Texto publicado por SUEÑOS;
usa,-cuentos.
UN PUNTO EN EL TIEMPO
Frank Belknap Long
Empezó con las tortugas. Con la edad se habían vuelto gruñonas e indolentes, y cuando empezaron a retroceder el mismo Tiempo parecía cubrirlas con el musgo de los siglos. Pero aunque comenzó en el zoo, en el estricto sentido de la palabra, el mundo cambió realmente para mí con la llamada de Carruthers.
Carruthers me telefoneó a las cinco de la mañana y me pidió que fuera inmediatamente al parque zoológico -a pesar del frío- y que llevara conmigo el botiquín. Yo sufría aún la resaca de la borrachera de la noche anterior, en la fiesta de Fin de Año, y cuando me senté, la habitación era un torbellino. Pero me arrastré fuera de la cama, en la fría humedad, me vestí, sorbí un trago de café y salí de casa enfurruñado.
El Parque Zoológico de Fall Brook está a siete millas de mi casa en línea recta. Es un zoo grande, que se extiende por las afueras de la ciudad, con terreno para los antílopes, selvas y praderas donde revolotean las mariposas. Todavía estaba enojado cuando llegué a la puerta este y avancé hasta la jaula de los reptiles.
Esperaba encontrarla sumida en la oscuridad, con el celador arriba, en su despacho, rodeado de libros. Pero al entrar en el húmedo vestíbulo tuve la mayor sorpresa de mi vida. Todas las luces estaban encendidas, y Carruthers de pie, en la jaula de las tortugas, con una cinta métrica en las manos y sus anchos hombros envueltos en helechos.
Carruthers parecía cansado, sucio y raído. Tenía dos semicírculos negros bajo los ojos y su corpachón parecía más alto y huesudo que de costumbre.
Tan pronto como me vio empezó a reñirme; sus ásperas facciones se arrugaban por la ira.
-Has tardado mucho en venir, David. ¿Por qué no alquilas un piso más cerca del parque?
Vi que tenía los nervios deshechos. Había estado trabajando de firme en su oficina durante varios días, corrigiendo las pruebas de su libro sobre las serpientes de Malaya y desempeñando el papel de enfermera con una serpiente venenosa.
Los alquileres cerca del parque eran extraordinariamente altos, pero frené un impulso de discutir con él sobre mi sueldo. Era cuestión de susceptibilidad entre los dos. En realidad, inspiraba lástima, porque las pruebas abarcaban unas noventa mil palabras y la serpiente venenosa debía vivir.
-Siento mucho lo de la serpiente -dije-. Pero los parásitos intestinales progresan muy de prisa. Es una lástima que las serpientes venenosas sean tan delicadas. Las cobras pueden cogerlos; también… Hizo un gesto de impaciencia.
-Ahora no importa eso. Quiero que examines a esas tortugas. Parece que se están muriendo.
Yo estaba la mar de molesto. Libra por libra, y a pesar de su rareza, los galápagos son casi tan valiosos como ciertas serpientes inofensivas. Pero Carruthers era mi jefe, y el hecho de que yo quisiera casarme con su nieta no rompía el hielo en absoluto. Suspiré, me agaché y abrí el botiquín.
Había tres tortugas enormes en la jaula, pero me concentré en un macho cubierto de musgo, con un cuello largo que colgaba como un geranio marchito desde el caparazón corroído por el tiempo. Me miró malignamente,; con los ojitos rojos medio cerrados, y babeando.
Empleé cinco minutos para examinar las tres tortugas. Acabada mi tarea, di unos golpecitos a la concha del más viejo y me levanté.
Carruthers me miraba de un modo extraño.
-¿Qué tienen?
-Estarán bien en seguida -dije-. Pero no puedo comprender por qué están mareadas.
-¿Mareadas?
-Como sabes, son tortugas de tierra -asentí-. Y están tan mareadas como si salieran de un barco. Sin embargo, hace cuatro años que las tienes.
-Cinco -corrigió mi jefe-. Y han estado desarrollándose todo el tiempo, ¿comprendes?
Fruncí el ceño.
-No, no lo entiendo. Pensaba que eran tortugas adultas, de unos cien años.
-No sé qué edad tienen, pero las tortugas se desarrollan hasta que mueren. Así lo creemos. Frans Boas dice… -se detuvo-. No necesitamos discutirlo. Todos los animales se desarrollan un poco con los años. Cuando llegaron estas tortugas las medí, y hago lo mismo cada año. Y desde entonces compruebo que crecen un poco todos los años. El caparazón del macho se ha extendido tres pulgadas.
-Muy interesante -dije-. Pero no veo…
-Ya lo verás, David. Tengo ochenta y dos años, pero la mente tan clara como el que más. Esta noche las he medido otra vez. Al principio pensé que se trataba de una simple desnutrición, una represión de la trasudación de suero en las capas epidérmicas. Pero no puede ser esto. Se han encogido varias pulgadas desde que las medí hace un momento.
Mi reacción inmediata fue de asombrosa incredulidad. ¿Se estaría desmoronando, al fin, el decano de los herpetólogos americanos?
Procuré aparentar indiferencia. No quería que sospechase que me preocupaban sus arterias.
-Las ranas se encogen -dije-. Como sabes, hay una rana de las Indias Orientales que encoge nueve pulgadas desde las patas hasta la barbilla. Una evolución tan peculiar como esa sería inconcebible en los reptiles. La concha de una tortuga es tan sólida como el coral. La lima puede disolverse, pero nunca es reabsorbida por el animal vivo en el proceso de desarrollo.
-¿Por qué no dejas el trabajo una noche? -le aconsejé-. Deja de esforzarte; tómate un descanso. Ese libro de Malaya es muy interesante, pero un hombre más joven lo terminará si no te cuidas.
Al oírme, perdió los estribos. Me agarró el brazo y me escoltó sin miramientos hasta la puerta.
-Cuando necesite tus consejos, ya te los pediré -gruñó-. Buenas noches, y gracias por haber venido.
