Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Con voz de mujer.

Marina Colasanti.
Con voz de mujer.
 
Aquel dios era dueño de aquella ciudad, como un mortal sería dueño de una hacienda o una finca. La ciudad no era grande: el templo, casas, y los campos
vecinos. Pero, porque era dueño de aquella ciudad, el dios era también responsable de la felicidad de sus habitantes.
Y un día, por las oraciones, percibió que los habitantes no eran felices.
—Nada les falta —dijo el dios en voz alta—. Cuido que las estaciones se sucedan en buen orden. Les garantizo cosecha en el campo y comida en la mesa. Ningún
grano se pudre en las espigas. Ningún huevo se malogra en los nidos. Y los hijos crecen. ¿Por qué, pues, no son felices?
Pero los hombres desconocen las preguntas de los dioses. Y aunque había hablado en voz tan alta que podría haberse oído de una estrella a otra, nadie le
respondió.
La ciudad estaba en la palma de la mano del dios. Y aun así tan lejos, que él no veía los sentimientos de aquellas personas.
—Iré allá— dijo la alta voz. —Entre ellos, veré mejor lo que sucede.
Y habiéndolo decidido, abrió sus inmensos guardarropas en busca de una identidad con la cual presentarse en el mundo de los mortales. Había allí pieles
y cueros de todos los animales, desde la lisa piel de la gacela hasta la áspera coraza del rinoceronte. El cuello de la jirafa pendía de un perchero, plumas
de colores lucían en los armarios. Y en un cajón se alineaban las preciosas caparazones de los insectos. Pero esta vez no usaría una forma de animal para
descender a la tierra. Removió entre las pieles de los humanos, alzó una oscura, bronceada por el sol, vaciló un instante. Después escogió la más lisa
y suave, se encerró dentro de ella, se cubrió con una túnica. Y descendió.
Y he aquí que una mujer de largos cabellos apareció en la ciudad diciendo que era dios, y nadie le creyó. Si fuera dios, habría venido como guerrero, héroe,
u hombre poderoso. Si fuera dios, aparecería como león, toro bravío o águila lanzándose desde las nubes. Hasta el cocodrilo y la serpiente podrían abrigar
a un dios en su cuerpo. Pero una mujer venida de las calles estrechas no podía ser otra cosa que una mujer.
Y así, el dios sujetó sus largos cabellos sobre la nuca y fue en busca de trabajo. Pero no se da a una mujer un trabajo de herrero, ni se la sienta en
una carroza a conducir caballos. Una mujer no es persona apta para guiar soldados, no es apta siquiera para el manejo del arado. Y, después de muchas búsquedas,
el dios mujer sólo logró emplearse en una casa, para ayudar a las tareas domésticas.
Una buena casa lo acogió. La esposa diligente, el marido trabajador. No había polvo en los rincones, aunque lo trajeran en sus sandalias. Y los hijos crecían
como crecen los hijos que son sanos. No obstante, poco sonreían. Cumplían sus labores durante el día. Por la noche se juntaban en el establo para aprovechar
el calor de los animales. Las mujeres hilaban. Los hombres reparaban herramientas o hacían cestos. Nadie hablaba. Las noches eran largas, tras las largas
jornadas. Los humanos se aburrían.
Hasta el dios, de huso en mano, se aburría. Y una noche, no soportando la rutina de los gestos y del silencio, abrió la boca y empezó a contar.
Contó una historia que había sucedido en su mundo, aquel mundo donde todo era posible y donde el vivir no obedecía a reglas pequeñas como las de los hombres.
Era una larga historia, una historia como nunca nadie había contado en aquella ciudad donde no se contaban historias. Y las mujeres oyeron, con los ojos
muy abiertos, mientras el hilo salía fino y delicado entre sus dedos. Y los hombres oyeron, olvidando las herramientas. Y el niño que lloraba se adormeció
en el regazo de la madre. Y los otros niños vinieron a sentarse a los pies del dios. Y nadie habló nada mientras él contaba, aunque en sus corazones todos
estuvieran contando con él.
La noche fue corta aquella noche.
A la siguiente, reunidos todos en el establo, como todas las noches, el dios no habló. Las mujeres lo miraban de vez en cuando, por encima del huso. Los
hombres trataban de no hacer ruido, dejando el silencio libre para él. Todos esperaban. Pero los niños, que jugaban con el dios mujer durante el día, vinieron
a sentarse a su lado. Uno, dando un leve tirón a la falda del dios mujer, pidió: —¡Cuenta!
Y, con su voz de mujer, el dios contó.
Así, noche tras noche el dios brindó sus historias a la familia, como hasta entonces les había brindado las frutas maduras llenas de semillas. Y no sólo
a aquella familia, porque pronto el vecino del frente supo, y esa noche se presentó con los suyos en el establo para oír también. Y después fue el turno
del vecino de al lado. Y en poco tiempo el establo estaba lleno, y muchos se amontonaban en las ventanas y en la puerta.
Ahora, durante el día, mientras araban, martillaban, mientras alzaban el hacha, los hombres recordaban las historias que habían oído en la noche, y tenían
la impresión de que también navegaban, volaban, cabalgando relámpagos y nubes como aquellos personajes. Y las mujeres extendían las sábanas como si armaran
tiendas, reprendían el perro como si domaran leones, y al atizar el fuego lanceaban dragones. Hasta el pastor con sus ovejas no estaba ya solo, y las ovejas
eran su legión.
Los hombres sonreían al hacer sus labores, las mujeres cantaban y hacían amplios gestos con sus brazos, y los niños corrían y daban volteretas, temblando
de de placer. El tedio había desaparecido.
Fue entonces cuando una mujer que había estado en el establo empezó a repetir las historias del dios a otros habitantes de la ciudad. Repetir exactamente,
no. Aquí y allí agregaba cosas, suprimía otras, y cada historia, siendo la misma, era otra. Más que contar, recontaba. Luego hubo un joven que hizo lo
mismo. Y, después de un tiempo, nadie pudo decir ya con certeza de dónde venía esta o aquella historia, y quién la había contado primero. Nadie pudo decir,
tampoco, cuál era el paradero de aquella mujer de largos cabellos presos sobre la nuca, que un día había aparecido en la ciudad, venida no se sabe de dónde.
Y que otro día había partido con su cargamento de historias, hacia ese mismo lugar.
 
 
Con voz de mujer.
Marina Colasanti.