Texto publicado por Irene Azuaje
Todos somos raros (aunque unos más que otros).
Rosa Montero
La curiosidad, el amor al reto, la necesidad de lograr algo distinto y una gloriosa chifladura forman parte de la condición humana
UN RECIENTE ESTUDIO del departamento de psicología de la Universidad de Yale (EE UU) ha demostrado que nadie es normal, o lo que es lo mismo, que la normalidad es tan sólo un valor estadístico, lo cual, por otra parte, es una verdad de Perogrullo, una obviedad que muy dentro de nosotros todos sabemos. El individuo supuestamente normal no es más que un modelo imposible diseñado con los rasgos más habituales, pero como nadie puede estar dentro de los valores mayoritarios en todos los registros de su vida, resulta que todos somos raros de algún modo. Y esas desviaciones nos definen de tal manera que a menudo pienso que el amor consiste, precisamente, en encontrar a alguien con quien compartir nuestras rarezas.
Eso sí, algunos parecen más raros que otros. O quizá en esto influya un sesgo cultural: no en todas las sociedades resulta igual de fácil mostrar tus diferencias. Por ejemplo, yo diría que Reino Unido siempre ha respetado e incluso fomentado la excentricidad, mientras que la sociedad española ha sido tradicionalmente mucho más normativa. Lord Byron, un excéntrico él mismo, dijo que la decadencia del imperio español fue a causa de la publicación del Quijote, porque el libro esencial de nuestra cultura nos enseñaba que el individuo que se atrevía a ser distinto y a tener grandes sueños se convertía en un patético bufón de quien todos se burlaban. Yo no sé si nuestro hipertrofiado sentido del ridículo se deberá al hidalgo manchego; más bien creo que Cervantes, con su enorme talento, supo captar ese rasgo de nuestra cultura. Pero lo que sí es cierto es que la diferencia es un valor, que la diversidad contribuye al éxito adaptativo de nuestra especie y que la gente rara, en un amplio arco que va desde lo más estrafalario hasta lo más sublime, es el motor de la historia.
El neuropsicólogo escocés David Weeks publicó en 1995 un libro sobre la excentricidad en el que concluía que quienes poseían esta peculiaridad eran más felices, consumían menos drogas y eran muy creativos. También calculaba que sólo había un excéntrico por cada 5.000 o 10.000 personas, lo cual me parece bajísimo. Creo que Weeks sólo se refería a los raros geniales, y eso, claro, es afinar mucho. Pero basta con mirar de cerca a tus vecinos para advertir que los seres humanos somos un hervor de extravagancias.
Y si no, consulta en Internet los récords Guinness más estrafalarios y pásmate ante las cosas a las que la gente se dedica. Hay un récord para saltar 100 metros vallas con aletas de bucear en los pies, una suprema tontería que hace la carrera dificilísima (¿cómo se le ocurriría a alguien semejante idea?). Otros doblan sartenes de aluminio con las manos, o arrastran camiones tirando con una oreja, o con el pene, los dientes, el pelo e incluso uno “con la cuenca de los ojos”, que no sé muy bien qué espeluznante cosa significa. Todas estas actividades, por extrañas que parezcan, tienen numerosos competidores y son retos exigentes que obligan a largos y duros entrenamientos. La ambición de una vida.
Este artículo se ha cocido en mi cabeza tras leer que un francés de 71 años zarpó a finales de diciembre de las islas Canarias encerrado dentro de una especie de barril naranja, con el que espera llegar al Caribe en tres meses, impulsado tan sólo por el oleaje. Viva la excentricidad, me dije, divertida ante un proyecto tan loco que, por otra parte, va a servir de estudio sobre los efectos de la soledad en el encierro. No es el único que se mete en estos líos. Por ejemplo, también me fascina que se hayan presentado miles de personas al proyecto Mars One, que pretende enviar 24 colonos a Marte en 2027, en un viaje sin retorno. Ahora Mars One está en entredicho (se habla incluso de estafa), pero los aspirantes acudieron honestamente, dispuestos a irse a Marte para el resto de su vida. ¿No es formidable esa temeridad, esa excentricidad? ¿Por qué se empeña el ser humano en hacer cosas tan peligrosas y tan inútiles como, pongamos, subir hasta la cumbre del Everest? Pues simplemente porque la montaña está ahí. La curiosidad, el amor al reto, la necesidad de lograr algo distinto y una gloriosa chifladura forman parte de la condición humana. Sin los raros, aún seguiríamos en las cavernas.
Elpais.es