Texto publicado por SUEÑOS;

usa,-cuentos.

Moscas

Isaac Asimov

-¡Moscas! -exclamó Kendell Casey con cansancio. Agitó un brazo. La mosca evolucionó, regresó y acabó posándose en el cuello de la camisa de Casey.
De algún lugar vino el zumbido de una segunda mosca. El doctor John Polen ocultó el inquietante movimiento de su mandíbula removiendo el cigarrillo entre sus labios.
-No esperaba encontrarlo a usted, Casey -dijo-. Ni a usted tampoco, Winthrop. ¿O debo llamarlo reverendo Winthrop?
-¿Debo llamarlo a usted por mi parte profesor Polen? -dijo Winthrop, devolviéndole el mismo tono de camaradería.
Los tres intentaban recoger las amarras que el barco de cada cual había soltado hacía veinte años. Esforzándose y encallando, sin lograr el justo rumbo.
Maldición, pensó Polen, ¿por qué la gente tiene que acudir a las reuniones universitarias?
Los azules ojos de Casey estaban todavía henchidos de aquella rebeldía sin causa propia de los estudiantes de segundo año de facultad que descubren a un tiempo el intelecto, la frustración y los retales de la filosofía cínica.
¡Casey! ¡Amargado personaje del campus!
Aún no había dejado de serlo. Veinte años habían pasado y allí estaba Casey, ¡amargado ex personaje del campus! Polen podía verlo en la forma en que la punta de sus dedos se movían sin motivo y en las maneras de su enjuto cuerpo.
¿Y Winthrop? Veinte años más viejo, más fofo, más gordo. La piel rosácea, los ojos mansos. Aún alejado de la calma certeza que nunca encontraría. Todo se resumía en aquella blanda sonrisa suya que jamás abandonaba del todo, como si temiera que nada pudiera tomar su lugar, como si su ausencia hubiera de trocar su rostro en un pedazo de carne informe y sin facciones.
Polen estaba cansado de interpretar los inadvertidos deslices de músculos tensos y contenidos; cansado de usurpar el puesto de sus subalternos; cansado de cuanto pudieran decirle.
¿Podían ellos interpretar su pasiva máscara mientras él interpretaba la de ellos? ¿ Era posible que la minúscula intranquilidad reflejada en sus ojos emitiera el disgusto que lentamente había crecido en su interior?
¡Condenación!, pensó Polen, ¿por qué no estaré lejos de aquí?
Pero se encontraban allí, los tres juntos, esperando que uno dijera cualquier cosa, introdujera su mano en la sima de los recuerdos y trajera uno de tantos a la región del presente.
Polen intentó hacerlo.
-¿Continúa usted con la química, Casey? -dijo.
-Según yo lo entiendo, sí, aunque mis prácticas científicas no correspondan con las concepciones que usted tiene. Estoy haciendo investigaciones en el campo de los insecticidas para E. J. Link, en Chatman.
-¿De veras? Claro, ¿no lo recuerda usted, Polen? Una vez dijo que se dedicaría a los insecticidas, aunque, a fin de cuentas, las moscas siguen desafiándolo.
-No consigo acabar con ellas -dijo Casey-. Soy él comprobador más meticuloso de los laboratorios. No hay compuesto que hayamos fabricado que pueda mantenerlas alejadas una vez entro yo en escena. Las atraigo. Alguien dijo en cierta ocasión que poseía yo un olor especial.
Polen recordó quién lo había dicho.
-O bien… -comenzó Winthrop.
Polen lo vio venir. Su ánimo aumentó de tensión.
-O bien se trata de una maldición -completó Wintbrop. Su sonrisa excesiva mostraba que no iba más allá de una burla, que había olvidado rencillas pretéritas.
¡Maldición!, pensó Polen, ni siquiera han variado los términos. Y el pasado se cernió sobre ellos.

