Texto publicado por Ana Fernández
El gendarme de Velmiro Ayala Gauna
El pajonal se extendía interminable. Leguas y leguas cubierta de altas matas de un pasto duro, de largas hojas afiladas, tornadas amarillas por el rigor del sol. Arriba el toldo azul del firmamento con la despiadada inocencia del cielo de sequía, sin la mancha esperanzada de una nube. Bajo los pies de los fugitivos crujía el barro endurecido o se desmenuzaba en pequeñas columnas de polvo. Ni un árbol, ni un pájaro, ni un rancho en toda la enorme extensión y solo el huidizo grito del “crespín” rompía, con la tristeza de su llanto, el pesado silencio de la tarde.
Segundo Ferreira, el mayor de los hermanos, puso la mano sobre los ojos, a modo de visera, y contempló el paisaje en busca de una pincelada verde, anunciadora de frescura, pero solamente vio la llamarada dorada de la hierba seca reverberando bajo el sol. Gabriel, un mozuelo de escasos dieciocho años, que venía tras de él, se dejó caer sobre el suelo reseco y murmuró:
-Checaneó. (Estoy cansado.)
-¿No podé pa seguí un poquito má, Gabrié?...
El otro se tendió a la sombra de las matas y cerró los ojos sin responder. El más alto lo observó un momento con ojos llenos de compasión, se quitó la blusa que llevaba y la extendió sobre la duras y fuertes hojas, haciéndole un rústico reparo. Con el facón, que extrajo de la cintura, cortó un manojo de paja y lo acomodó bajo la cabeza del caído. Luego le arrolló la manga y puso al descubierto del caído. Luego le arrolló la manga y puso al descubierto un tosco vendaje ensangrentado, sucio de tierra y de sudor. Dudó un momento y, después, secándose la camisa, cortó de la parte de la espalda fuertes y largas tiras y con ella sustituyó a las que cubrían la herida. El tostado torso desnudo se perlaba de sudor bajo la inclemencia de los rayos solares, pero él, sin prestarle atención, se arrodillo junto al herido y con el amplio sombrero empezó a hacerle viento al rostro niño del enfermo. Gabriel abrió los ojos y en los labios agrietados, dijo:
-Seguí vo, Segundo…
-Callate Grabié y descansá…
El meno obedeció y cayó en un torpe sopor. A ratos se escapaban de sus labios confusos rumores que el hermano, sin embargo, sabía descifrar.
-¡Agua!... ¡Agua!...
Llevaban ya dos días huyendo en esa infinita desolación. El primer día hallaron un charco donde pudieron beber un poco de agua, pero ya hacía más de veinte horas que no habían probado el líquido elemento y el suplicio se agravaba en el más chico por la fiebre naciente de la herida en del brazo. Segundo se levantó del suelo y salió en procura de agua. Observó donde estaban más crecidos los pastos y se lanzó en ese rumbo. Las hojas como afilados puñales le trazaban rojas líneas en el pecho moreno y en la espalda curtida; las manos, que las apartaban, moteaban de gotas rojas las amarillas láminas, pero él seguía oteando en el paisaje con desdén de esas molestias.
Anduvo largo rato, fue, volvió, inició nuevos derroteros, pero el final era siempre el mismo. Cansado y temeroso de extraviarse regresó junto al doliente, que deliraba en su pesadilla febril.
-¡Agua!... ¡Agua, Segundo!...
La angustia del llamado le escocía como un ramalazo de ortigas.
Más tarde las sombras trajeron un poco de frescura y una luna enorme y roja apareció en el cielo.
El lamento era cada vez más triste. Parecía que, en su inconciencia, Gabriel se hubiera vuelto más niño y suplicaba:
-¡Segundo!... ¡Segundo, agua!...
Callaba a ratos y de ratos proseguía cada vez más débilmente.
-¡Segundo!...
Era el desesperante grito de una criatura perdida entre las sombras.
Pasaban las horas, pero la queja, más que oída, adivinada, lo torturaba inmensamente.
Cuando ya no pudo más, sacó el cuchillo.
La hoja brilló bajo el plateado resplandor de la luna.
La queja murió en la garganta del herido. Y el silencio pesó como una lápida.
