Texto publicado por Urria Gorria
supervivencia #cuento largo de John Wyndham ( #Inglaterra 1903 - 1969)
Tiempo aproximado de lectura: 51 minutos.
SUPERVIVENCIA
John Wyndham
Mientras el autobús recorría lentamente la milla de terreno despejado que separaba los edificios del aeropuerto de la rampa de lanzamiento, mistress Feltham miraba intensamente hacia adelante, sobre los hombros que se erguían delante de ella. La nave espacial brillaba como un huso de plata en medio de la llanura. En su parte inferior ardía un fuego azulado que demostraba que todo estaba a punto para el despegue. Alrededor de la nave se movían presurosamente hombres y vehículos, en un torbellino de preparativos finales. Mistress Feltham contempló la escena, odiándola con todas las fuerzas de su corazón. En aquel momento odiaba aquella escena y odiaba todos los inventos de los hombres.
De repente, apartó sus ojos de aquel espectáculo y los concentró en la nuca de su yerno, a un metro de distancia delante de ella. Mistress Feltham odiaba también a su yerno.
Apartó la mirada, que resbaló ahora por el rostro de su hija, sentada a su lado. Alice estaba muy pálida, pero tenía los labios firmemente apretados y sus ojos miraban obstinadamente hacia adelante.
Mistress Feltham vaciló. Sus ojos volvieron a fijarse en la nave espacial. Finalmente, con un último esfuerzo, se decidió. Procurando que sus palabras quedaran veladas por el ruido del autobús para unos oídos que no fueran los de su hija, dijo:
—Alice, querida, todavía no es demasiado tarde, y tú lo sabes.
—¡Mamá, por favor! —suplicó Alice.
La muchacha no miró a su madre, pero sus labios se apretaron todavía más.
Mistress Feltham, ya que había empezado, no podía detenerse.
—Es por tu bien, querida. Lo único que tienes que hacer es decir que has cambiado de idea.
La muchacha no habló, y su silencio resultó más elocuente que todas las palabras de protesta que hubiera podido pronunciar.
—Nadie te lo reprochará —insistió mistress Feltham—. Absolutamente nadie. Después de todo, es un hecho evidente que Marte no es un lugar adecuado para...
—No sigas, mamá, por favor —interrumpió la muchacha.
Su tono fue tan brusco, que mistress Feltham se sintió cortada durante un momento. Vaciló. Pero no disponía de tiempo suficiente para permitirse el lujo de la dignidad ofendida. Continuó:
—No estás acostumbrada a la clase de vida que tendrás que llevar allí, querida. Una vida completamente primitiva. Y tú no eres más que una mujer. Después de todo, David sólo tiene que pasar allí cinco años. Estoy convencida de que, si te ama de veras, preferirá que permanezcas aquí en seguridad y esperándole...
La muchacha replicó bruscamente:
—Ya hemos discutido todo esto antes, mamá. Y ya sabes cuál es mi decisión. Ya no soy una niña. Lo he pensado bien y estoy dispuesta a seguir adelante. No hablemos más de ello, te lo ruego.
Mistress Feltham se mantuvo unos instantes en silencio. El autobús iba acercándose a la nave espacial, cuyo hocico apuntaba directamente al cielo.
—Cuando tengas un hijo... —murmuró, como hablando consigo misma—. Bueno, espero que algún día lo tendrás. Entonces empezarás a comprender...
—Creo que la que no comprende eres tú —dijo Alice—. Esto ya es bastante duro en sí mismo. Y tú estás haciéndolo más duro para mí.
—Querida, soy tu madre y me preocupas. Siempre me ha preocupado tu bienestar, lo sabes perfectamente. Te conozco muy bien y sé que la clase de vida que te espera no es para ti. Si fueras otra clase de muchacha, más endurecida, más... vulgar, quizá... Pero, siendo como eres, sé que lo que te espera no es para ti.
—Tal vez no me conozcas tanto como imaginas, mamá.
Mistress Feltham sacudió la cabeza. Sus ojos se clavaron, llenos de rencor, en la nuca de su yerno.
—Te está apartando de mi lado —murmuró amargamente.