-Moscas -dijo Casey, agitando un brazo-. ¿Habráse visto cosa igual? ¿Por qué no os dan la lata a vosotros?
Johnny Polen se echó a reír en sus barbas. A menudo solía hacerlo.
-Es el tufillo de tu cuerpo, Casey. Podrías ser una bendición para la ciencia. Descubre la naturaleza química de tu hedor, concéntralo, mézclalo con DDT y obtendrás el mejor matamoscas del mundo.
-Gracioso como tu padre. ¿Sabes lo que parecería con tanto perfume? Algo así como una damisela mosca en celo. Es una vergüenza. La condenación eterna consiste un océano de estiércol y yo lo estoy recibiendo por anticipado.
Winthrop unificó sus cejas y exclamó con tono que homenajeaba la retórica:
-Casey, la belleza no es el único espectáculo para el ojo que contempla.
Casey no respondió directamente. Comenzó por dirigirse a Polen:
-¿Sabes lo que Winthrop me dijo ayer? Que esas moscas malparidas fueron la maldición de Belcebú.
-Estaba bromeando -dijo Winthrop.'
-¿Belcebú? -preguntó Polen.
-Es un retruécano religioso -dijo Winthrop-. Los antiguos hebreos lo usaron como uno de sus muchos términos de burla con los que calificaban los dioses ajenos. Se deriva de Ba'al, es decir, señor, y zevuv, que significa mosca. El señor de las moscas.
-Vamos, Winthrop -dijo Casey-, no me dirás que crees en Belcebú, ¿eh?
-Creo en la existencia del mal -dijo Winthrop con dificultad.
-Me refiero a Belcebú. Vivo. Cornúpeta. Capruno. Deidad competente.
-Por supuesto que no. -Winthrop siguió con su torpeza-. El mal, empero, es una cuestión de terminología. Al final debe perder…
Polen cambió el objeto de la conversación con un despropósito:
-Por cierto, me graduaré trabajando para Venner. Estuve hablando con él anteayer y aceptó contratarme.
-¡No me digas! ¡Eso es maravilloso! -Winthrop pareció aceptar el cambio de conversación instantáneamente. Extendió una mano y palmeó la de Polen. Era tipo que solía regocijarse con la fortuna de los demás. Casey lo advertía a menudo.
-¿Cibernética? Bien, supongo que si tú puedes aguantarlo, a él, él puede aguantarte a ti.
-¿Qué opina de tu idea? -dijo Winthrop-. ¿Se lo has dicho?
-¿Qué idea es ésa?- requirió Casey.
Polen había evitado decirle nada a Casey con excesiva anticipación. Pero ahora que Venner lo había considerado y había sobreseído su plan con un frío « ¡interesante!», ¿cómo sentirse ofendido ante cualquier eventual carcajada de Casey?
-Poca cosa -dijo Polen-. Esencialmente, consiste en la consideración de las emociones como el lazo común de la vida, en lugar de la razón o el intelecto. Supongo que en la práctica es una perogrullada. Uno no puede decir lo que una criatura piensa, ni siquiera si es capaz de pensar, pero es evidente que sufre ataques de ira, de miedo y que contiene sus emociones, aunque no tenga sino una semana de edad.
»Lo mismo ocurre con los animales. Uno puede decir en menos de un segundo si un perro se siente a gusto o si un gato está atemorizado. La cuestión es si sus emociones son las mismas que las que sentiríamos nosotros bajo idénticas circunstancias.
-¿Lo son? -dijo Casey-. ¿Cómo lo supiste?
-Todavía no lo sé. Por lo pronto, todo cuanto puedo decir es que las emociones son universales. Supongo que podríamos analizar todas las acciones del hombre y de algunos animales familiares y confrontarlas con la emoción visible. Deberíamos establecer una estrecha relación. La emoción A aparece siempre con el movimiento B, por ejemplo. Luego, podríamos aplicar estas sencillas ecuaciones a aquellos animales cuyas emociones no podemos conjeturar dependientes del sentido común tan sólo. Por ejemplo, las serpientes o las langostas.
-O las moscas -dijo Casey, mientras en su rostro se reflejaba la chocarrería de un grotesco triunfo-. Sigue adelante, Johnny. Duro con ello. Yo te proporcionaré moscas y tú las estudiarás. Fundaremos la ciencia de la moscología y trabajaremos para hacerlas felices liberándolas de sus neurosis. A fin de cuentas, deseamos el mayor de los bienes para la mayoría, ¿no es cierto? Y no me negaréis que hay más moscas que hombres.
-Por favor, Casey -dijo Polen.

