Texto publicado por Ana Fernández
El inquilino atroz
XXXIV. EL CAPÍTULO QUE LE FALTABA A LA HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA
El inquilino atroz
El solía decir que era ciego, ciego de los ojos. Con esa frecuente referencia, en la que a veces se regodeaba, no hacía más que distraerse, distraerse él y distraer a los demás de la otra ceguera, la peor, la ceguera del entendimiento.
Su currriculum de vida registra, entre otras, las siguientes carencias:
Nunca indagó con su manito el inodoro.
Nunca dio una trompada, ni la recibió.
Nunca hizo el amor urgente de los zaguanes.
Muy temprano se escondió en un laberinto amurallado de libros y de allí no quiso salir.
No tuvo hijos, porque los libros no suelen quedar embarazados.
De esa parte de la vida que es la vida palpable, nada quiso saber: primero la ignoró, después la confundió, finalmente, por pura diversión, la injurió.
El decía que era dos hombres, él y el otro. Pero era tres hombres. Al tercero no lo nombraba, porque le temía.
A medida que los años le estropeaban la voz y le hacían más temeroso el caminar, éste, el tercer hombrecito, se volvía más locuaz y desbocado.
Se hizo promotor de masacres. Se hizo propiciador de guerras, como si las guerras no se hicieran con hombres.
Cultivó con empeño su ignorancia para lo que está fuera de ciertos libros y se especializó en dictar formidables sentencias sobre todo aquello que había decidido ignorar muy temprano.
En sus abominables entretenimientos orales se creyó con la obligación de ser memorable.
Se aplicó al ejercicio de la banalidad portentosa de la censura.
Hizo del asco la virtud fundamental.
Por no resignarse a una tranquila ignorancia, a una sosegada idiotez, se transformó con el tiempo en un caballero absolutamente inaccesible al honor.
Pasaron los días y las noches de la eternidad de aquí, la palpable. El sol alumbró por última vez su pálido rostro. Los tres hombrecitos de aquel hombre se encontraron en el mismo estrado. La muerte, la muerte cierta, la muerte no soñada los había convocado, como a todos.
Les concedió un minuto para la despedida y el gesto final. Los hombrecitos de aquel hombre se abrazaron ateridos, como niños. La seca muerte les solicitó compostura.
El hombrecito literario imitó la dignidad de los malevos, esos que practicaban la religión del coraje desinteresado. El hombrecito cotidiano y público apeló a la dignidad aprendida en su bachillerato de Ginebra.
El tercer hombrecito, el infame, quiso reírse de la muerte y, una vez más, de sus distantes vecinos, los hombres. Quiso reírse. Inició una descomunal carcajada, pero en la mitad de la carcajada le salió un crujido, y tras el crujido le brotó un vómito.
Allí, en ese preciso momento, el tercer hombrecito de aquel hombre supo que, aunque las muertes de los hombres vistas como partes del tiempo son hechos venales, con la muerte de los hombres y con sus Vidas, no se juega.
De los tres hombrecitos el primero fue ceniza. El segundo se quedó a vivir en la momentánea eternidad de la fama y de los hombres. El tercero no fue acogido ni por la ceniza, ni por la memoria.
El tercero ni siquiera fue acogido por la muerte. La muerte lo rechazó por indigno. No quiso hacerse cargo de él. Ni vivir pudo más. Ni morir pudo tampoco. Quedó encarcelado en él mismo, insomne, viéndose en infinidad de espejos, ahogándose en las sucesivas sucesividades de aquel vómito que ya no le salía, sino que le entraba, le entraba convertido en una implacable eternidad al revés.
(En el cementerio de la Recoleta, en donde fue depositado el cuerpo de aquel hombre que había sido tres hombrecitos, hubo un sereno demasiado curioso que en la primera noche abrió el féretro y quiso revisar las ropas de aquel personaje despedido por tantos discursos… No encontró oro.
Encontró dos nueces, sin abrir, y un papelito que en muy temblorosa letra decía lo siguiente:
Me llamo Jorge Luis Borges. Yo era dos hombres, el que existía y el que literaba. Pero un día me encontré con un inquilino, con un tercer Borges, aquel que por no jugar a tiempo cuando niño, por no romper cosas, quiso muy tardíamente hacer daño, como un niño… Y escogió muy mal los objetos para el destrozo… Me llamo Jorge Luis Borges: por favor le pido, porque estoy débil, solo, ciego y viejo: si lo ven a Borges, sálvenlo.
Sálvenlo a Borges de Borges.
Rodolfo E. Braceli (1979) “Don Borges, saque su cuchillo porque he venido a matarlo” XXXIV. El capítulo que le faltaba a la historia universal de la infamia. El inquilino atroz. Pág. 179