Texto publicado por Irene Azuaje
Acerca de las palabras.
Por Ariel Torres. LA NACION.
En la primera clase de una materia que dicto en la universidad, propongo un ejercicio engañosamente humilde. En medio del pizarrón escribo la palabra "gato". Solita, insignificante.
A continuación, les pido a mis alumnos que vayan diciendo todos los conceptos que pueden relacionar con esa palabra. Van saliendo así desde la agilidad hasta el sigilo, desde las vibrisas hasta Bastet. En la siguiente media hora, la pizarra -que en realidad es blanca, y apunto este dato sin ninguna inocencia- se llenará de adjetivos, sustantivos y verbos. Entonces les digo que salvo unas pocas excepciones, todas las palabras reverberan en el lector con una resonancia así de vasta. Que no es igual miedo que terror, pavor, pánico, aprensión, susto, alarma o desasosiego. Ni significa lo mismo casa que hogar o morada que domicilio.
La semántica es la armonía del idioma, y cada palabra resuena con otras, no dichas, y estas a su vez inspiran nuevos ecos. Como las 11 cuerdas del sitar que no se tocan, sino que suenan por simpatía con las que el músico pulsa.
Les aconsejo entonces que no se conformen con el primer término que se les ocurra, que exploren, porque todo puede siempre decirse mejor, y que con no poca frecuencia el mismo adjetivo será mucho más efectivo si aparece una sola vez o si cuatro párrafos antes colocamos un sustantivo que de algún modo lo anticipa.
Palabras. Usamos entre 300 y 500 para hablar. Se dice que un buen escritor pasa de las 5000. Es lógico. Sobran los ejemplos en la literatura para demostrar una máxima inmarcesible: los libros no se escriben con ideas, sino con palabras. Así que cada día que aprendemos una nueva es, para los que vivimos del texto, un día de felicidad. Dije aprender, pero es más bien descubrir.
La tarea es doblemente dichosa. Porque, ¿cómo se descubren nuevas palabras? Leyendo a los maestros, por supuesto, y con un diccionario al lado. Pero hay otro modo. Mi madre, que quiso ser escritora, me enseñó cuando era chico a leer el diccionario. Prescindir de los autores e ir directo a la fuente. Desde entonces, no solo puedo pasarme horas rebuscando en ese arcón lleno de tesoros, sino que se me hizo un hábito el coleccionarlos. Tengo incluso dos de sánscrito y uno de alemán tan antiguo que está impreso en letras góticas.
Recuerdo lo que sentí cuando aprendí el verbo escampar. Algo tan sutil como el momento en que cesa de llover. No podía no tener su propio verbo. Allí estaba. En un cuento o en una novela. El escritor no tomó el camino fácil. No puso que había dejado de llover, sino que había escampado. Eso es amor.
Así se mantienen vivas las palabras, además. Cuando las dejamos de emplear, cuando caen en desuso, cuando alguien en alguna parte las cataloga como arcaísmo, adiós, es un color menos, un armónico menos. No habría música sin armónicos. Tampoco habría literatura.
Podría enumerar muchas vocablos que lo hacen a uno amar su idioma. O contar cómo, hace muchos años, con un ejecutivo de una compañía nacional, durante un viaje del que participaban muchos periodistas latinoamericanos, nos propusimos crear un diccionario con las palabras que suenan igual, pero significan cosas por completo diferentes, y en ocasiones con efectos enojosos. Quizás estábamos atareados en asuntos menos importantes, y el proyecto nunca prosperó.
Relataré, en cambio, cómo descubrí la palabra más nueva en mi colección. Hace unos días, mi colega Sebastián Ríos, experto en vinos y viticultura, publicó una foto de los racimos de su cabernet sauvignon y escribió: "Llegó el envero a Florida city". Entonces sentí esa emoción única, corrí al diccionario de la Real Academia y ahí estaba, preciosa y única. "Envero: Color que toman las uvas y otras frutas cuando empiezan a madurar." Ese fue un día feliz.