Texto publicado por stocking

El pelotazo más importante de mi vida

El pelotazo más importante de mi vida
Uriel De Simoni
En esa época, el barrio era un microcosmos predecible. Nos conocíamos entre todos, nos cuidábamos entre todos y todos sabíamos todo de todos. El problema es que la historia que teníamos que haber sabido no la supimos hasta mucho tiempo después de que pasó lo que pasó.
Josecito metía goles de pedo. Mauro era el crack. Ezequiel el sucio y Pato el que apareció una vez con una bicicleta sin cadena y cubierto en aceite. Sí, aceite. No me pregunten por qué, pero al día de hoy, ni siquiera él lo recuerda.
Ese era el equipo, el dream team del fulbito en lo que nosotros llamábamos “el campito”. Fulbito. Campito. El campito era un pedazo de tierra en una esquina rodeada por un alambrado mal puesto. Uno de los arcos era una pared con una pintada política, que no recuerdo si decía Miller, Müller o Führer. Bueno, probablemente no decía Führer, pero que lo repetíamos y repetíamos y nos reíamos y nos reíamos, sí. El otro arco daba al alambrado, y el alambrado a la calle. Era un alambrado bajito, un alambrado que era una red y una red debe contener la pelota luego del gol, pero este alambrado no contenía nada. Pelotas, insultos, vecinos y autos que pasaban por la calle 101. Las calles numeradas son un símbolo de la falta de progreso. Así y todo, casi era feliz.
Ahí estábamos, como cada tarde, como desde hacía varios años. Todos los días lo mismo. Todos los días igual. Bueno hasta esa tarde. Esa tarde dejó de existir la palabra “igual”. Cuando contáramos la historia en el futuro, usaríamos la palabra monotonía, pero todavía no éramos tan sofisticados.
Esa tarde teníamos la participación estelar de Mauro Dos y Ariel, su hermano pequeño, que un tiempo después también se volvería crack, pero no viene al caso. Mauro Dos y Ariel eran los hijos de Luis, el peluquero, el peluquero de todos, excepto de Ezequiel, porque como todo buen sucio, no iba a dignarse a cortarse el pelo. Mauro tenía un apellido que era una profesión, pero como golpeaba fuerte, solo lo repetíamos bajito y nos reíamos a sus espaldas. Josecito era el nene mimado y Pato el aceitoso. Nadie que se pasee por la vida cubierto de aceite puede librarse de semejante título de nobleza. Como es lógico, yo no era nada de todo eso, ni siquiera el aceitoso. Yo siempre había sido el gordo, el hijo de gordos, y mi lugar como gordo siempre había sido el arco. Como gordo también me correspondía ser el último en ser elegido y ser el último en decidir la modalidad de fútbol se fuese a jugar.
Mi juego preferido era “El Veinticinco”. El Veinticinco permite que el gordo de turno pueda dejar el arco. El Veinticinco se juega en un solo arco y es un “todos contra el arco y el arquero”. Cuando se llega a la suma de veinticinco goles, quien ataje se liga una patada en el culo por todos los que jueguen. Sí, también mi lugar de gordo era ser el depositario de todas las patadas en el culo, pero al menos y muy de vez en vez, el que las daba era yo. Ah! Se sentía tan bien! Sobre todo cuando el que cobraba era Mauro. Cuando pierde un crack debería celebrarse una fiesta nacional con feriado incluido.
Pero esa tarde no perdió un crack, ni fue feriado. Esa tarde el mismo gordo de siempre estaba parado frente a la pintada del Tercer Reich bloqueando cuanta pelota se acercase, o casi. Josecito amaba las patadas del final y cada vez que jugábamos al Veinticinco, se volvía un jugador de La Selección. Mauro era Mauro, él no fallaba nunca y cuando lo hacía era por culpa de otro. Ezequiel hacía lo imposible por no llegar al arco. Ariel solo pasaba la pelota de un jugador a otro. Pato “el aceitoso” metió un gol de cabeza y Mauro Dos la tiró afuera y me hizo libre. El veinticinco es un juego en donde el error se paga caro, muy caro. Yo fui libre. Mauro Dos ya transpiraba. Casi fui feliz… pero todavía faltaba para cantar veinticinco.
