Texto publicado por Irene Azuaje
El respeto, un músculo poco ejercitado.
Por Sergio Sinay. Para LA NACION.
Hace treinta años, en una colección de ensayos que reunió bajo el título Vivir solos juntos, el gran lingüista búlgaro Tzvetan Todorov (1939-2017), profundo pensador humanista, confesaba que no podía identificar el atributo específico que nos diferencia a los humanos de otros mamíferos. Y agregaba que tampoco le interesaba demasiado. Lo que sí valoraba era que fuéramos animales creativos, con imaginación, espirituales, con sentido del tiempo y necesariamente destinados a relacionarnos cada uno con los otros, que son siempre diferentes. En El jardín imperfecto, un iluminador texto escrito diez años más tarde, sentenciaba: "Los seres humanos no viven ni pueden vivir nunca fuera de la sociedad". Insistía en que la moral no puede existir sino en la sociedad, porque ella nace de la pluralidad, del reconocimiento del otro, de la mutua frecuentación y de la consideración por la diversidad. En cierto modo aquellas ideas resonaban con las de otro pensador esencial, el lituano Emanuel Lévinas (1906-1995), quien definía a la moral en cuatro palabras: "Usted primero, por favor".
Tanto Todorov como Lévinas sufrirían si asistieran a las formas y tendencias que predominan hoy y aquí en las relaciones interpersonales, en la vida pública, y en buena parte de la privada, en el escenario social cotidiano o, para sintetizar, en eso que el búlgaro llamó "mutua frecuentación". El "usted primero" de Lévinas fue rotundamente reemplazado por el "primero yo", "si te molesta, embromate o andate a otro lado", "con mi espacio (o mi auto, mi bocina, mi celular, mi música, mi bicicleta o cualquier cosa que sea mía) hago lo que se me antoja", "tu tiempo o tu necesidad no me importan" y otras tantas e innumerables formas de la falta de respeto. Entre ellas, responder mal o no responder (desde un correo electrónico a una llamada telefónica, un mensaje o una pregunta hecha verbalmente y en persona), insultar por cualquier motivo, desatender obligaciones laborales, económicas o profesionales que involucran y afectan a otros, prometer lo que se sabe que no se va a cumplir, ser impuntual, no pedir disculpas ni solicitar por favor, borrar del vocabulario la palabra gracias, desquiciar cualquier situación con ruidos atronadores, conversar a los gritos en espacios donde otros permanecen en silencio o lo requieren, dar preferencia a la pantalla del celular por encima de las personas que, de cuerpo presente, nos acompañan. Quien siga participando seguirá encontrando ejemplos. En algunos será víctima, en otros victimario. Lo cierto es que, paradójicamente, cuantos más somos los humanos, más prescindimos del otro o más lo maltratamos.
Respeto es mucho más que formalidades y buenos modales. Quien respeta honra un pacto moral imprescindible para una convivencia humana digna de llamarse así. Erich Fromm (1900-1980), autor de obras fundamentales como El arte de amar y El miedo a la libertad, dijo que "respeto no significa temor ni sumisa reverencia, sino la capacidad de ver a una persona tal cual es y tener conciencia de su individualidad única. Significa preocuparse porque la otra persona se desarrolle y manifieste tal como es. De ese modo, significa ausencia de explotación". Así como los deberes anteceden a los derechos, porque ponen al otro en primer lugar, solo quien respeta puede pedir que se lo respete. No hay respeto sin reciprocidad, afirma el ensayista y sociólogo Richard Sennett en su libro El respeto. Y la carencia de esa reciprocidad salta hoy a la vista en la vida y las interacciones de cada día, en cada lugar. Tampoco basta con declamar respeto, es preciso demostrarlo con acciones y conductas. Si los músculos del cuerpo se atrofian sin movimiento, el respeto, un esencial músculo moral, solo se adquiere y fortalece a través de su permanente ejercicio y experiencia. Sin excusas.