Me echó afuera, en la nieve. Me puse los guantes de lana, juré sin moderación, y salí por la puerta este.
-¡Hacerme levantar con una ventisca, para eso! -grité.
Estaba a medio camino de la puerta, cuando tropecé con el joven George Fitch. George caminaba con la cabeza baja delante de la jaula de los antílopes, con el cuello del abrigo alzado hasta las orejas. Iba cargado con los instrumentos meteorológicos; sospeché que había descendido de su nido de águila cerca de la puerta norte, una especie de torre normanda situada sobre el edificio donde estaba la administración. George era un ayudante del celador de mamíferos, pero su debilidad era la meteorología, a la que se entregaba siempre que conseguía evadirse de las púas del puercoespín.
-Debe haber visitantes nocturnos en el zoo -dije, agarrándole el brazo para que no se cayera con el hielo.
Resbaló un poco, oscilando como una marioneta sobre una cuerda. Le eché una rápida ojeada y tuve la extraña impresión de que era un muñeco de nieve a punto de derretirse. Su cara era tan blanca como la camisa, y parecía tan asustado que no sabía lo que se hacía.
Lo miré alarmado.
-¿Qué sucede, George? -pregunté.
Me miró de reojo, con los labios tensos. De pronto me dijo:
-David, si vieras un barco en el cielo, o un mono hablando, ¿irías a consultar a un psiquiatra?
Pensé que estaba bromeando hasta que vi el brillo febril de sus ojos, que taladraban los míos con una seriedad que me produjo un raro temor.
-Quizás -dije-. Pero primero me aseguraría de que no era víctima de una broma -añadí. De pronto me enfadé-. ¡Mira, George, que es eso! ¿Me estás tomando el pelo?
Sacudió negativamente la cabeza.
-No he visto ningún mono que hablase. He visto algo aún más increíble. He visto el sol a medianoche. Aún no ha salido, pero lo he visto brillar sobre la jaula de los reptiles hace seis horas. Estaba sentado en la torre mirando el parque cuando llameó ante mi vista una órbita empañada, roja, con una corona visible.
Le miré asustado. Uno puede ver el sol naturalmente, cuando todo el disco está bajo el horizonte. El ojo humano no puede distinguir si los rayos de luz son derechos o inclinados y al anochecer ve un sol que en realidad se ha ido. La gran densidad del aire cerca de la tierra desvía los rayos solares formando un ancho arco hacia el observador, produciendo una imagen-refracción hinchada que desaparece lentamente de la vista. Pero esto no significa que se pueda ver el sol a medianoche.
-He estado acarreando estos instrumentos toda la noche, desde la torre hasta la jaula de los reptiles, para verificarlo -dijo Fitch.
-¿Qué esperas encontrar? -exclamé.
--No lo sé exactamente. El fenómeno duró escasamente veinte segundos. Estoy verificando las propiedades físicas de la atmósfera cerca de la jaula de los reptiles. Quizás era una especie de espejismo, un reflejo del sol proyectado desde el espacio.
Su cara mostraba un aire triste y desconcertado.
-Supongo que hay unas cuantas nubecillas en la estratosfera, a cincuenta o sesenta millas. Ya sabes que se han observado en el cielo, por la noche, unos destellos de la luz solar. Quizás una de esas "nubes fantasmas" ha actuado como un medio refractario lanzando una imagen del sol sobre alguna superficie parecida a un espejo cerca de la tierra.
Era demasiado increíble para una mente sana. Lo dejé que se blanqueara sobre uno de los bancos cubiertos de nieve, fuera de la jaula del canguro, mientras emprendía mi camino bajo la fuerte tormenta.
Regresé a la ciudad en el metro, absorbiendo con voracidad el calor después de mi horrible batalla con la ventisca. Me complacía ver ante mí los rostros sanos y el punto y coma que el viaje por tren había puesto después de mi experiencia de pesadilla en el parque; y no digo que puso punto final, porque sabía que Carruthers me volvería a llamar por teléfono.
Cuando llegué a mi casa, la nieta de Carruthers se desenrolló del diván donde estaba y cayó en mis brazos. Virginia Carruthers era toda mi vida sentimental. Antes de conocerla era un joven del futuro, un frío científico aislado. Pero con Virginia todo cambió. Cuando entró en mi vida, la Ciencia pasó a segundo término. Quería desparramar el dinero en lujos, y sentía ser sólo un veterinario con un insignificante sueldo que, en mi profesión, estaba llegado ya a la cumbre… y ahí se pararía.
Era una rubia pelirroja con una piel como la flor del melocotón, y era en todos aspectos una niña mimada. Se apretaba contra mí y yo la besaba haciéndola estremecer, porque mi piel estaba tan fría como rodajas de pepino en hielo.
-David, estás medio helado -dijo-. ¿Dónde has estado? Te has marchado dejando la puerta de la calle abierta.
-¡Santo Dios! -exclamé-. Debo estar ya chocheando. ¿Por eso has podido entrar?
Asintió, se deslizó de mis brazos y volvió a ovillarse en el sofá.
-Estoy preocupada por el abuelo -dijo-. Hace tres días que no se mueve del zoo. Le telefoneé hace una hora rogándole que vuelva a casa. Pero todo lo que hizo fue lanzar un gruñido. Oh, David, David, estoy tan preocupada… ¿No puedes hacer algo para que no se mate de este modo? Su cerebro va a estallar, si no lo hace antes su cuerpo.
Procuré calmarla y tranquilizarla. Almorzamos juntos, y le prometí que volvería al parque inmediatamente y traería a Carruthers a casa -si era preciso- a la fuerza.
Una hora después me hallaba de nuevo en el parque. Carruthers estaba en su despacho. Esta vez no se encontraba solo. Le acompañaban dos guardias y su aspecto era el de un hombre que se acerca a la muerte a pasos agigantados.