Un gol atrás del otro. Un paso atrás del otro en el camino a la patada final. Claro, los firuletes valían doble. Las rabonas por tres, y así. Chilena vale partido. Y Mauro Dos se comió la patada de su vida. Luego otra. Casi fui feliz. Estaba repartiendo patadas como nunca. Estaba jugando fútbol sin jugar fútbol. “Eso no es fútbol”, decía papá cada vez que volvía a casa con mis relatos de patadas y de culos.
La tercera patada es la más fuerte. Todos guardábamos energía para el tiro de gracia. No sucedía casi nunca, pero cuando pasaba, Dios mío, era tan hermoso. Ya habíamos hecho faltar al colegio a Pato en algunas oportunidades. La costumbre hace de las situaciones un hábito y mi culo tenía la textura del cuero curtido. Dolía, pero ya no me afectaba. Las patadas en el culo son como los chistes de repetición. Contados una vez funcionan. Ahora, con una reiteración acá y allá, terminan con el público a los gritos, llorando y sin poder respirar por las carcajadas. Casi era feliz, pero ese juego de Veinticinco fue nuestro último juego de Veinticinco.
La casa de Berta era una de las tantas casas vecinas del campito y si nombro a Berta y no a otro vecino es porque ella era funcional a nuestro fulbito de todos los días. Hablemos de Berta. Berta era vieja. Era vieja y ucraniana. Berta era vieja, ucraniana y no recuerdo haberla visto reír. Berta traía equilibrio al universo. Si nosotros jugábamos demasiado, aparecía Berta. Si pateábamos demasiado fuerte, ¡pum!, Berta. Si se iba afuera, era ella la encargada de descuartizar la pelota. Ese era su rol en el mundo. Ella existía en ese papel, había sido creada para ese papel. Pero Berta odiaba ese papel, odiaba nuestro juego. Berta odiaba, y mucho.
Ya les dije, en esa época, el barrio era un microcosmos predecible. Nos conocíamos entre todos y todos hablaban de todos. Según decían los más grandes, Berta hablaba un cuarto de español y tres cuartos de otra cosa que distaba mucho del español. Según decían, Berta se había escapado de la guerra con su único hijo. Siempre nos preguntábamos de qué guerra, pero nadie sabía precisar. Según decían, Berta tenía una escopeta y un par de cuchillos. De los cuchillos estábamos al tanto: más de una vez había pinchado y destripado pelotas frente a nosotros, pero una escopeta… ya eran palabras mayores. Según decían, Berta sonrió siempre hasta el día que le pasó lo que le pasó. Todos rumores, claro, pero esos rumores decían que había perdido a su hijo en un accidente de auto al año de haber llegado al país. Según decían, iba por Camino de Cintura a la velocidad máxima permitida y un camión cargado de ladrillos, pero sin frenos, embistió de uno de los lados. Berta llevaba cinturón de seguridad. Su hijo no. El golpe sobre el lado del acompañante sacudió el auto con tanta fuerza que el chiquito voló y se incrustó sobre la palanca de cambios a un lado del volante. Dicen que le atravesó el cuello de lado a lado. Berta perdió el color del pelo y de su rostro. Basta con un camión de ladrillos para que la vida empiece a moverse en otra dirección.
Berta era vieja. Berta era vieja y ucraniana. Berta era vieja, ucraniana y no recuerdo haberla visto reír. Berta había perdido a su hijo, pero entonces no lo sabíamos. De haberlo sabido, hubiésemos evitado vengarnos después de habernos pinchado la primera pelota. De haberlo sabido, hubiésemos evitado escondernos entre los árboles y asustarla cada vez que volvía de hacer las compras. Si hubiésemos sabido…
Dejemos a Berta un ratito. Solo un ratito.