—Eso no es cierto, mamá. Es... bueno, ya no soy una niña. Soy una mujer y tengo derecho a vivir mi propia vida.
—"Donde tú vayas iré yo..." —dijo mistress Feltham pensativamente—. Eso estaba muy bien cuando la humanidad vivía al estilo nómada, pero ahora...
—Es algo más que eso, mamá. No lo comprendes. Debo convertirme en una mujer adulta a mis propios ojos...
El autobús acababa de detenerse junto a la rampa de lanzamiento. Vista de cerca, la nave espacial era aún más imponente. Los pasajeros descendieron del autobús y se encaminaron lentamente hacia la nave. Mister Feltham abrazó a su hija. Alice le devolvió el abrazo con lágrimas en los ojos. Con voz insegura, mister Feltham murmuró:
—Adiós, querida. Y buena suerte.
La soltó y estrechó la mano de su yerno.
—Cuida de ella, David. Es todo lo que tenemos...
—Lo sé. Y también lo es todo para mí. Cuidaré de ella, no se preocupe.
Mistress Feltham besó a su hija y se obligó a sí misma a estrechar la mano de su yerno.
Desde la rampa, una voz gritó:
—¡Todos los pasajeros a bordo, por favor!
Las puertas de la nave se cerraron. Mister Feltham evitó los ojos de su esposa. Le rodeó la cintura con el brazo y la empujó suavemente hacia el autobús en silencio.
Mientras regresaban, en compañía de otra docena de vehículos, a los edificios del aeropuerto, mistress Feltham se enjugaba los ojos con un pañuelito blanco, tarea que sólo interrumpía para echar una mirada hacia atrás, hacia la mole de la nave espacial, ahora aparentemente abandonada. Su mano se deslizó en la de su marido.
—No puedo creerlo ni siquiera ahora —dijo—. ¡Ha sido algo tan inesperado! ¿Quién podía creer una cosa así de nuestra pequeña Alice? ¡Oh! ¿Por qué se casaría con él?
Su marido le oprimió los dedos sin hablar.
—La cosa no resultaría sorprendente en otra clase de muchacha —continuó mistress Feltham—. Pero Alice fue siempre una niña tan apacible... Incluso llegó a preocuparme su timidez. ¿Recuerdas lo que solían llamarla los otros niños? "Ratoncito..."
"Y ahora esto. ¡Cinco años en aquel espantoso lugar! ¡Oh! No lo soportará, Henry, sé que no lo soportará. ¿Por qué no impusiste tu autoridad de padre? A ti te hubiera escuchado, Henry. Podías haberlo evitado."
Su marido suspiró.
—Hay veces en que pueden darse consejos, Miriam..., aunque no siempre resultan oportunos. Pero lo que no debe hacerse nunca es tratar de vivir las vidas de otras personas por ellas. Alice es ahora una mujer con sus propios derechos. ¿Quién soy yo para decirle lo que le conviene?
—Pero tú podías haber evitado que se marchara.
—Tal vez... si no me hubiese importado el precio.
Mistress Feltham permaneció silenciosa unos instantes mientras sus dedos repiqueteaban en la mano de su marido.
—Henry... Creo que no volveremos a verla más. Lo presiento.
—Vamos, vamos, querida. Regresará sana y salva, ya lo verás.
—No crees lo que dices, Henry. Estás tratando de animarme. ¡Oh! ¿Por qué habrá tenido que marcharse a ese horrible lugar? Es joven. Podía haber esperado cinco años. ¿Por qué es tan testaruda, tan obstinada? Ha dejado de ser mi ratoncito...
Su marido palmeó su mano.
—Tienes que dejar de pensar en ella como en una chiquilla, querida. Alice se ha convertido en una mujer, y si todas nuestras mujeres fueran ratoncitos, nuestras posibilidades de supervivencia serían muy escasas...
El primer oficial del Falcon se acercó a su capitán.
—La desviación, señor.
El capitán Winkers cogió la cuartilla que le tendía el oficial.
—Uno, punto, tres, seis, cinco grados —leyó—. ¡Hum!... No está mal. No está del todo mal. El sector sudeste de nuevo. ¿Por qué casi todas las desviaciones se producen en el sector sudeste, mister Carter?