Los guardias le ayudaban a examinar por los rayos X un reptil de seis pies de largo. Sujetaban la serpiente por la cabeza y la cola, y su cuerpo, largo y moteado, se retorcía bajo la emanación clínica de los rayos Rontgen.
Carruthers parecía espantosamente agitado. Tan pronto como me vio, me agarró por la muñeca y me arrastró hasta los rayos X.
-Los parásitos han desaparecido, David -dijo-. ¡Mira! ¡Mira tú mismo!
Hubiera apostado mi reputación sobre la enfermedad de aquella gran serpiente. Pero cuando vi sus partes vitales en la fluorescente pantalla, la realidad se mofó de mí. No podía dudar de la evidencia de mis ojos, y sin embargo, veinticuatro horas antes las visceras del reptil eran un asqueroso montón deshecho.
-¿Qué te parece? -dijo Carruthers. Sonreía triunfalmente, a pesar de su agitación. Había algo primitivo en él que me proporcionaba un placer en mi derrota.
-Es increíble -repliqué-. Esta serpiente estaba muriéndose. Aunque se hubiera recuperado, se verían cicatrices en las visceras.
-¿Ves algunas? -se mofó Carruthers.
-No - admití desvalido -. Temo que equivoqué el diagnóstico.
De pronto, mis pensamientos se congelaron. Mirando a Carruthers observé un cambio en toda su persona. Su cuerpo alto y anguloso, estaba menos encorvado, su cara menos surcada de arrugas. Parecía, sí, ¡diez años más joven!
El cambio era total, absoluto y no se escapó a mi vista. Lo había observado desde el primer momento. Estaba allí, sutilmente visible, en su fisonomía, en su porte. Hasta sus ojos tenían un brillo más intenso.
Cuando salí por segunda vez de la jaula de los reptiles, había cesado de nevar. Crucé por los guijarros hasta la puerta este, mientras mi mente luchaba con un sentimiento de sofoco y horror.
Cuando regresaba a casa en el metro, intenté razonar. Pero a cada salto del tren, mi alarma aumentaba. Había ocultado mi emoción a Carruthers, lo había dejado cavilando sobre la serpiente curada, farfullando a los guardianes, y contemplando insistentemente el aparato de los rayos X.
El pensamiento de arrastrarlo a casa se me había hecho repulsivo. La singularidad de lo que había visto era tan turbador, que deseaba aumentar la distancia entre nosotros lo más rápidamente posible.
Pero en el mundo moderno no puedes escapar y por mucho tiempo de los sobresaltos, horrores, violencias y desconciertos que pueden ocurrir. El telégrafo, los timbres, el estruendo, el descarado atrevimiento de las ondas largas y cortas de la radio y las diminutas partículas de materia que invaden todo lo privado, penetran en todos los retiros.
El teléfono no es el menor de los perjuicios modernos. Mi primer impulso cuando llegué a casa fue ignorar el ruido que salía de mi dormitorio. Pero el hábito es un duro maestro que te señala una tarea. Me empujó escaleras arriba y mi vacilación quedó sofocada por la fuerza del subconsciente más potente que la razón. Si no contestas a un teléfono en seguida, deja de tocar. Si deja de tocar es como… bueno, como si vieras la cabeza de un hombre que se vuelve tan grande como su cuerpo, o pierdes un dedo haciendo picadillo.
Cuando descolgué el receptor, la voz de George Fitch me llegó excitada a través del hilo.
-¿David? David, escúchame. Ha habido un… un accidente en el Parque. Pensé inmediatamente en ti a causa de Virginia. Se refiere a Carruthers.
Un terrible frío me estremeció todo el cuerpo.
-Carruthers -jadeé-. ¿Quieres decir que le ha sucedido algo?
-Carruthers ha desaparecido -dijo Fitch.
Un sudor helado brotó de todos mis poros.
-Pero si lo acabo de dejar -dije con voz entrecortada-. Estaba mirando por los rayos X una serpiente venenosa y…
Mirando por los rayos X una serpiente venenosa. De pronto, mi voz se convirtió en un presagio de muerte. Un sollozo de horror me sofocó la garganta.
-¿Quieres decir que la serpiente lo mordió? Oh, por Dios, George…
-No, no, David -la voz de Fitch se alzó se alzó protestando-. Hubo una explosión. ¿Me oyes, David? Una explosión en el Parque. Toda la jaula de los reptiles estalló en fragmentos.
Aturdido, enfermo de horror, me senté a escuchar mientras describía la catástrofe.
-¿Sabes lo que es un eclipse de ciclón, David?
-No -dije con voz ronca.
-Es un fenómeno extraordinario -dijo-. Cuando el sol se eclipsa desciende la temperatura del aire y contrae la atmósfera. El aire que procede de la región que se ha contraído fluye en espiral, pero antes de llegar al punto de mayor contracción, el giro de la tierra lo arroja fuera del centro. Pasa por alto el centro y forma lo que se conoce como un eclipse-ciclón.
-¡Pero si no ha habido eclipse de sol! -dije.
-Ya lo sé, David. Es completamente inexplicable. Mis instrumentos registraron un verdadero eclipse-ciclón, limitado a una pequeña área que rodea la jaula de los reptiles.
-Y cuál ha sido la causa de la explosión?
-No lo sé -replicó-. El suelo se ha corrido y la jaula de los reptiles es un montón negruzco. Es como si algo hubiera succionado la jaula desde el espacio, produciendo un ciclón y una explosión.
Me sentía desamparado y seguramente me senté, fascinado, con la mano sobre el teléfono, mudo de horror; pero el timbre de la puerta me despertó de mi letargo y dije:
-Le daré la noticia a Virginia, George. -Colgué.
Bajé lentamente las escaleras, arrastrando los pies. Los miembros me pesaban y tenía la espina dorsal rígida; pero cuando abrí la puerta, la vitalidad fluyó como una vibrante corriente por todo mi cuerpo.
Carruthers estaba allí, apretando con fuerza el paraguas con su huesuda mano y la ropa blanca de nieve. Al verle sentí tal alivio que apenas noté lo joven que estaba.