El gendarme fue pasando el pañuelo sobre el rocío mañanero que cubría las hojas y cuando lo hubo humedecido, lo retorció sobre su boca anhelante. Unas pocas gotas de agua cayeron sobre la lengua hinchada y los labios resecos; volvió a repetir la operación una y otra vez, pero solo consiguió aplacar en mínima parte la torturante sed. El caballo mordisqueaba los duros tallos y sacudía nervioso la cola para espantar a los insistentes tábanos. El agente había llegado, enviado desde Posadas, a esa región de la costa del río Uruguay por su conocimiento de la comarca.
Cuatro años hacia que se había incorporado a la Gendarmería Nacional, pero los primeros años de servicio habían transcurrido en las lejanas tierras del sur.
Gracias a su insistencia y a su conducta ejemplar lo habían devuelto al terruño.
El jefe del destacamento, después de leer sus papeles, le dijo:
-¿Así que usted es de estos lugares?
-Aquí he nacido y me he criado, señor.
-Mejor, necesitamos hombres que conozcan la costa y sus secretos. Hay una banda de contrabandistas que burla todos nuestros esfuerzos.
-Puedo andar a ciegas por el río y las barrancas.
-Bien, entonces, perdone que no le dé descanso y lo ponga al trabajo de inmediato.
-Como usted mande, mi comandante.
-Veamos. Aquí tenemos un mapa. ¿Por dónde cree que pasan?
-Posiblemente por aquí.
-¡Pero si está lleno de saltos!
-Sin embargo, hay pasos entre ellos. Con una canoa pesada y maniobrando bien se cruza. Muchas veces lo hice con mis hermanos.
-¡Ajá!, pues esta noche vigilaremos el lugar y usted irá con nosotros.
Después del almuerzo volvió a la oficina, donde se planeó la campaña para esa noche. Los gendarmes, pertrechados con armas largas y cortas, algunos a pie y otros a caballo, fueron saliendo en grupos para estacionarse a lo largo de la costa en los puestos fijados.
La espera fue larga, pero no infructuosa. En el lugar señalado por el recién llegado se produjo el desembarco. Cuando estaban descargando aparecieron los gendarmes dando la voz de alto, pero los contrabandistas respondieron con un fuego graneado. Tres de ellos volvieron a la embarcación y se retiraron aguas abajo, otro quedó tendido sobre la playa y dos se internaron hacia dentro.
Un par de gendarmes quedó cuidando las mercaderías, otro fue a llevar a un compañero herido al destacamento y él siguió tras la huella de los fugitivos.
Debió esperar hasta la madrugada para encontrar el rastro. Unas gotas de sangre y la hierba aplastada le dieron el rumbo.
-Van para el pajonal… -pensó.
Llenó su cantimplora, hizo beber al caballo y se lanzó en la búsqueda. Dos días llevaba sin casi probar más bocado que unas tunas silvestres y la carne de un coatí que cazó en la tarde del día anterior y comió sin sal, después de haberla asado sobre unos leños. Pero lo que más le torturaba era la sed, que la hinchaba la lengua y agrietaba los labios.
Por diversas señales sabía que sus perseguidos no deberían andar muy lejos y por eso insistía en su seguimiento.
En la mañana del tercer día presintió el final de la caza.
El alba se llenaba con las luces del sol que se encendía en la bóveda celeste, quebrando sus rayos en luces multicolores en las gotas caídas sobre las hojas.
Su experiencia campesina le dictó:
-No va llover porque la luna se “hizo” sin agua y ha caído mucho rocío.
Con la mirada recorrió la amarilla extensión y luego la alzó hacia el cielo. Un punto negro giraba lentamente hacia el lado oeste.
-¡Un carancho!... Tal vez el herido se habrá “cortado”
Sabía que el instinto infalible de las aves de rapiña las llevaba hacia los lugares donde hay algo que agoniza o está muerto.
-¡A lo mejor alguna vaca chúcara! –reflexionó.
Pero como el rastro señalaba en esa dirección ensilló el caballo, lo montó y fue hacia allá. Primero vio la blusa negra tendida sobre los pastos. Cauteloso descendió, ató el caballo a unas matas, empuño el revólver y se acercó.
Temía, a cada rato, oír el silbido de una bala o el grito salvaje de desafío y amenaza.
Cuando estuvo a pocos metros se arrojó al suelo y avanzó reptando.
-Seguro que duermen -se dijo.
La paja le cortaba el rostro, pero él seguía imperturbable.
De pronto vio el bulto de los hombres y apuntando con el arma gritó:
-¡Dense presos o disparo!...