—Lo ignoro, mi capitán. Tal vez se deba a que llevamos más tiempo de navegación...
—Bueno, será mejor que corrijamos el rumbo antes de que la desviación se haga mayor.
El capitán desplegó un tablero adosado a una de las paredes de la nave, consultó unas tablas y garabateó unas cifras.
—Compruébelas, mister Carter.
El oficial comparó las cifras con las tablas y dio su aprobación.
—Bueno —continuó el capitán—. ¿Cómo andamos de inclinación?
—Bastante pronunciada sobre la banda, con una leve oscilación.
—Puede usted arreglar eso. Yo observaré visualmente. Enderece la nave y estabilícela. Diez segundos sobre los laterales de estribor en segunda. Tardará unos treinta minutos y veinte segundos en enderezarse. Luego neutralice con los laterales de babor en segunda. ¿De acuerdo?
—Sí, mi capitán.
El oficial se sentó ante el tablero de mandos y se ató el cinturón de seguridad. Contempló las llaves y los interruptores cuidadosamente.
—Será mejor que les advierta —dijo el capitán—. Es posible que tengamos un poco de baile.
Conectó los altavoces y empuñó el micrófono.
—¡Atención! ¡Atención! Vamos a modificar el rumbo. Se producirán varias sacudidas. Ninguna de ellas será violenta, pero todos los objetos frágiles deben ser asegurados, y todos ustedes deben permanecer sentados y con los cinturones de seguridad puestos. La operación durará aproximadamente media hora y empezará dentro de cinco minutos. Les informaré a ustedes cuando haya terminado. Esto es todo.
Desconectó los altavoces.
—En cuanto la nave se mueve un poquito, siempre hay algún imbécil que cree que hemos chocado contra un meteoro —comentó el capitán—. Y a esa mujer le daría un ataque de histerismo con toda seguridad. Me pregunto qué diablos cree que está haciendo aquí... Con su aspecto de mosquita muerta tendría que haberse quedado en su casa haciendo calceta.
—La hace aquí —observó el oficial.
—Lo sé... y sé lo que significa. Y todavía me explico menos que haya embarcado con nosotros. Su marido no ha dado pruebas de tener mucho sentido común al permitir que le acompañara.
—Tal vez no sea culpa suya, señor. Quiero decir que algunas de esas mujeres que parecen mosquitas muertas pueden ser sorprendentemente obstinadas.
El capitán contempló especulativamente a su oficial.
—Bueno, no soy un hombre con demasiada experiencia en ese sentido, pero sé lo que le diría a mi esposa si se le ocurriera acompañarme.
—Pero con una de esas mosquitas muertas no puede uno sacar el genio, mi capitán. No ofrecen ninguna resistencia activa, y al final acaban saliéndose con la suya.
—Es posible que tenga usted razón, mister Carter, pero sigo sin comprender por qué diablos se le ha ocurrido hacer este viaje.
—Desde luego, mi capitán, pero esa mujer es más decidida de lo que parece. Es como... bueno, habrá oído usted hablar de las ovejas que se enfrentan con los leones en defensa de sus crías, ¿no?
El capitán se rascó la mejilla.
—Es posible que esté usted en lo cierto, pero por nada del mundo dejaría que mi esposa me acompañara a Marte. ¿Qué es lo que va a hacer su marido allí?
—Creo que va a encargarse de las oficinas de una compañía minera.
—Una oficina, ¿eh? Bueno, ellos sabrán lo que se hacen, pero sigo opinando que esa mujer no debió salir de su casa. Se pasará la mitad del tiempo mortalmente asustada y la otra mitad echando de menos las comodidades de su hogar —Miró el reloj—. Ya han tenido tiempo de prepararse. Vamos a lo nuestro.
El capitán se ató su propio cinturón de seguridad, conectó la pantalla que tenía enfrente de él y se reclinó hacia atrás contemplando el panorama de estrellas que se movían lentamente a través del iluminado cristal.
—¿Todo listo, mister Carter?
El oficial comprobó una vez más los mandos y apoyó su mano derecha en una llave.