Entró en el vestíbulo y cerró con fuerza la puerta.
-Buenos días, David -dijo.
No parecía tener más de veinticuatro años. El cabello, negro como el azabache, el rostro, sin una arruga.
-¡Henry! -exclamé-. ¡Pensé que se había muerto! Fitch acaba de telefonearme contándome lo de la explosión…
Me miró asombrado. Yo vacilaba, sentía vértigo al ver el cambio operado en él. Aparecía alto y fuerte, las mejillas rojizas, la voz, potente.
-Salí en cuanto te marchaste, David -dijo-. Voy a presentar mi dimisión.
-¡Pero la explosión! -insistí-. Seguramente usted…
-Oí una explosión precisamente cuando salía del Parque -dijo-. Como un trueno. Pero no me detuve a investigar. David, estoy cansado de las serpientes. Soy un hombre joven, David, no un viejo fósil celador de reptiles.
-¡Santo Dios! -exclamé.
-David, todo esto es muy vago, muy embrollado. No puedo ni acordarme de lo que pasó ayer. Me parece que hablé contigo hace apenas una hora, en la jaula de los reptiles. Discutimos sobre…
-¡Al diablo con todo! No puedo acordarme. Algo sobre parásitos intestinales…
De pronto se encogió de hombros.
-Saliste enojado, ¿no es cierto? Me parece recordarlo. Estabas trastornado por algo que dije. Debes perdonarme, David. Estaba pegado allí como un viejo fósil, no era yo. David, estaba soñando donde nace el Amazonas, y en las junglas de Borneo.
Los ojos le brillaban con un resplandor nuevo.
-David, sólo la juventud es cuerda y maravillosa. La edad corrompe. Ningún hombre está en su mejor época después de los cuarenta años. El mismo Maquiavelo era un idealista a los veinticinco. Darwin nunca estuvo más cerca de la grandeza que cuando dio la vuelta al mundo en el Beagle, y era un chiquillo de veintidós años. Entonces tenía gusto, era agudo. Nunca escribió una prosa mejor.
No podía negar la evidencia. De pie, ante mí, delirante, había un Carruthers joven. Un hombre que se había sacudido cincuenta años de encima. Me sentía espantosamente aturdido y gruñí:
-Escúcheme, Henry. Usted no está bien. Voy a llevarle a casa con Virginia.
Fue una observación desafortunada. Su irritabilidad, que siempre había deplorado en él, santo con la furia de un pistoletazo.
-¡Iré a casa cuando me dé la gana! -gritó encolerizado-. ¡Eres un estúpido!
Me miró furioso, cruzó la habitación de una zancada y salió dando un portazo.
Esperé una hora larga antes de llamar a Virginia. Sabía el tiempo que emplearía Carruthers para llegar a su casa, en los suburbios.
La voz de mi novia sonó horriblemente agitada cuando respondió a mi breve:
-¡Oiga!
-¿Eres David? ¡Oh, qué contenta estoy de que me hayas llamado! El abuelo salió hace cinco minutos. Fui a comprarle unas tabletas para dormir, y cuando regresé, ya se había marchado. No lo vi cuando entró. Craig dice que subió corriendo las escaleras y se encerró en su cuarto. Inmediatamente después, telefoneó a la compañía marítima "White Band". Craig oyó el teléfono anexo del vestíbulo y escuchó. David, se va en un crucero alrededor del mundo. Ha tomado pasaje en el Morning Star, dique cinco, West River. Sí, ya sé, Craig hubiera debido impedir que saliese. Pero no puedes esperar de un mayordomo que asuma…
La interrumpe en seco.
-Virginia, escúchame. Debemos hacerle salir del barco antes que leve anclas. ¿Cuándo parte?
Su voz era casi un sollozo.
-A medianoche, David.
-Está bien -dije-. No salgas hasta que tengas noticias mías. Te lo llevaré a casa.
El dique 5, West River, estaba envuelto en una suave bruma. Yo estaba de pie, en el muelle, y miraba la ondulante y oscura silueta del barco. La inmensa nave se alzaba y bajaba en la inquieta marea que se arremolinaba en torno al muelle. Parecía un enorme animal marino; sus soberbias portillas arrojando delgados girones de luz radiante a través de la noche, me llenaban de inquietos anhelos mientras lo contemplaba.
Una nostalgia, difícil de definir, se apoderó de mí, haciéndome soñar en lejanos puertos y en los rostros de exóticas mujeres. Pensé, ¡qué diablos! ¿por qué no puedo ir yo también? ¿Por qué no puedo decirle a ese chiquillo de Carruthers: "Voy contigo, muchacho. Nos iremos juntos, y si te metes en algún lío y necesitas el consejo de un hombre mayor…"?
Me estremecí. Estaba pensando como un loco. Carruthers no era aquel joven. ¿O sí lo era? Hacía varias horas que no lo había visto. ¿Iba a persuadir a un chiquillo de veinte años loco por las aventuras?
Me sacudí vigorosamente, crucé el muelle, subí la escalerilla y tropecé con Brass Buttons.
Brass Buttons era el primer oficial más viejo que he visto en un barco. Pero lo que me sorprendió tanto no fue su edad, sino su palidez. Su semblante, increíblemente arrugado estaba tan blanco como una sábana. Se quedó mirándome con los ojos desmesuradamente abiertos.
-¿Y bien, qué hay? ¿Qué desea?
-¡Lleva un pasajero a bordo llamado Carruthers?
Si le hubiera dado un puñetazo en la mandíbula, quizás hubiera saltado más, pero lo dudo. Retrocedió temblando de espanto. Su cuerpo pequeño y canijo parecía encogerse aún más a través del puente.
Empezó a tartamudear.
-¿Un… amigo… suyo? Entonces, ¡usted debe ser también un fantasma!
Le agarré del brazo y le hice dar una vuelta.
-¿Qué quiere decir con fantasma?