El marcador contaba veinticuatro. Faltaba un gol más para ponerle la mayúscula al número final. Mauro Dos era un samurai. Me imaginaba que leía las corrientes de aire para poder atrapar la pelota al vuelo y “quemar” a alguno de nosotros. Otra de las reglas de mi juego preferido era que atajando la pelota antes de que toque el suelo, se podía lanzar a quemarropa a alguno de los jugadores. Si golpeaba a alguno de la cintura para abajo, el “quemado” iba al arco. Me imaginaba que si alguien le sacaba el puesto, ese iba a ser yo y terminaría con un tremendo patadón en el culo. No era la primera vez que pasaba. No hay nada más humillante que caer en el arco con 24 goles marcados. Pero Mauro Dos seguía atajando, bloqueando y leyendo las corrientes de aire. Yo me decía que no podría hacerlo toda la vida y casi era feliz. Entonces Ariel se ilumina, le pega de volea desde el otro arco, Mauro Dos la saca con los puños. El otro Mauro, el crack, cabecea; Josecito da un segundo cabezazo. Pato la para de pecho, hace tres “jueguitos” con las rodillas y la levanta tocándola con el empeine. La pelota se eleva en el aire unos tres metros y baja lenta, suave, perfecta. Me vuelvo un matemático, un físico y un crack. Sé dónde va a caer la pelota y calculo la distancia y la trayectoria de mi pierna estirándola hacia atrás lo suficiente como para pegar un bombazo que derribe la pared completa, la casa de al lado y medio barrio. Según mis números mentales, la fuerza de gravedad que todavía no conozco y la posición de los planetas, la voy a clavar limpia en el ángulo superior derecho. Eso suma 25 + todos los toques de mis compañeros. Mauro Dos se la ligaría y empezaríamos la próxima vuelta con ventaja. “Héroe”, me dije. “Sos un héroe y nunca más vas a ir al arco”. El mundo empezó a funcionar en cámara lenta y yo solo percibía. Podía ver todo, podía sentir todo. El aleteo de los mosquitos, el auto que cruzaba en rojo, Luis el peluquero saludando a un Adolfo en bicicleta, huevos hirviendo en la cocina de la casa de Ezequiel. Una aguja golpeando el suelo en una casa en un pueblito de Ucrania. Berta arrastrando las bolsas del supermercado.
Y pateé.
Sentí la pelota contrayéndose sobre mi empeine y enrollándoseme alrededor del pie. Salió disparada contra Mauro Dos y, efectivamente, como había anticipado, golpeó la pared en donde se ubicaba el ángulo superior derecho del arco. Me sentía Dios. Casi era feliz, pero mis cálculos no contemplaron el rebote… casi sin disminuir la velocidad, la pelota salió eyectada hacia arriba y adelante, rozó la cabeza de Ezequiel, esquivó a Pato, luego a Ariel, pero se olvidó de evadir a la única persona que debería haber evadido.
Berta miró hacia la pelota un microsegundo antes de ser golpeada y lanzada hacia la calle. Las bolsas volaron con el impacto y vimos en cámara lenta, como cuando estuve a punto de patear el gol definitivo, como los huevos se estrellaban contra la vereda, el pan lactal se desplomaba sobre el suelo, las gaseosas se agitaban rebotando contra el concreto. Caos, destrucción, vergüenza. Y el cuerpo de Berta frenando el tránsito. Bicicletas esquivándola e insultándola. Tuve miedo. Mauro Dos estaba horrorizado, pero sabía que esa tarde no se ligaría finalmente la patada. Ezequiel se agarraba de la cabeza y repetía “no, no, no” sin parar. Josecito salió corriendo. Pato estaba petrificado. Ariel instantáneamente se refugió entre la pintada del Führer y su hermano. Mauro, el crack, se santiguó.