—Todo listo, mi capitán.
—De acuerdo. Enderece.
El oficial pulsó varias veces, experimentalmente, la llave que tenía debajo de sus dedos. No sucedió nada. El oficial frunció ligeramente el ceño. Pulsó de nuevo la llave. Y tampoco esta vez hubo respuesta.
—Enderece de una vez, mister Carter —dijo el capitán en tono irritado.
El oficial decidió tratar de enderezar la nave por el otro lado. Pulsó una de las llaves que tenía a su izquierda. Esta vez la respuesta se produjo casi inmediatamente. La nave dio un fuerte bandazo y se estremeció de popa a proa. La sacudida fue muy intensa.
Sólo el cinturón de seguridad mantuvo al oficial pegado a su asiento. Contempló estúpidamente los indicadores que tenía delante de él. En la pantalla las estrellas desfilaban como una lluvia de puntitos luminosos. El capitán contempló el espectáculo en ominoso silencio durante unos instantes y luego dijo fríamente:
—Tal vez cuando se haya divertido usted a sus anchas, mister Carter, se decidirá a enderezar la nave.
El oficial hizo un gran esfuerzo para recobrar el dominio de sí mismo. Pulsó otra llave. No ocurrió nada. Pulsó otra. Las saetas de los indicadores siguieron girando desordenadamente. Un leve sudor empapó la frente del oficial. Pulsó otra llave, y otra...
El capitán permanecía retrepado en su asiento contemplando el interminable desfile de los cuerpos celestes en la pantalla.
—¿Bueno? —inquirió secamente.
—No hay... respuesta, mi capitán.
El capitán Winkers se desató el cinturón de seguridad y se acercó al tablero de mandos, manteniendo la estabilidad gracias a sus suelas magnéticas. Se sentó al lado del oficial. Comprobó el indicador de combustible. Pulsó una llave. No se produjo ninguna sacudida: las saetas de los indicadores siguieron girando desordenadamente. Pulsó otras llaves, con el mismo resultado negativo. El capitán alzó la mirada y se encontró con los ojos del oficial. Al cabo de unos instantes se puso en pie y regresó a su mesa de mandos. Hizo girar un interruptor. Una voz penetró en la cámara:
—¿...podría saberlo? Lo único que sé es que me paso la vida en una condenada nave espacial y que...
—¡Jevons! —aulló el capitán.
La voz se interrumpió bruscamente.
—A sus órdenes, mi capitán —dijo en tono distinto.
—Los laterales no funcionan.
—No, mi capitán —dijo la voz.
—Despierte de una vez. Quiero decir que no pueden funcionar. Están agarrotados.
—¿Cómo? ¿Todos, mi capitán?
—Los únicos que responden son los laterales de babor... y aun de un modo deficiente. Será mejor que envíe a alguien para que les eche un vistazo. No me gusta esto.
—A sus órdenes, mi capitán.
El capitán volvió a hacer girar el interruptor, cortando la comunicación. Luego conectó los altavoces. Empuñó el micrófono.
—¡Atención! ¡Atención! Pueden desatarse los cinturones de seguridad y actuar normalmente. La modificación del rumbo ha sido aplazada. Les avisaré a ustedes cuando llegue el momento. Esto es todo.
El capitán y el oficial se miraron de nuevo. Sus rostros estaban serios y en sus ojos había una evidente preocupación.
El capitán Winkers dirigió una especulativa mirada a su auditorio, que incluía a todas las personas que iban a bordo del Falcon, catorce hombres y una mujer. Seis de los hombres eran su tripulación; el resto, pasajeros. El capitán les contempló mientras se acomodaban en el pequeño salón de la nave. Se hubiera sentido más dichoso si su cargamento hubiese consistido en más mercancías y menos pasajeros. Los pasajeros, no teniendo nada en que ocuparse, siempre estaban buscando el modo de crear complicaciones; y los hombres que iban a Marte, en calidad de mineros, de localizadores de minas o de aventureros simplemente, no eran fáciles de manejar.