-No me toque -gimió-. No puedo soportarlo. Tengo ochenta años y el corazón débil, muy débil. Mentí para que me dejaran embarcar. Les dije que tenía 56 años. Pero usted ha conseguido saber la verdad, fantasma. Yo también estoy cerca de las sombras. Tengo un pie en la sepultura. ¿Va a atormentar a un anciano en estas condiciones?
-Vamos, abuelo -dije-. No soy un fantasma. Puede tocarme, ¿no es cierto?
-También puedo tocarle a él -gimoteó-. Pero igualmente es un fantasma.
-¿Quién, abuelo?
-Henry Carruthers. El hombre con quien me embarqué hace sesenta años. Al principio creí que era su hijo. Pero no hubiera podido saber tantas cosas de la pequeña Flor de Loto, en China, el siglo pasado. O de cómo nos deshicimos de toda la chusma de Rio de Janeiro en los negros muelles bajo el Pan de Azúcar.
Sus ojos brillaron un instante y el terror pareció abandonarlos. Luego, los deslumbrantes recuerdos de su lejana juventud se esfumaron, y en su mirada apareció otra vez un miedo cerval.
-Quizás se lo haya contado a su hijo. Pero no todos esos pequeños detalles y el modo cómo sucedieron. Es como dos partes de una misma moneda, que cuando se juntan, encajan perfectamente. Otra moneda podría encajar, pero nunca tan exactamente.
Se desprendió de un tirón de mi puño y empezó a retroceder con las pupilas dilatadas.
-¡Vete, fantasma! ¡No atormentes a un anciano!
Cambié de táctica.
-Está bien, abuelo. Carruthers es un fantasma. Los dos somos fantasmas. He venido a buscarle, ¿comprende?
-Es el muchacho con quien me embarqué -gimió Brass Buttons-. El mismo joven alto e inquieto.
-Lléveme a donde está -le exhorté-. Si no lo hace, le perseguiré hasta que muera.
Dejó de retroceder y me miró horrorizado.
-Saldremos del barco juntos -dije-. ¿Dónde está, abuelo?
-Abajo, en el cuarto de las calderas, fantasma. ¿De verdad que lo sacará del barco y no me perseguirá?, Carruthers estaba tendido sobre un montón de carbón, con una botella en cada mano. Una era negra como el carbón; la otra estaba llena de un líquido blancuzco que brillaba rojizo al resplandor de un horno.
Carruthers bebía de ambas botellas y cantaba a voz en grito. Tenía los ojos inyectados en sangre, la cara y las manos tiznadas de hollín. Miró con sus inquietos ojos a Brass Buttons.
-¡Caramba! Si es Jackie Whistle -rugió-. Si es Jackie, ¡mi viejo camarada vestido de almirante!
En medio de mi desesperación me incliné y le agarré por los hombros.
-Henry, míreme. ¿No me reconoce? Soy David.
Lenta e incrédulamente, sus ojos me escudriñaron.
-¿David?
-Sí, Henry. Su amigo. El zoo, Henry. Es el abuelo de Virginia. ¿No recuerda?
Dejó en el suelo una de las botellas y se pasó una temblorosa mano por la frente.
-Me parece recordar… Han pasado unos años de por medio. Sí, te conozco, David… Entraste en mi vida antes de volverme joven.
Brass Buttons se retorcía las manos.
-Por favor, vayanse. Soy un viejo con un pie en la sepultura -gimió.
-Ya nos vamos, abuelo -dije. Agarré con fuerza a Carruthers por los hombros. Tenía los ojos apagados, pero me las arreglé para ponerle de pie.
-Manténgase firme -le aconsejé.
Sacarlo del barco no era fácil, pero lo conseguí sin ayuda. Empleé la lisonja, los mimos, la firmeza, la persuasión y toda la fuerza muscular que pude reunir. Tan pronto como llegó al puente, se puso a cantar otra vez.
Al bajar las escalerillas, vaciló en la oscuridad, con una botella todavía en la mano.
Lo conduje a lo largo del muelle hasta una calle oscura del puerto. Gritaba con toda la fuerza de sus pulmones cuando lo hice entrar en un taxi a tres manzanas del barco.
Virginia sintió tanto alivio cuando vio su alta figura en el vestíbulo, que tuvo un ataque de histerismo. Yo estaba aún más alegre porque no se había dado cuenta del cambio.
Cuando abrí la puerta con la llave de Carruthers, corrió a la galería cerca del vestíbulo, se arrojó sobre un sofá y estalló en lágrimas.
Ayudé a Carruthers a subir las escaleras que llevaban a su dormitorio e hice que se metiera en la cama. Se quedó inerte, con los ojos cerrados. Levanté sus largas piernas hasta colocarlas sobre el lecho y le tapé con una manta. Luego, abrí la ventana porque el radiador estaba ardiendo.
Dormía profundamente cuando me dirigí de puntillas a la puerta abierta y bajé por la escalera central. Virginia estaba aún en la galería, el cuerpo estremecido por el llanto.
Tenía que decírselo. No había medio de evitarlo. Antes o después encontraría un joven en la habitación de su abuelo.
Me senté a su lado y le tomé una mano.
-Virginia -dije-. Debo decírtelo. Virginia, querida…; Eran cosas aterradoras, torvas, que hubieran destrozado las reservas de fuerza en cualquier mujer. La verdad no la quebrantó como temía. Permanecía sentada, quieta, a mi lado; su cara era una máscara trágica; sus dedos se clavaban en mis manos.
De pronto dijo:
-¿Cuánto tiempo supones que durará?
-No lo sé -dije-. Ahora es un chico de veinte años.
-¿Crees que se volverá un niño?
Alguien tosió a pocos pasos de donde estábamos. Levanté los ojos alarmado. De pie, en el umbral, estaba Thomas Craig, el mayordomo de Carruthers, con rostro largo, lúgubre, de un gris leproso.