-Dígame, Polen -dijo Casey-, ¿siguió usted trabajando con aquella extraña idea suya? Es decir, todos sabemos que usted es hoy una lumbrera en cibernética, aunque no he tenido oportunidad de leer sus artículos. En todo este tiempo, ¿ha tenido usted oportunidad de…?
-¿A qué extraña idea se refiere usted? -interrumpió Polen.
-Vamos. Debe usted recordarla. Las emociones de los animales y todas aquellas cosas tan raras. ¡Aquéllos sí que eran buenos tiempos! Por entonces sólo me topaba con locos. Hoy me resigno a estar rodeado únicamente de idiotas.
-Es cierto, Polen -dijo Winthrop-. Lo recuerdo muy bien. Durante su primer año en la Facultad usted estaba trabajando con perros y conejos. Incluso llegué a creer que iba a dedicarse a las moscas de Casey.
-Todo quedó en agua de borrajas -dijo Polen-. Aunque, en puridad, dio origen a nuevos principios de ordenación, de manera que no perdí el tiempo del todo.
¿Por qué se habrían puesto a hablar sobre aquello?
¡Emociones! ¿Qué derecho tenía nadie a entremeterse con las emociones? Las palabras fueron inventadas para ocultar las emociones. El adormecimiento de las emociones desnudas era lo que había hecho del lenguaje una necesidad básica.
Polen lo sabía. Sus máquinas habían sobrepasado el terreno de la verbalización y se acercaban lentamente a la inconsciencia clara como la luz solar. El chico y la chica, el hijo y la madre: Para la cuestión, el gato y el ratón o la serpiente y el pájaro. Los datos tableteaban juntos en su universalidad y conjuntamente se vertían en el interior y a través de Polen hasta que ya no fuera capaz de soportar el espeluznante zarpazo de la vida.
En los últimos años había escolastizado sus pensamientos en otra dirección. Pero hete aquí que vienen estos dos y se ponen a remover cieno pasado.
Casey removió la punta de su nariz como quien intenta espantar una mosca.
-No está mal -dijo-. Yo pensaba que iban a sacar algo fascinante de algo así como ratas. Bueno, tal vez no del todo fascinante, pero no al menos tan aburrido como las chorradas que sacarías de nuestros seres casi humanos. Pensaba…
Polen recordó lo que pensaba.
-¡Mierda de DDT! Las moscas parecen engordar con él. ¿Sabes? Cuando me gradúe en química me pondré a trabajar de lleno con los insecticidas. -Casey parecía hablar en serio a veces-. Por lo menos que me socorran en mi vida diaria. Personalmente, yo solito, obtendré algo que pueda matar los bichos.
Se encontraban en la habitación de Casey, inundada por el olor a keroseno del recientemente aplicado insecticida.
-Con un periódico doblado podrás matarlos cuando quieras -dijo Polen con un gruñido.
Casey advirtió una befa inexistente y replicó al momento:
-¿Cómo sumarizarías el trabajo de tu primer año, Polen? Quiero decir aparte del verdadero sumario que ningún científico plantearía aunque se le retara, o sea, me refiero a: Nada.
-Nada -dijo Polen-. ¿Es ése tu sumario?
-Vamos -dijo Casey-, gastas más perros que los psicólogos y apuesto a que los perros piensan que los experimentos psicológicos son más caritativos.
-Déjalo estar -dijo Winthrop-. Suena como un piano con 87 teclas fuera de sitio. ¡Qué pesado es el tío!
Pero uno no podía decir tal cosa a Casey.
Con repentina vivacidad se encaró con Wínthrop.
-Te diré lo que tú encontrarás probablemente en los animales si te acercas lo bastante a ellos. Religión.
-¡Qué demontre! -exclamó Winthrop-. ¡Eso es una estupidez!
-¡Ah, ah, Winthrop! -sonrió Casey-. Demontre es un eufemismo de diablo y tú no querrás lanzar juramentos a estas alturas, ¿eh?
-Deja en paz esas cosas. Y no seas blasfemo.
-¿Qué blasfemia hay en ello? ¿Por qué razón una pulga no debería considerar que el perro es algo merecedor de culto? Constituye la fuente de su calor, su alimento, y todo esto es bueno para la pulga.
-No quiero discutir sobre esto.
-¿Por qué no? Creo que te beneficiaría. Llegarías a reconocer que para una hormiga un comedor de hormigas pertenece a un orden más elevado en la creación. Sería demasiado grande para que ellas lo comprendieran, demasiado poderoso para soñar oponérsele. Se desplazaría entre ellas de manera invisible, inexplícablemente arrasador, llevando consigo la destrucción y la muerte. Pero eso no destruiría la concepción del mundo de las hormigas. Ellas razonarían y encontrarían que tamaña destrucción no es sino justo castigo por el mal. Y el comedor de hormigas ni siquiera llegaría a saber su condición divina. Ni le preocuparía.
Winthrop se había puesto pálido.
-Sé que dices eso sólo para fastidiarme pero me entristece ver que arriesgas tu alma por un momento de diversión. Déjame decirte algo -su voz tembló ligeramente-, y te lo diré muy en serio. Las moscas que te atormentan son tu castigo en esta vida. Belcebú, como todas las fuerzas del mal, puede creer que él mismo constituye el mal, aun cuando a fin de cuentas se trate sólo de una forma ínfima del bien. La maldición de Belcebú está sobre ti por tu bien. Quizá tenga por fin que cambies de vida antes de que sea demasiado tarde.
Y salió corriendo de la habitación.
Casey contempló su partida. Luego, riéndose, dijo:
-Diría que Winthrop cree en Belcebú. Es divertido comprobar los respetables nombres que uno puede dar a la superstición. -Su risa fue decreciendo.
Había dos moscas en la habitación, zumbando hacia él a través de los vapores reinantes.
Polen se levantó sintiéndose deprimido. Un año le había enseñado poco, aunque podía considerarse demasiado, y la risa de Casey se había convertido en algo extraño. Sus máquinas sólo podían analizar propiamente las emociones de los animales, pero por lo que respecta a Polen se sentía lo bastante preparado como para aventurarse en la interpretación de las emociones de los hombres.
No le gustaba presenciar salvajes anhelos de muerte allí donde otros verían solamente unas cuantas palabras cruzadas en una discusión intrascendente.