La mujer podía haber provocado complicaciones de otro tipo a bordo. Afortunadamente, no se trataba de una rubia incendiaria, sino de una mujercita apacible y tranquila. De todos modos, se dijo el capitán mientras la contemplaba sentada al lado de su marido, Carter había dado en el clavo al decir que debajo de su aspecto de mosquita muerta podía haber una increíble obstinación. Extrañas criaturas, las mujeres. El capitán miró a su marido. Morgan era un hombre de buen aspecto, pero no había en él nada que justificara el hecho de que una mujer se decidiera a efectuar un viaje como aquél.
El capitán esperó hasta que hubieron terminado de acomodarse. Se produjo un denso silencio. Winkers dejó que su mirada se deslizara por los rostros de todos los presentes. Estaba muy serio.
—Mistress Morgan, señores —empezó—. Les he reunido aquí porque he creído oportuno que todos y cada uno de ustedes estuvieran al corriente de nuestra actual situación.
»Se trata de lo siguiente: nuestros tubos laterales han fallado. Por motivos que todavía no hemos conseguido descubrir han dejado de funcionar. En el caso de los laterales de babor, sabemos que se han averiado de un modo definitivo:
»Por si alguno de ustedes no sabe lo que eso significa, debo aclararles que la navegación del buque depende de los laterales. Los tubos motrices principales nos proporcionan el impulso inicial para el despegue. Después de haber proporcionado ese impulso quedan cerrados, dejándonos en situación de caída libre. Las posibles desviaciones en el rumbo trazado son corregidas mediante adecuados impulsos proporcionados por los laterales.
»Pero su utilidad no se limita a la corrección de las desviaciones. Son también esenciales para aterrizar, una operación muchísimo más complicada que la del despegue. Frenamos dándole la vuelta a la nave y utilizando el principal tubo motriz para regular la velocidad. Pero la tarea de mantener en equilibrio la enorme masa de la nave mientras desciende corresponde por entero a los laterales. Sin ellos, tal equilibrio resulta imposible.
Un silencio mortal planeó durante unos segundos en el salón. Luego, una voz preguntó, arrastrando las palabras:
—¿Trata usted de decirnos, capitán, que tal como están las cosas no podremos aterrizar?
El capitán Winkers miró al hombre que acababa de hablar. Era un hombre corpulento. Sin proponérselo, aparentemente, parecía ejercer una especie de dominio sobre los demás pasajeros.
—Eso es exactamente lo que he querido decir —respondió el capitán.
La atmósfera del salón se hizo más tensa. De cuando en cuando se oía el ruido de una respiración más agitada de lo normal.
El hombre que había hablado asintió con una expresión fatalista. Otro hombre preguntó:
—¿Significa eso que podemos estrellarnos contra Marte?
—No —dijo el capitán—. Si seguimos navegando como hasta ahora, podemos eludir el choque con Marte.
—Pero podemos chocar con los asteroides —sugirió otra voz.
—Eso es lo que podría ocurrir si no hiciéramos nada por evitarlo. Pero existe un medio para impedirlo, y no dejaremos de utilizarlo.
El capitán hizo una pausa, consciente de la atención que todos prestaban a sus palabras. Continuo.
—Todos ustedes habrán notado la peculiar conducta de la nave en estas últimas horas, sus bruscas y repentinas sacudidas. Esto se debe a la explosión de los laterales de babor. Es un sistema completamente heterodoxo de navegar, pero significa que por medio de un impulso proporcionado por nuestros tubos motrices principales en el momento preciso podemos modificar nuestro rumbo en la medida necesaria.
—¿Y hasta cuándo será eficaz ese sistema si no podemos aterrizar? —quiso saber alguien.
El capitán ignoró la interrupción. Continuó:
—He estado en contacto por radio con la Tierra y con Marte, y he informado acerca de nuestra situación. También les he informado de que estoy intentando seguir el único rumbo que se abre ante nosotros. Es decir, que trataremos de utilizar los tubos motrices principales para colocar la nave en órbita alrededor de Marte.
»Si conseguimos esto, habremos evitado dos peligros: el de salir disparados hacia el exterior del Sistema y el de estrellarnos contra Marte. Creo que existen muchas posibilidades de que podamos conseguirlo.