-Oí lo que decían, señor -se excusó-. No… no tenía intención de escuchar detrás de la puerta. Pero cuando vi a mi señor que salía por la ventana…
Di un brinco, horrorizado.
-¿Carruthers ha salido de su cuarto?
Craig asintió con los ojos brillantes de pánico.
-Está subido a un árbol, señor. El camino que usted temía ya ha ocurrido. Ahora es un niño.
Conseguir que Carruthers bajara sano y salvo del gran manzano que estaba en el jardín, era una tarea para destrozar los nervios a cualquiera. Tuve que suplicarle. Se dirigía a la copa del árbol, silbando y sacudiendo las ramas para hacer caer las manzanas. Me encaré con él a la luz de la luna.
-Henry -dije-. Baje en seguida.
Se rió con picardía.
-Ya no soy un niño, David, tengo catorce años. Me quedaré aquí hasta que encuentre el nido.
-¿Qué nido?
-El del petirrojo, tonto. Arriba hay un gran nido con seis huevos.
-Está bien -dijo-. Mañana puede ser un naturalista. Ahora, debe irse a la cama. Va a coger una pulmonía ahí arriba.
Silbó con júbilo.
-He encontrado el nido, David. Je, espera cuando veas los huevos.
Descendió velozmente hasta el suelo y se quedó mirándome con aire triunfal a la luz de la luna; era un muchacho enfundado en un pijama de hombre, las perneras enrolladas, los faldones de la camisa recogidos en un nudo.
Su cara, de mejillas rosadas, tenía una ligera semejanza con la de Carruthers. Ahora era lisa e infantil, pero la barbilla tenía la inclinación petulante que conocía tan bien.
Thomas Craig salió de la casa. Durante unos instantes contempló al niño Carruthers, con una mezcla de alivio y espanto. Luego se volvió a mí.
-Le llaman por teléfono, señor -dijo-. Creo que es del Parque Zoológico.
-Está bien -dije con voz ronca-. Lleve arriba al muchacho y métalo en la cama.
Regresé rápidamente a la casa. Virginia estaba de pie, junto al teléfono, en el vestíbulo inferior, con el cuerpo rígido.
-¿Conseguiste que bajara? -preguntó.
Hice un gesto afirmativo con el ceño fruncido y le arrebaté el auricular de los temblorosos dedos.
Otra vez era George Fitch; tenía la voz tensa de emoción.
-¿David? Te he llamado a tu casa. Tengo mis razones para creer que Carruthers no se ha perdido. La jaula de los reptiles ha vuelto. Ya sé que parece increíble, pero parece que ha habido una especie de incisión en el espacio… Devid, es difícil describirlo por teléfono.
-Cuando estabas conmigo en el Parque, debes haber sentido un increíble desplazamiento, una distorsión de perspectiva en la jaula de los reptiles. Precisamente encima, el cielo se llenó de estrellas que no estaban agrupadas como es debido. La Osa Mayor está deformada, y el Lince invade la Jirafa. Hace un millón de años, las constelaciones debían haber sido así, cuando la tierra estaba orientada de un modo diferente en el espacio. Pero lo más sorprendente, es la jaula de los reptiles. Se tambalea, David, en un tenue destello, como un espejismo.
Se detuvo un instante, y luego continuó:
-No creo que el sol que vi fuera el de siempre. Pienso que era un viejo sol que salió del pasado. Tengo la extraña sensación de que algo le pasa al tiempo que conocemos, algo ciclónico. Es más que una sensación. Es una evidencia. Una especie de… pero no voy a entrar en detalles.
-¡Maldito si te entiendo! -exclamé. Pero las más absurdas quimeras martilleaban mi cerebro en el yunque llenándome de confusión y dudas.
-¿Dices que algo pasó con el tiempo cerca de la jaula de los reptiles? -pregunté incierto.
-En términos de la física moderna, parece que empezó con una especie de ondulación del tiempo-espacio continuo, que llegó a ser absoluto cuando la jaula de los reptiles se desvaneció. Vi que el viejo sol se encogía. Luego, la urdimbre espacial se ensanchó y bajó la temperatura, produciendo un violento eclipse-ciclón. La jaula de los reptiles estalló cuando pasaba por nuestro espacio. Ahora lo continuo se ondula otra vez.
-¿Pero a dónde fue la jaula?
-Por lo visto, a una dimensión no-euclídea. En el extra-espacio.
-¡En el extra-espacio!
-David, escúchame con atención. Hoy día estamos seguros de que el tiempo es una dimensión, pero mucha gente aún siente que hay una diferencia cualitativa entre tiempo y espacio. No es esto todo. El espacio, simplemente nos parece más real que el tiempo, porque nuestros sentidos no se mueven en un plano tri-dimensional. Pensamos que el tiempo es como un caudal de agua. Pero un observador extra-espacial puede controlar el tiempo como nosotros controlamos el espacio. Quiero decir, que lo puede mover como los niños mueven cubos para hacer casitas en nuestro mundo tri-dimensional. O, si lo deseas, puedes pensar también en el tiempo como un tejido. Considera el tiempo como un tejido y el observador como un tejedor en un telar. Digamos que ha dejado caer un punto. ¡Un punto en el tiempo!
-David, creo que somos marionetas, juguetes. Juguetes de Titanes del espacio. Gigantes del cielo. Llámales seres extra-espaciales. Tejen fuera del universo estelar, y se divierten impidiendo que el tiempo se mueva en una línea recta para nosotros desde el pasado hasta el futuro, viendo nuestras payasadas mientras somos prisioneros del tiempo. ¿Te imaginas que uno de los bloques del tiempo se deslizara de sus manos? Un accidente, ¿comprendes? Imagínate que se ponen nerviosos y pierden el control. Todo lo que una sección limitada de nuestro mundo cambiaría, o se desvanecería en el pasado.
-¡Dios mío! -exclamé. Estaba pensando: las tortugas se rejuvenecieron; retroceden. Estaban otra vez en el barco, navegando hacia el norte desde las islas Galápagos. Se marean. Y Carruthers retrocede a su infancia. ¿Pero por qué no vi el barco? ¿Y por qué Carruthers continúa retrocediendo?