-Díganos, caramba -dijo Casey repentinamente-, ¿intentó algo con mis moscas?
-¿Cómo? -murmuró Polen-. Hace veinte años… apenas lo recuerdo.
-Debe usted recordarlo -dijo Winthrop-. Estábamos en su laboratorio y usted se quejó de que las moscas de Casey lo siguieran incluso hasta allí. Casey sugirió que usted las analizara y usted se prestó a ello. Registró sus movimientos y zumbidos y las exudaciones de sus alas por lo menos durante media hora o más. ¿Recuerda que empleó una docena de moscas?
Polen gruñó.
-Oh, sí -dijo Casey-. Pero no importa. Lo bueno era verlo a usted, tan afanado en lo que estaba haciendo.
El sincero apretón de manos, la sonrisa indulgente, el golpecito en el hombro… Todo aquello, prodigado por Casey al despedirse, se tradujo en Polen en un nauseabundo disgusto, pues confirmaba que a fin de cuentas estaba en lo cierto.
Ya en la puerta, dijo Polen:
-Me gustaría saber de ustedes de vez en cuando.
Las palabras sonaron como golpes amortiguados. Por sí solas nada significaban. Casey lo sabía. Polen lo sabía. Cada uno lo sabía a su manera. Pues las palabras conllevaban toda una carga emocional y cuando fallaban las leyes de la humanidad mantenían las apariencias.
El apretón de manos de Winthrop fue cordial. Dijo:
-Este lugar respira el aire de otros tiempos, Polen.. Si pasa alguna vez por Cincinnati, ¿por qué no se deja caer por el templo? Siempre será bien recibido.
Para Polen, cuya depresión era evidente, aquello había resumido el sentido de la caridad humana. La ciencia no parecía ser la respuesta y la inseguridad básica de Winthrop le había proporcionado una compañía satisfactoria.
-Lo haré -dijo Polen. Era la forma usual de no aceptar una cortés invitación.
Observó cómo se iban integrando en otros grupos.
Winthrop nunca lo sabría. Polen estaba seguro de ello. Y se preguntó si Casey sabría la verdad alguna vez. Porque seria la befa de los dioses que Casey no lo supiera.
Había analizado las moscas de Casey, naturalmente, y no una sola vez sino muchas. ¡Siempre la misma respuesta! ¡Siempre la misma indecible respuesta!
Con un helado escalofrío que no pudo contener, Polen advirtió repentinamente la presencia de una mosca perdida en la habitación, desconcertada un momento, lanzándose luego veloz y reverentemente en la dirección que Casey había tomado instantes atrás.
¿Podía no saberlo Casey? ¿ Podía consistir la esencia de su castigo en no saber jamás que él era Belcebú?
¡Casey! ¡Señor de las Moscas!

FIN