Cuando dejó de hablar, el capitán vio la alarma reflejada en varios rostros, en tanto que otros aparecían profundamente preocupados. Se dio cuenta de que mistress Morgan apretaba con fuerza la mano de su marido y que su rostro estaba un poco más pálido que de costumbre. El hombre corpulento rompió el silencio.
—Cree usted que existen posibilidades... —dijo.
—Sí. Pero no voy a tratar de engañarles diciendo que tengo una confianza absoluta. La cosa es demasiado grave.
—Y en el caso de que consigamos ponernos en órbita...
—Tratarán de mantener un contacto continuo con nosotros por medio del radar y nos enviarán ayuda en cuanto les sea posible.
—¡Hum! —murmuró el hombre que había hecho la pregunta—. ¿Qué opina usted personalmente de todo esto, capitán?
—Yo... Bueno, la cosa no va a resultar fácil. Pero estamos todos metidos en esto, de modo que voy a comunicarles lo que me han dicho. En el mejor de los casos, no podemos esperar que lleguen hasta nosotros durante algunos meses. La nave que acuda en nuestro auxilio tiene que llegar de la Tierra. Y los dos planetas han pasado ahora de la conjunción. Temo que esto signifique una larga espera.
—¿Podremos... podremos mantenernos hasta entonces, capitán?
—Según mis cálculos, podemos mantenernos a la espera durante diecisiete o dieciocho semanas.
—¿Y tendremos que esperar tanto tiempo?
—Probablemente.
El capitán rompió la pensativa pausa que siguió, diciendo en tono animado:
—No será cómodo ni agradable. Pero si cada uno de nosotros se atiene estrictamente a las medidas que se tomen, es posible que salgamos bien de esto. Hay tres cosas que son esenciales: aire para respirar... Afortunadamente, no tenemos que preocuparnos por esto. La planta de regeneración y los cilindros de repuesto nos proporcionarán el aire necesario. Agua... Será racionada. Dos cuartillos por persona cada veinticuatro horas para todas las necesidades. Por fortuna, podemos extraer agua de los tanques de combustible, ya que, de no ser así, la ración sería mucho menor. El problema más serio que se nos va a presentar es el de la comida...
Explicó sus propuestas en detalle y con paciente claridad. Al final añadió:
—Y ahora estoy dispuesto a contestar a sus preguntas.
Un hombre delgado, con el rostro curtido por el aire y el sol, preguntó:
—¿No existe ninguna esperanza de que los tubos laterales puedan volver a funcionar?
El capitán Winkers sacudió negativamente la cabeza.
—No hay que contar con esa posibilidad —dijo—. Los elementos impulsores de una nave no están construidos de modo que sean accesibles en el espacio. Lo intentaremos, desde luego; pero, aun en el caso de que consiguiéramos hacer funcionar los otros, nos resultará imposible reparar los laterales de babor.
El capitán respondió a las escasas preguntas que siguieron, procurando crear un clima de equilibrio entre el exceso de confianza y la desesperación. Las perspectivas no eran buenas. Antes de que pudiera llegarles una posible ayuda iba a necesitar de todas sus reservas de energía..., y entre dieciséis personas habría alguna más débil que las demás. La mirada del capitán Winkers se posó en Alice Morgan y en su marido, sentado junto a ella. La presencia de aquella mujer era, evidentemente, una posible fuente de dificultades. En una situación como la que se avecinaba, los hombres tendrían menos consideraciones respecto a ella... y menos escrúpulos.
Dado que la mujer estaba aquí, tendría que compartir las consecuencias en igualdad de condiciones con los demás. No podían concederse privilegios. En un momento de grave apuro cabía un gesto heroico; pero en la prolongada prueba a que iban a enfrentarse, el trato de preferencia a una persona podía crear una situación imposible. Hacerle concesiones a ella provocaría una reclamación de concesiones por parte de los demás, con las consiguientes complicaciones...
Igualarla en el trato con los otros era lo mejor que el capitán podía hacer por ella. Y al ver cómo estrechaba la mano de su marido y le miraba con los ojos muy abiertos en su rostro pálido, se sintió invadido por una honda preocupación.
