Texto publicado por Ana Fernández

El mal minuto

XXX. PAUSA TRECE: (PARA LA RESURRECCIÓN DE VARIOS CUCHILLEROS PENDIENTES)

El mal minuto
Casos de mala suerte entre cuchilleros de coraje verificado han habidos otros, se lo aseguro, Borges.
Usted, como perito de asuntos del acero y la cobardía, deberá saber que todos los hombres, todos, tenemos un minuto de cobardía, por lo menos uno. A todos, desde Napoleón para abajo, les ha llegado en un determinado minuto de sus existencias ese miedo paralizante.
Lo peculiar de ese minuto de miedo, que de pronto nos atenaza la nuca, es que no se produce necesariamente en instancias de duelo o riesgo. Viene sin aviso. A lo mejor viene tomando la inofensiva sopa.
Bueno, de mis investigaciones y apuntes, elijo un caso, el caso de un hombre que fue visitado por ese mal minuto, vaya a saber por qué mala leche, por qué confluencia de azares, justamente en el minuto anterior a un duelo. Eso se llama tener mala suerte…
Esto que le refiero aconteció en un duelo que se produjo en Lobos, allá por el año treinta de este siglo. Hay distintas versiones del suceso. Se las enumeraré en seco, sin el menor esmero literario, por dos motivos: porque de nada vale que me esmere, y porque nadie quiere sacrificar el carácter estrictamente documental de estas notas que ya empiezo a compartir con usted:
Versión primera: amigos hasta la muerte
Va empezar el duelo entre Ñandú Bombal (un chileno que viajó chiquito a Buenos Aires) y Camilo Quijano. Fue a Bombal, el más cotizado en ese pleito, a quien le bajó el minuto ese que todos los mortales tenemos asignados por lo menos una vez en la vida. Alcanzó a sacar el cuchillo, por puro hábito, pero se quedó con el brazo desplomado.
Quijano lo miró: vio la mano del cuchillo contrario sin alma, muda. Dio un paso, se dispuso a dar el salto para la arremetida, pero frenó. Pensó que el quietismo de Ñandú Bombal era una estrategia, una artimaña de mañoso. Y allí se quedo Quijano, esperando algún movimiento de Bombal. Y allí se quedaron los dos, en ese duelo congelado, ignorantes de lo que les pasaba…
Según parece, los dos arrojaron a la vez sus cuchillos y se dieron un abrazo contundente, como de próceres. Después del abrazo fueron amigos hasta la muerte, que a los dos les vino de muerte natural.
Versión segunda: amigos y algo más…
Los hechos iniciales del suceso casi no se modifican. El mal minuto desciende sobre la engominada nuca de Ñandú Bombal, que se paraliza. Quijano lo ve demasiado quieto y supone artimaña. Allí se quedan los dos. No hay acción. No habrá puñaladas. Pero se acopla un detalle desencadenante: los estaban mirando sus respetivas mujeres. A éstas, a su vez, las estaba vigilando la luna. De manera que, ni los malevos ni sus mujeres podrían en adelante mentir sobre ese pavoroso derrumbe del coraje. Ante la irrevocable vergüenza que les venía de semejantes testigo, hebras y luna, Bombal y Quijano se van del lugar, pero se van juntos, muy juntos. Arrojarán sus vidas en un suburbio sin nombre. Vivirán bajo el mismo techo y hasta dormirán en la misma cama porque nunca más, suponen, tendrán derecho a nada en el mundo, ni siquiera a otras mujeres.
Versión tercera: la otra cobardía
Otra vez los dos ahí, frente a frente. El minuto inoportuno cae sobre la nuca de Ñandú Bombal, que se queda muy quieto. Quijano amaga una vez, pero a la segunda no amaga: entra con su cuchillo categórico.
Ñandú Bombal cae. Desde el suelo lo mira a Quijano y con asco le dice:
–¡Cobaaarde!
–¿Cobarde por qué?
–Porque a un hombre con miedo no se lo mata, se lo espera…
Versión cuarta: la compensación
Ñandú Bombal y Camilo Quijano ya tienen los cuchillos dispuestos. El minuto ese baja sobre Bombal. Bombal alcanza a decir:
–Espere, no me maté, tengo miedo… espéreme un minuto…
–Lo espero.
Media hora después otra vez Bombal y Quijano con los cuchillos listos. Ñandú Bombal resulta más ligero y mata a Camilo Quijano, el que lo esperó. Quijano se muere sin comentarios. Ñandú Bombal alcanza a decirle:
–Espéreme otra vez: yo de vida regalada no vivo…
Y se hunde el cuchillo, y cae junto al otro.
Los dos quedan mirándose, hasta que ocurre lo de siempre. Viene una mujer de ropas oscuras y les baja los párpados, y se hace la señal de la santa cruz.

Rodolfo E. Braceli (1979) “Don Borges, saque su cuchillo porque he venido a matarlo” XXX. Pausa trece: (para la resurrección de varios cuchilleros pendientes) El mal minuto pág. 157