despertaba intermitentemente. Parecía una lámpara que se enciende y se paga sin cesar. Como tenía calor, mis pies estaban fuera de la cama rosando levemente los de Jazmín, envueltos en las sábanas.
Ya serían las 6 de la mañana, cuando me llegó el sonido. Estaba durmiendo, y de repente desperté con un sudor frío que recorría todo mi cuerpo y creo, mojaba a Jazmín. Parecía despertarse también, sobresaltada.
Era el inconfundible y fuerte rugido del motor del dron, que, sin embargo, sonaba como quieto, en el mismo lugar. Mis oídos terminaron de despertarse. Sudaba a grandes chorros. Me di cuenta que el sonido era intermitente. Inmóvil en el lugar, el motor rugía y se apagaba a un ritmo constante. Prendí la luz. El dron estaba ahí, como guardando la salida. Jazmín se despertó de golpe. ¿Qué hacía el dron allí? Esto se lo debía preguntar ella, porque yo ya tuve que vivir aquel horror antes de acostarme. Me percaté de que el dron se iba acercando, cada vez más, sin pausa y sin prisa… Y de repente, los dos ya despiertos de golpe, el dron adquirió un poder de movimiento y sonido que nos hizo estremecer y chillar de miedo, alzó el vuelo y antes que podamos reaccionar, pasó golpeándonos con la hélice. Gritamos asustadísimos. No era ninguna pesadilla, por desgracia. La hélice comenzó a girar para un lado y el otro, como si quisiera desenroscarse por sí sola, agarrando con furia el pelo de Jazmín y haciéndole daño.
Ver a mi chica llorar de dolor y miedo pudo más que mi acojonamiento por el dron, así que armado de furia y coraje, sujeté el dron de malas modos intentando no hacer llorar más a Jazmín de lo que ya estaba. Ahora eran dos torrentes que debía parar, dos canillas que debía cerrar, dos motores que debía frenar. El dron con sus movimientos por sí solo, y Jazmín llorando. Y mi corazón asustado, sí. El Dron, solito, se zafó de mi mano, atravesó mi pecho y me gané un fuerte golpe con la hélice, como si fuese una cuchilla. Pudo haberme matado ese juguete de mierda. Por suerte, solo me dio un susto más, de los incontables, un trompazo más con su hélice veloz. Pero dolió, fue un golpe re fuerte. Jazmín seguía llorando y chillando, estaba tan acojonada como yo. En un reflejo de mi mano derecha agarré con fuerza el maldito dron, Lo estrujé con fuerza con ambas manos. Sentí una vibración y a la vez el sonido del motor cambió, como si este estuviese enojado porque lo paré, como si estuviese rumiando su odio contra mí. Me importó un choto. Lo estrujé con aún más odio, maldije para mis adentros, no maldije al pobre Dekyo a quién, sin embargo, seguía queriendo un montón. No creía que fuese tan malvado y capaz de hacerme pasar este horror, regalarme este dron a sabiendas de mi trauma con los juguetes a motor y que no podría dormir esa noche. Tal vez si les hubiera confesado mi rechazo y mi pánico a los juguetes a motor no sucedía nada de esto, pero ya está.
Totalmente desnudo salvo por mi calzón rojo, agarré el dron, lo sujeté contra el piso, con todo mi odio lo pisé y lo intenté triturar como fuera, con pies y manos. Lo que sentí fueron cosquillas que se transformaban en descargas eléctricas en las plantas de los pies. No podía quebrarlo ni pararlo. Tocar el botón, si el lector se lo preguntaba, ya no servía, si no lo hubiera hecho hace rato. Frustrado, pensando para mis adentros “muéranse todos”, deseando que se muera este dron hijo de su madre. Jazmín había ido a esconderse al baño, desnuda como estaba. Agarré el dron, lo empecé a golpear contra el suelo cada vez con más furia, y cuánto más lo golpeaba, para mi sorpresa y horror, más fuerte rugía, más rápido giraba su hélice (ya me encargaría de ella) y repentinamente se zafó muy bien de mi mano y comenzó a torturarme, viniéndose encima de mí. Estaba tan colérico que lo volví a sujetar.
Pensé: “Si me muero en el intento, ya no importa”.
Pensé: “Si la hélice me destroza la mano, que me la destroce, total ya me voy a curar”.
Sin más, agarré el dron por el centro con una mano y, con miedo y todo, para qué negarlo, intenté sujetar la hélice con la otra mano. Claro que la hélice casi me rompió los dedos. La sangre tal vez comenzaría a salirme y el dolor era terrible, pero contra todo, casi casi, logré agarrar la hélice y paralizarla contra mi mano. Pero era tan rápida, la hélice del demonio. Volví a hacer el intento, me gané un golpe en alguno de mis músculos que inmediatamente comencé a sentir como acalambrado. ¡Agarré la hélice!
No pudo girar más. No pudo, mientras yo la sujetaba con odio y furia, y comencé a tirar de ella, con la clara intención de quebrarla. No solo no lo logré, sino que de repente sentí una terrible descarga eléctrica y de un fuerte grito, no tuve alternativa, dejé caer el dron que alzó vuelo y desapareció por alguna parte.