Confió en que no sería la primera en desfallecer. Sería mucho mejor para la moral general que ella no fuera la primera...
No fue la primera. Por espacio de casi tres meses todo el mundo resistió.
El Falcon, por medio de unos hábiles impulsos proporcionados por los tubos motrices principales, había conseguido colocarse en órbita con Marte. Después de esto, poco era lo que la tripulación podía hacer por la nave. A una distancia de equilibrio se había convertido en un satélite menor, girando incesantemente sobre su ruta circular, destinada, sin apelación posible, a seguir girando de aquel modo hasta que llegara la ayuda... o para siempre...
A bordo, la complejidad de las sacudidas de la nave no era perceptible a menos que alguien abriera deliberadamente la portezuela de una mirilla de observación. Si alguien lo hacía, el movimiento del universo exterior producía tal sensación de aturdimiento, que se apresuraba a cerrar de nuevo la portezuela para conservar la ilusión de estabilidad del interior de la nave. Incluso el capitán Winkers y el primer oficial tomaban sus observaciones con la mayor rapidez posible, y experimentaban una sensación de alivio cuando cerraban la pantalla, por la cual se deslizaban las constelaciones en una zarabanda demencial, y podían refugiarse en la relatividad.
Para todos sus ocupantes, el Falcon se había convertido en un pequeño mundo independiente, muy acusadamente finito en el espacio... y apenas menos finito en el tiempo...
Era un mundo con un nivel de vida muy bajo; una comunidad de personas malhumoradas, con los vientres doloridos y los nervios en tensión. Era un grupo en el cual cada uno de los hombres examinaba con aire suspicaz la ración que le era entregada al hombre que tenía a su lado, esperando descubrir la más leve diferencia con respecto a la suya, y donde lo poco que comía con la mayor avidez no era suficiente para acallar los imperiosos rugidos de su estómago. Los hombres estaban hambrientos cuando se acostaban; y estaban más hambrientos cuando se levantaban después de haber soñado los más apetitosos manjares. Unos hombres que habían salido de la Tierra fuertes y robustos se habían convertido ahora en seres delgados y débiles, cuyos angulosos rostros tenían un tono grisáceo; los ojos relucían con un desusado brillo. Todos se habían ido debilitando. Los más débiles reposaban en sus camastros, sumidos en una especie de letargo. Los que conservaban un resto de sus fuerzas les miraban de cuando en cuando con una pregunta en sus ojos. No era difícil leer la pregunta: "¿Por qué tenemos que desperdiciar comida dándosela a este individuo? De todos modos, va a morirse de un momento a otro..."
La situación era peor de lo que el capitán Winkers había previsto. Se había producido un desastre. Las latas contenidas en varias cajas de provisiones se habían aplastado bajo la presión de las latas situadas encima de ellas en el momento del despegue. Y el capitán se había visto obligado a tirarlas sin que nadie se diera cuenta. De no haberlo hecho, los hombres hubieran consumido el contenido de aquellas latas, por agusanado que estuviera. Una de las cajas que figuraban en su inventario había desaparecido. El capitán no sabía cómo. La nave fue registrada de punta a punta sin resultado. La mayor parte de las provisiones de emergencia consistían en alimentos deshidratados, para los cuales no contaban con agua suficiente, de modo que resultaban muy indigestos. Además, habían sido embarcadas como un suplemento para el caso de que cualquier contingencia obligara a alargar unos días más el viaje, y no eran muy abundantes. En la carga de la nave había pocos artículos comestibles, y de éstos la mayor parte consistían en pequeñas latas de golosinas. En consecuencia, el capitán tuvo que reducir las raciones previstas para que durasen diecisiete semanas... y, aun así, no iban a durar tanto tiempo...
La primera baja no se produjo por enfermedad ni por desnutrición, sino a causa de un accidente.
Jevons, el mecánico jefe, sostenía que el único modo de localizar y reparar la avería de los laterales consistía en abrir un boquete en la sección impulsora de la nave. El boquete no podía ser abierto desde el interior. Pero, más que la necesidad de salir al exterior para practicar el boquete, a Jevons le fue discutida la conveniencia de utilizar un oxígeno, que en aquellos momentos era vital, para una operación cuyos resultados eran una incógnita. Jevons aceptó esta objeción, pero insistió en llevar adelante su plan.