Berta se puso de pie. Se puso de pie y clavó los ojos en nuestra dirección. Clavó los ojos en nuestra dirección, pero no sobre ninguno de nosotros en particular. Tenía uno de los lados de la cara al rojo vivo y parecía que latía. Abrió la boca y salieron lo que imaginamos fueron insultos. Pero Berta estaba hablando su lengua materna. No había forma de saber exactamente qué decía y cuál era la traducción a la jerga del campito. La verdad, no hacía falta. De alguna forma, en nuestro interior, habíamos entendido todo. La vieja tenía llamas en lugar de ojos y cuando pensamos que era nuestro fin, hizo un ademán y se marchó con paso decidido hacia a su casa. Casi fui feliz. Alrededor, el mundo empezaba a hacer girar sus engranajes y todo cobraba movimiento nuevamente. Hubo vacío en el pensamiento de todos nosotros. Me imagino que en Josecito, esto también se manifestó, pero él ya no estaba con nosotros. Mauro dijo que habíamos “safado”. Creo que de alguna forma y por primera vez, todos estábamos de acuerdo: el juego había terminado, el día había terminado y durante la tarde del día que seguía, no jugaríamos en el campito. Todo sin decir una palabra. Nos fuimos acercando paso a paso hasta quedar formar un círculo, uno a lado del otro, mirando al piso. Mauro dijo, “esto jamás pasó”. Nadie contestó. La verdad, no hacía falta.
En silencio habíamos decidido marcharnos. Taza-taza, cada uno a su casa. Pero Mauro Dos levantó la mirada y vimos reflejado una mezcla de sorpresa y terror. Doy gracias a Dios por haber mirado a Mauro Dos y no en la dirección contraria. Digo, vi todo, pero un reflejo de la realidad sobre los ojos de un amigo, no es la realidad. Los ojos de Mauro Dos mostraban una versión en miniatura de Berta en posición de combate: piernas separadas, como montando un caballo, la cabeza firme, en lo alto, los brazos elevados y estirados hacia adelante a la altura de los hombros. Sobre las manos descansaba la escopeta de los rumores.
Mauro tenía 15 años. Josecito ya no estaba ahí, pero tenía 14. Mauro Dos, Ezequiel, Pato y yo, 13. Ariel, 10. Click, clack. Un disparo. Cámara lenta. El rostro de Mauro Dos quedó teñido de rojo y oliendo a óxido. Dicen que lo último que vemos antes de morir queda grabado en nuestra retina por los siglos de los siglos, amen. Mauro Dos no murió, ni siquiera salió herido, pero sus ojos proyectaron por varios años la escena de ese día en el campito: Un relámpago saliendo del los dos caños de la escopeta de Berta y el cuerpo de Ezequiel doblándose por la mitad. Las partes que Ezequiel naturalmente guardaba dentro de sí mismo, volando en todas las direcciones. El rostro de Mauro Dos. La carrera desesperada de Mauro el crack. Y el rojo, el rojo de la sangre. Cuando Ezequiel se dobló sobre sí mismo, no vimos la gravedad del asunto. Fue cuando cayó sobre el costado que vimos doble: el torso se le había partido en dos y huesos y tripas y carne y líquidos se esparcían sobre el césped pisoteado del campito. Ezequiel tenía la boca abierta, pero no había sonidos que salieran de adentro. El único sonido era un revolver líquido y el sonido de la sangre regando la cancha. En los ojos de Mauro Dos vimos a Berta caminando hacia su casa con la escopeta al hombro, como lo hacían los soldados de la tele.
Cuando volvimos a juntarnos, cuando volvimos a pisar nuevamente el césped, no lo hicimos en el campito, sino que alrededor del hueco de donde bajaban el cajón cerrado con los restos de Ezequiel. Padre nuestro que estás en el cielo… Repetir. La última pelota que pateamos, la enterramos junto a él ese día. A lo lejos, otro entierro, el de Berta. Mi papá nos contó que Berta volvió a su casa, cargó la escopeta y se disparó a sí misma. Basta con un camión de ladrillos para que la vida empiece a moverse en otra dirección. A veces basta solo una pelota con cuero de imitación. Todos recordamos a Ezequiel. También dejamos de llamarlo “el sucio”. Cada vez que nos reunimos, cada año que vamos a visitar su lápida, contamos y volvemos a contar las mismas anécdotas.
Nunca volvimos a mencionar aquel juego de Veinticinco. Nunca volvimos a mencionar su cuerpo, ni su sangre, ni su entierro. Solo revivimos lo bueno. Nunca nadie volvió a mencionar el gol de volea que cerró el juego. Ni el gol, ni quién pateó, ni cómo ese día maté a dos personas dando el pelotazo más importante de mi vida.