Texto publicado por Ana Fernández
Los obsesivos sucesivos
XXX. PAUSA TRECE: (PARA LA RESURRECCIÓN DE VARIOS CUCHILLEROS PENDIENTES)
Los obsesivos sucesivos
–Borges, usted seguramente oyó hablar de una familia de cuchilleros, los Ibarra…
–Usted se refiere a los Iberra, los hermanos Iberra… uno de ellos, el mayor, mató al más chico porque le faltó el respeto, debía más muertes que él… cosas de muchachos, como me dijo cuando me contó esta historia el tío de los Iberra…
–No, Borges, los que yo le digo son los Ibarra, Ibarra con “a” y no con “e”.
–No, de esos Ibarra no he tenido noticia. Cuente nomás…
Los Ibarra vivieron en una casa de la que todavía se puede ver en San Telmo. La familia estaba constituida por don Irineo Ibarra, su mujer y sus tres hijos muy varones.
Un día don Irineo notó que su hijo mayor no usaba cuchillo nada más que para esa cosa indigna que es el comer. Notificó a su hijo que eso no podía ser. Discutieron. El padre le dijo:
–No te da vergüenza, con tus veinticinco años… les estás dando el mal ejemplo a tus hermanos… usá de una vez el cuchillo, o te haces doctor en cobardía…
–Usted es más cobarde que yo, viejo: yo al menos no preciso la compañía del cuchillo, me valgo solo.
–Sos un insolente, del cuchillo así no me habla… por más hijo que seas he de matarte, y ya lo estoy haciendo…
En este caso, Borges, de las palabras al hecho hubo muy poco trecho. El padre avanzó. El hijo recibió el acero. Cayó sin mirada. La madre observó quieta. Pasó un año. El segundo hijo de don Irineo Ibarra le dijo una mañana:
–Papá, usted mató a mi hermano, no voy a discutir por eso: quiero peliar ahora con usted…
Don Irineo le contestó con alivio:
–Está bien… estabas tardando.
Y ya no hubo más palabras. Esta vez el más rápido fue el hijo. Las últimas palabras que el quedaban a don Irineo las utilizó para decir:
–Llévate a tu madre de aquí…
Pasó otro año, exactamente otro año. Quedaban en esa casa dos hijos, y la madre, y el coraje heredado por los dos.
El más chico le dijo al mayor lo previsible:
–Vos mataste a mi padre, vas tener que peliar ahora conmigo.
El otro le contestó, también con alivio:
–Y bueno…
El más chico se limitó a un esquive y a meter su puñada donde ya no duele. El que iba a morir, tapándose la herida, le dijo:
–Ya tuvo que venir la vieja, sacala de aquí…
Pasó otro exacto año más. Y en esa casa se producía la implementación geométrica del destino. La madre una mañana le avisó al hijo restante:
–Mataste a mi hijo, ponete en guardia que hay algo pendiente…
–Pero mamá…
–Si te callás te va ir mejor!
La madre enarboló el cuchillo. El hijo lo vio llegar hasta su pecho. No se quejó.
¿Qué cree, Borges, que pasó después?
Le cuento: dicen que la madre dijo:
–Alguien debe llorar en esta casa, y aquí me quedaré para eso.
Cada día elegía la memoria de uno de sus cuatro muertos queridos. Y por él lloraba.
Dicen que siempre decía, cada vez que nombraban al mayor, al que no admitió el uso del cuchillo entre sus gestos:
–Muchacho atolondrado… no sé quién le metería esas ideas modernas en la cabeza…
(Después de eso, la cámara se aleja, aparece la palabra FIN, y la gente se levanta de sus butacas, Borges… Lástima que esta historia nos sea cierta, ¿verdad? Pero qué le vamos a hacer, son cosas de la vida, de la vida de morondanga que nos ha tocado vivir. De todas maneras, ¡feliz cumpleaños, don Jorge Luis!)
Rodolfo E. Braceli (1979) “Don Borges, saque su cuchillo porque he venido a matarlo” XXX. Pausa trece: (para la resurrección de varios cuchilleros pendientes) Los obsesivos sucesivos pág. 162