Le pregunté:
-Podría aquella oscilación ser fragmentaria? ¿Podría un hombre o una mujer, retroceder sin llegar a desvanecerse en el pasado? Quiero decir: ¿pueden permanecer en el presente y, no obstante, retroceder a la infancia?
-Es posible, David -replicó-. Una persona cogida en las corrientes no-euclídeas y agitada arbitrariamente podría ser sólo parcialmente extra-espacial. Podría vivir en dos mundos a la vez.
-George, Carruthers salió antes de la explosión -dije-. Está aquí con nosotros. Salió llevándose un fragmento de esa inestabilidad espacial. Es evidentemente algo tangible, que se agarra. Ha estado retrocediendo firmemente en el tiempo. ¿Me escuchas, George? Ahora es un chiquillo, vive en el presente pero se comporta exactamente como el Carruthers de hace setenta años. Mentalmente está confundido. Ve cosas del pasado, estoy seguro, pero no se halla espacialmente en el mundo de su infancia. Es como un visitante de otro planeta cogido en nuestro mundo pero emocionalmente inadaptado a él y busca aspectos de la vida que se relacionan con él semejantes al mundo que conoce.
Podía oír la agitada respiración de Fitch al otro lado del hilo. Interrumpió mis explicaciones:
-Si esto es verdad, David, debes traer a Carruthers aquí inmediatamente. La jaula de los reptiles está oscilando muy deprisa. Creo que los extra-espaciales juegan con los bloques del tiempo caídos, los recogen e intentan ponerlos otra vez en su sitio. Tendrás que rehabilitar a Carruthers al tiempo actual en el lugar del accidente si quieres darle una oportunidad.
-La jaula de los reptiles es el punto, en nuestro espacio, donde los extra-espaciales están haciendo su mayor esfuerzo. Fuera de ese punto, Carruthers estaría perdido.
-¿Cómo sabes que hay extra-espaciales? Hablas como si los hubieras visto.
-Los he visto, David. Te hablaré de ellos cuando traigas a Carruthers.
Un momento después abría la puerta del dormitorio de Carruthers. Sentía el sudor que me cosquilleaba la piel bajo la ropa. Entré sin llamar.
La habitación estaba brillantemente iluminada. Durante unos instantes quedó parpadeando en el umbral, mi asombrada mirada formaba círculos difusos en torno a la lámpara junto a la cama de Carruthers. Luego, las blancas sábanas se movieron y vi el cuerpecito desnudo que lloriqueaba y se agarraba a los gruesos y rosados dedos de Craig.
Carruthers estaba echado en el centro de una cama de matrimonio, los ojos entornados con el petulante resentimiento de un recién nacido en un mundo hostil. La sangre se me heló en las venas. Con un grito de horror, reconocí la testaruda barbilla, los claros ojos azules, la pequeña forma lloriqueante que era todavía Carruthers.
Craig levantó los ojos rápidamente, mirándome con una preocupación angustiosa.
-Es horrible, señor -exclamó, intentando, mientras hablaba, librarse de las manos del infante-. Es espantoso y terrible. Mientras usted telefoneaba, se ha convertido en un niño pequeño. He tenido que quitarle el pijama para evitar que se asfixiara.
-Tenemos que sacarlo, Craig -dije-. Necesitaré su ayuda.
Craig y yo envolvimos al abuelo de Virginia en una toalla, dándole vueltas sobre la cama. Era un trabajo engorroso y lo realicé torpemente. Craig sujetaba al niño mientras yo aseguraba la toalla con un imperdible. Doblé nueve pulgadas de los pantalones en un envoltorio como unos pañales y pasó los bracitos de Carruthers por las aberturas. Luego bajamos las anchas escaleras a donde estaba Virginia, todavía en el vestíbulo de abajo, con el ceño fruncido. Cuando vio el fardo que no pesaría diez libras, los labios se le tornaron tan blancos como la toalla con la que había envuelto a Carruthers. Pero ni vaciló ni gritó. Simplemente dijo:
-Voy al Parque contigo, querido.
Nunca vi una mujer tan valerosa. Cogió a su abuelo en los brazos hasta que llegamos al Parque. Nos dirigimos en taxi al norte de la ciudad, y Virginia, sentada entre nosotros dos, sonreía dulcemente a Carruthers. Todavía estoy asombrado de su presencia de ánimo.
Carruthers era un niño feo. La rabia insensata que convulsionaba sus facciones parecía algo extraño en una criatura. ¿Era Carruthers más primitivo que los otros, un mocoso más rebelde? Esta reflexión no era muy caritativa y la aparté de mi mente. Carruthers era un hombre inteligente, un hombre fuerte. Simplemente, se rebelaba contra la tiranía del nacimiento; se resentía de la traición del mundo con su pequeña fuerza. Había nacido en una trampa y lo sabía.
Estaba furioso porque no podía escapar de la gran trampa de la vida. No podía prever una escapada por el otro extremo a la edad de noventa años, quizás. ¿Podíamos salvarle de esa otra huida? ¿Se le permitiría caminar, a un hombre maduro y digno, fuera de la jaula de la vida, en lo desconocido? ¿O debía consumirse ignominiosamente hasta…?
El pensamiento era inconcebible. Unos versos de Poe fluctuaron espantados en mi pensamiento: "Imaginar sueños que ningún mortal se ha atrevido a soñar." Me estremecí, y procuré que el lúgubre pensamiento no tomara forma. Intenté no pensar más en Carruthers para no vislumbrar el oscuro y amorfo desvarío de lo inexistente.
Carruthers hacía estallar sus pulmones con fuertes y amargos quejidos cuando llegamos al Parque. George vino a encontrarnos a la puerta este. A la luz de la luna, sus juveniles facciones adquirían la mueca de la muerte. Tras él, los altos árboles se alzaban como una hilera de sombríos centinelas boqueando las estrellas.
