Texto publicado por Ana Fernández
El Yassí-Yateré
Lía, la gordita, sentada a la puerta del rancho, mecía con si para ternura a su muñeca de trapo, a su Rorro. En vano el Paraná murmuraba allí cerca; en vano las hojas cenicientas de las cecropias se destacan plateadas sobre el verde obscuro de los mirtos; en vano los helechos balancean al viento el encaje de sus frondas a los sensitivas pliegan sus foliolos para substraerse al beso de la fugitiva mariposa; todas las bellezas que el trópico brinda al pobre albergue para su ornato, no tienen para la gordita el encanto supremo de los ojos de Rorro, bordados con hilo negro sobre fondo blanco, aquellos ojitos que no pestañean, que la miran siempre.
Los rizos de la niña brillan bajo el sol de Misiones, formando aureola al rostro angelical y sonriente.
Juana, la madre de Lía, ocupada en las faenas caseras no oyó le siniestro silbido de Yassí-Yateré, el enano que sale del bosque a robar niños.
Entre tanto la rubiecita cantaba:
Duerme hijo mío, mira, entre las ramas
Está dormido el viento;
El tigre en el flotante camalote,
Y en el nido los pájaros pequeños.
Ya no se ven los montes de las islas;
También están durmiendo.
Han salido las nutrias de sus cuevas;
Se oye apenas la voz del teru-tero.[1]
Y cantando para adormecer a Rorro, dobló ella cabecita, los cabellos rubios cayeron desordenados sobre la carita rosada, y cubrieron los azorados ojos de la muñeca dormida.
Escondido detrás de un laurel secular, el Yassí-Yateré, precioso enano rubio, cubierta la cabeza con un gran sombrero de paja y un bastón de oro en la mano, espiaba el momento propicio para apoderarse de aquella hermosa criatura.
En cuanto la madre se alejó, Yassí, sonriendo maliciosamente, se aproximó con sigilo, tomó a Lía en sus robustos brazos y corrió al bosque.
El grito lanzado por la niña al despertar, atrajo a la madre asustada; pero sólo fue para ver al enano alejarse con su hijita en brazos, y penetrar presuroso en el intricado ramaje, sin que le detuvieran lianas, ni tacuarembós, porque todas las ramas y malezas se apartaban al acercarse Yateré, y, cuando pasaba, volvían a cerrarse, de modo que pronto se perdió de vista.
Empero Juana, como madre que era, y como madre valerosa, se propuso arrancar su hijita de manos del ladrón, y sin reflexionar en los peligros de la selva, penetró resueltamente en su inhospitalaria espesura.
Árboles enormes, atados por tacuarembós y lianas, le cerraban el paso y extraviaban su camino; millones de mirines cubrían su rostro chupando con rapidez el sudor que lo inundaba; de pronto se detuvo paralizada por el terror: un yaguareté había lanzado formidable rugido.
–Si retrocedo –pensó Juana– pierdo mi gordita: ¡no; adelante! – y siguió caminando hasta que se detuvo de nuevo, helada y temblando: el cascabel del Crótalo sonaba rápidamente, como si la serpiente estuviera furiosa; desafiarla era morir. Se detuvo, pues, sin hacer movimiento, hasta que el reptil, aquietado, siguió su camino, haciendo sonar más lentamente sus cascabeles.
El día se había apagado casi por completo cuando, en una rama de mirto, divisó a Rorro que la miraba con sus ojos redondos y estrávicos; su boquita preludiaba un puchero, en tanto que su brazo informe se dirigía hacia la derecha.
¡Oh, adorable pequeñita! Estaba pálida de miedo, pero tenía valor para señalar, con su manecita sin dedos, el camino que llevara el raptor.
Siguió Juana la dirección indicada, llegó a un claro del bosque, y mirando con precaución desde un matorral, vio al Yassí, tendido sobre el musgo, contemplando a la niña robada.
Lía, acostada sobre una camita de isipós, fabricada por el enano, jugaba con el tesoro del bosque, con el Isondú.
El Isundú es la larva más hermosa que existe en América; su cabeza de rubí brilla con espléndido fulgor; muchos rayos de luna se alojaron en sus anillos, de modo que, al moverse en la oscuridad, produce una luz más intensa que la de las luciérnagas.
Y la niña, cuando veía aquel lindo animalito moverse sobre su ropa, palmoteaba y reía de contento.
–Mira, Yassí –dijo una vez– si Rorro viera este Isondú, cómo abriría los ojos. ¿Por qué no me traes a Rorro, enano?
–Se quedó a dormir en un mirto –dijo Yassí. – Mañana lo buscaremos, ahora duerme tú.
Cuando la niña se durmió envolvióla con isipós, y cansado del juguete que había robado, el Yassí-Yateré se alejó para ir a espiar a unos tapiros que había visto al pasar.
Entonces Juana, guiada por el resplandor del Isondú, se acercó a su hijita, la tomó en brazos y emprendió con ella y Rorro el regreso a su rancho, al cual llegó cuando empezaba a clarear.
E. Correa Morales
Isondú, pág. 152-156