Estaba inmóvil, en el piso, me dolían las manos, la derecha más que la izquierda. Jazmín seguía encerrada en el baño. El dron no supe a dónde fue y no me atreví a buscarlo. Sufriendo de dolor y miedo, haciendo un esfuerzo por ser hombre a pesar de las circunstancias, volví a la cama. Como el dron podría regresar y atacarme nuevamente, decidí taparme a pesar del calor que hacía, a riesgos de impregnar la cama de sudor. Pero Jazmín o ya estaba acostumbrada a las expulsiones de mi cuerpo, o le parecía lo más natural del mundo, o no me decía lo que sentía. En todo caso, nunca se hacía drama por estos detalles. Ella volvió a la cama, jadeando, gimiendo, el rostro demacrado, y al verme intentar volver a dormir y comprobar que el cuarto estaba en silencio, apagó la luz, porque con luz no se puede dormir, y se acurrucó a mi lado.
La mañana siguiente nos despertamos tardísimo. Eran más de las 12 del mediodía. Esta mañana sí, nos habíamos despertado Jazmín y yo juntos, porque normalmente ella se despierta antes que yo, preparando el desayuno y haciendo cosas de la casa. Milena y Dekyo estaban despiertos. Dekyo me dijo que no pudo dormirse, que se quedó toda la mañana en la computadora, que estaba lleno de energía. Pero justo en este momento le empezaba a dar sueño. Me preguntó por el Dron. Le dije que no sabía dónde estaba. Me pidió perdón, me dijo que creía que me gustaría, que no sabía que los juguetes a motor me dieran miedo. Era cierto, o nunca se lo dije o en todo caso no lo recordábamos. Le dije que no había problema, que al menos supe que quiso hacerme un regalo. Me prometió que, si lo encontraba por la casa antes que yo, se lo quedaría él o lo trataría de destruir. Le conté lo que me sucedió a noche, y que, si yo no pude destruirlo ni mucho menos pararlo, no creía que él pudiera. Zanjamos el tema. Desayunamos. Hablamos, mientras, sobre mi favor hacia los juguetes a motor. Les confesé todo, les dije que no soporto tener un juguete a motor cerca de mí. Jazmín pensó que tengo que superar un trauma, yo preferí no emitir opinión ya que creía que tenía razón.
Dekyo me dijo que sí le gustan los juguetes a motor. A Milena y a Dani no les interesaban tanto, salvo porque Dani recordaba ciertos robots que hablaban y se movían, por ejemplo. Pero por suerte, a Dekyo le gustaban más los pianitos y sintetizadores de juguete, como a mí.
Tarde, por supuesto, almorzamos. Había sobrado de todo un poco, incluso bastante carne. No, de todo un poco no. Lo más rico para mi gusto se había agotado, apenas quedó algún taco y un poco de sushi que hubo que repartir.
Para mi desconcierto y horror, Jazmín trajo consigo comida que la noche anterior no había. No la creí capaz de esto. En una fuente había alguna comida fría que podría tener unos 17 años guardada. Eran algunos fiambres y carne fría, sugerentemente negra. ¡Dios! ¡Otro de mis miedos!
Jazmín, por primera vez, me sugirió probar aquello. No lo podía creer. Me señalaba aquella carne negra, aquel leberwurst que no me dejaba vivir. Se confirmó lo que sospechaba, esa comida en estado de descomposición había sobrado de una navidad de 2001. Me acojoné, no quise comer nada. Para mi sorpresa, me vi mezclando la comida y contra mi voluntad, llevándome a la boca un trozo de leberwurst negro. Estaba inmóvil, acojonado, incapaz de masticar ni mucho menos tragar. Dani y Dekyo parecían no percatarse de nada, Milena se juró no tocar nada de aquella comida, y Jazmín no se veía precisamente feliz de verme comer aquello, más bien actuaba como obedeciendo una orden superior. Yo tenía un pedazo de negro leberwurst en la boca. Me sentía morir, de asco, miedo. Sentía aquel sabor a vencimiento, a comida guardada de años.
No tragué, ¡faltaba más! Sí me levanté y corrí al baño a vomitar hasta el desayuno. No pocas veces en mi vida me enfermé, e incluso una vez a mis 10 años estuve un tiempo rechazando todo lo que tuviese sabor, por más rico que fuese. Nunca supe por qué, porque me lo guardé tan bien que no me llevaron ni al médico. Podría sucederme lo mismo ahora, de modo que no pude seguir comiendo. Vi con espanto incluso lo que estaba rico. La carne fría, que estaba muy rica y habíamos comprado y cocinado recién ayer, e tornaba negra e incomestible. Las verduras que contenían algunas comidas sobrantes, se me tornaron congeladas hacía tranquilamente una veintena de años. Como pude, les expliqué a mis amigos que este era otro de mis traumas que se reflejó conjuntamente con el dron.
Hablando del dron, yo estaba tan distraído con mis amigos charlando y evitando tocar la comida. Cuando repentinamente un rugido que me sonaba muy familiar comenzó a oírse en el comedor y una poderosa hélice nos atravesó a todos, dejando una estela de viento.