Le hice una sola pregunta:
-¿Es demasiado tarde?
Contestó moviendo negativamente la cabeza. Luego agregó:
-Pero debemos darnos prisa. Está volviendo rápidamente.
Deprisa, deprisa. Cruzando el Parque, ¡qué grotescos debíamos parecerle a la luna! La corpulenta silueta de Craig, su calva reluciente por el sudor, los faldones de la levita hinchados por el viento. Virginia, delgada y sin aliento, llevando en brazos a su abuelo. Carruthers, lamentándose como un alma en pena en sus improvisados pañales, con su roja carita crispada. George, esbelto y solícito, corriendo al lado de Virginia y comportándose como si fuera el responsable de todo.
Nos movíamos velozmente entre los árboles y en el mayor silencio; una fantasmal procesión de cinco personas bajo las lejanas y pálidas estrellas.
De pronto, los árboles se aclararon y vimos cómo ondeaba la jaula de los reptiles; un film luminoso entre la oscuridad, entre enormes robles y cedros. Vimos el esqueleto de las paredes y las columnas de un portal conocido grabadas en la noche en flameantes filamentos de llamas. Entre las paredes estaban un hueco, negro como la tinta, impenetrable. La noche parecía brillante en comparación con aquel vacío.
Únicamente los contornos del edificio eran claros y resplandecientes. A medida que nos acercábamos, se movieron escurriéndose como el mercurio.
George murmuró:
-Dentro de un momento volverá otra vez. Cada vez flamea más brillante que la anterior.
Yo sabía que nos enfrentábamos con un desafío trascendental. Alguien tenía que llevar a Carruthers al lugar de amenazadora inestabilidad, y abandonarlo allí. Como un pequeño Moisés en una cuna de junco cósmica, debía quedarse solo a merced de lo desconocido.
No quiso que Virginia se arriesgara. Cuando el bloque quedara en su sitio, o cuando el punto fuera recogido, una persona normal, convenientemente orientada en el tiempo, podía ser cogida peligrosamente. Cazada en una grieta o cogida en la inhumana red del telar.
Arranqué con ímpetu a Carruthers de sus brazos. Estuve brusco porque la amaba como pocos hombres pueden amar en este mundo. Carruthers se retorció en mis brazos golpeándome el pecho con sus manecitas.
-¡Tonto! -grité-. ¡Eres un necio y un tonto!
Atravesé la grava del paseo y me detuve en la cima del ennegrecido hoyo donde había estado la jaula. El abismo que se abría a mis pies carecía totalmente de luz. Un negro cicloide en la tierra que parecía no tener fin. Por encima, su triturada circunferencia ennegrecía las rocas desplomadas, y junto al sendero y dondequiera que la luz de la luna brillara, la tierra se veía minada de diminutos cráteres o de montículos de ébano.
El sudor se escurría por mi cara. Rápidamente deposité a .Carruthers en el borde del abismo, y eché a correr a donde estaba Virginia. Cuando llegué a su lado, otra vez las luces resplandecían en el cielo. La tomé en mis brazos, apretándola junto a mí, y nuestros corazones latieron al unísono. Con voz angustiada, Géorge dijo:
-¡Dios mío! ¡Miren eso!
Sucedía algo espantoso. El cielo parecía desconcharse en capas; como viejos rollos de papel, retrocedía de la desnuda llama dejando la luna suspendida en un horno resplandeciente.
Craig empezó a balbucear de terror. Rayos de luz, auroras boreales suspendidas en trozos de la bóveda celeste, surgían entre las llamas. Era como si el simple infierno de la infancia existiera y fuera a consumirse.
No estaba seguro de si lo que vi fue una mano. Los largos dedos se extendían como una garra. Revolotearon unos instantes sobre el oscilante contorno de la jaula de los reptiles y luego bajó.
Frente a nosotros, un estallido de llamas. La tierra se elevó como un mar oscilante, haciendo girar a Virginia desde mis brazos y arrojándome hacia delante. Giraron mis tobillos y caí aplastado sobre el suelo.
Durante unos segundos quedé atónito y gimiendo con el cuerpo pegado a la tierra. De mi cerebro surgían fragmentos de luz. Estaba completamente ofuscado, pero pude oír a Virginia que gritaba.
Me revolví bramando y me puse en pie con dificultad. Me hubiera tambaleado por el camino si George no llega a cogerme.
-Mira allí, David. Vuelve a aparecer la jaula.
-Es el fuego -contesté jadeante-. Todo parece…
-Ya lo sé. Todo parece devorado por las llamas. En mis sueños también había llamas. Ayer noche las soñé, sin duda porque soy físico y estaban muy cerca. Estoy seguro de que procuraban poner en orden las cosas. Creo que percibimos, por fin, la realidad, una ilusión de llamas; por eso el fuego ha sido adorado por las razas primitivas; por eso los griegos construyeron…
Un espantoso grito lanzado por Virginia lo interrumpió en seco.
-¡Abuelo!
Carruthers avanzaba ahora hacia nosotros. Parecía caduco y deshecho; círculos negros rodeaban sus ojos y toda su estructura aparecía más huesuda que de ordinario. Gruñó irritado cuando Virginia le echó los brazos al cuello.
-¿Qué te pasa? ¿Dónde está David? ¿Dónde se ha metido ese loco? La serpiente se está muriendo. Quiero ver a David inmediatamente.
Me sequé las lágrimas de los ojos. Sólo al ver a Carruthers -el viejo, cascarrabias y tozudo Carruthers- de pie allí, con su aspecto anterior; sólo al oír sus reniegos, fue bastante para conmover mi corazón. Sentía deseos de cantar, de gritar, hasta de dar volteretas.
Pero todo lo que hice fue levantar los ojos al cielo y exclamar:
-¡Gracias, Dios mío! ¡Gracias, señores albañiles, tejedores o quienquiera que seáis. ¡Muchas gracias!