Nadie le respondió, pero temeroso de una acechanza, repitió:
-¡Los tengo cubiertos!... ¡Arriba!...
El mismo silencio e igual inmovilidad.
Previsor, sin embargo, apuntó cerca de sus cabezas y disparó.
Una nube de tierra se levantó del impacto, pero los hombres continuaron inmutables.
Levantándose, entonces, el gendarme se acercó.
Los dos hombres estaban tendidos. El menor, junto a las matas, con el rostro juvenil lleno de sangre, y el mayor, con el torso desnudo y una gran tranquilidad en el semblante, yacía a su lado con el brazo izquierdo caído sobre el rostro fraterno, los dedos de la mano aún curvados, como si se hubieran helado en una caricia postrera.
El gendarme lo retiró y, al hacerlo, vio que tenía un tajo en la muñeca, por donde se había desangrado.
Súbitamente comprendió la causa. El mayor, lleno de piedad, para calmar la sed del otro había derramado en la boca febricitante la sangre de sus venas.
Observo el rostro del difunto y una inmensa ternura lo invadió, pero poniendo la mano sobre el corazón del más joven se dio cuenta que latía débilmente.
Fue hacia su caballo y lo trajo al lugar. Montó sobre él para abarcar mayor distancia y distinguió, a lo lejos, un poco de verdor.
Clavó las espuelas al animal y partió en su busca.
Era un inmenso caraguatal de hojas agresivas como lanzas. Al verlo, el corazón se le inundó de júbilo.
Bajó de un salto y con su espadín cortó una planta de raíz, la alzó sobre su boca y pinchó en la base de una de las hojas.
Un chorrito de agua cayó en las resecas fauces.
El caraguatá es la salvación del sediento en los montes, ya que en el hueco de sus anchas hojas se almacena, por largo tiempo, el agua de las lluvias.
Repitió la operación varias veces y pudo mediar la cantimplora, volviendo al lugar donde estaba el enfermo.
Empapó el pañuelo y limpióle la cara, le fue dejando caer el agua gota a gota. Por un momento pareció recobrar las fuerzas y la pesadilla se fugó en palabras.
-¡Segundo!... ¡Segundo!...
Después el rostro se iluminó con una sonrisa.
-¡Mamá!... ¡Mamá!...
Abrió los ojos y los volvió a cerrar.
-¡Mamá!... ¡Segundo!...
Y luego débilmente.
-¡Julio!...
Las palabras se hicieron más confusas y calló.
El gendarme echó un nuevo chorro, pero el agua llenó la boca y escapó por la comisura de los labios.
Puso la mano en el pecho, pero ya no sintió el latido.
Levantó la mirada y vio que ya eran tres los puntos negros que flotaban en el océano azul del firmamento.
Espero un rato más y luego cargó los cuerpos sobre el caballo y marchó adelante tirando de las riendas.
Se terminaba de izar la bandera en el mástil del destacamento cuando entró al patio el gendarme rotoso y vacilante, llevando a la rastra un cansado caballo con los dos cadáveres.
Rápidamente lo llevaron al corredor, le dieron agua y luego unos mates de leche con lo que recobró las energías. Mientras tanto avisaron al jefe que llegó a toda prisa abrochándose aún el cinturón.
El gendarme al verlo se cuadró hierático.
-¡Bien muchacho!... ¡Buen trabajo!... ¿De modo que los cazaste, nomás?
-Así es, mi comandante.
Bajó del corredor al patio y miró los bultos que estaban tendidos en el suelo y cubiertos por las mantas.
Un asistente los destapó y el superior dijo:
-¡Pobre diablos!... ¿Quiénes serán?...
El gendarme, que lo había seguido, volvió a cuadrarse haciendo sonar los tacos y respondió:
-Segundo y Gabriel Ferreira, señor…
-¿También los conocías?... ¡Claro, me olvidé que eres de aquí! ¿No es verdad?...
-Sí, señor y además…
Pegó los dedos al pantalón, hinchó más el pecho y, con voz fría, agregó:
-…además eran mis hermanos. Yo soy el mayor: Julio Ferreira.
Y quedó tieso, los ojos fijos en la bandera que agitaba la brisa en la luminosa diafanidad de la mañana; pero que para él se iba volviendo turbia a causa de una niebla que le subía desde el fondo mismo del corazón.