—Muy bien —dijo hoscamente—. Estamos como ratas en una ratonera, pero Bowman y yo vamos a intentar abrirla, aunque tengamos que practicar el boquete a mano.
El capitán Winkers dio su visto bueno: no porque creyera en los resultados, sino porque mantendría ocupado a Jevons, y la operación, de todos modos, no podía empeorar la situación. Jevons y Bowman, pues, salieron de la nave embutidos en sus trajes espaciales y comenzaron su tarea. Esta, a base de sierra y de lima, fue penosamente lenta al principio, y fue haciéndose más lenta a medida que los dos hombres iban debilitándose.
Lo que estaba intentando Bowman cuando encontró la muerte sigue siendo un misterio. No había confiado en Jevons. La nave experimentó una fuerte sacudida y su estructura metálica vibró como si hubiera chocado contra un meteoro. Posiblemente fue un accidente. Lo más probable es que Bowman se hubiera impacientado, utilizando una pequeña carga de explosivos para abrir el boquete.
Por primera vez en varias semanas, las portezuelas de las mirillas de observación permanecieron abiertas mientras los ocupantes de la nave contemplaban ansiosamente el paisaje exterior y la loca zarabanda de las estrellas. Bowman estaba a la vista. Flotaba, inerte, a una docena de metros de la nave. Su traje espacial estaba deshinchado y en el material de su manga izquierda aparecía un enorme desgarrón.
La consciencia de que había un cadáver dando vueltas y más vueltas alrededor de la nave no era como para mejorar la ya quebrantada moral. Si se le empujaba, seguiría dando vueltas, aunque a mayor distancia. Algún día se inventaría algo para solucionar aquellos casos: tal vez un pequeño cohete que condujera los pobres restos a su último e infinito viaje. Entretanto, a falta de un precedente, el capitán Winkers decidió rendir al muerto el humilde homenaje de conservarlo a bordo. La cámara de refrigeración tenía que conservar los escasos alimentos que les quedaban, pero varios de sus departamentos estaban vacíos...
Había transcurrido un día y una noche —terrestres— desde que Bowman reposaba en la cámara refrigeradora, cuando alguien llamó tímidamente a la puerta de la sala de mandos. El capitán cerró el diario de a bordo en el que había estado anotando los últimos acontecimientos.
—Adelante —dijo.
La puerta se abrió lo suficiente para dar paso a Alice Morgan, la cual se deslizó al interior de la sala y cerró la puerta detrás de ella. El capitán quedó algo sorprendido al verla. Mistress Morgan se había mantenido cuidadosamente en último plano, hablando siempre a través de su marido. El capitán notó los cambios que se habían producido en ella. Estaba macilenta, como todos los ocupantes de la nave, y en sus ojos brillaba la ansiedad. También estaba nerviosa. Los dedos de sus delgadas manos se abrían y se cerraban alternativamente en una especie de tic. Era evidente que le costaba un esfuerzo hablar. El capitán sonrió para infundirle confianza.
—Siéntese, mistress Morgan —la invitó amablemente.
Alice Morgan cruzó la sala con un leve chasquido de sus suelas magnéticas y ocupó la silla que el capitán le señalaba, sentándose en el borde.
Permitir que hiciera aquel viaje había sido una inconcebible crueldad, pensó de nuevo el capitán. Cuando subió a bordo era una mujercita encantadora, pero todo rastro de encanto había desaparecido de ella. ¿Por qué no la había dejado su marido en el lugar que le correspondía: un hogar tranquilo, una amable rutina, una existencia que la pusiera a salvo de las preocupaciones y del temor? El capitán se sorprendió de nuevo de que aquella mujercita hubiera tenido la resolución y la resistencia necesarias para sobrevivir tanto tiempo en las condiciones en que se encontraba el Falcon. Tal vez el destino hubiera sido más benévolo con ella no proporcionándole aquellas energías... Le dirigió la palabra sin alzar la voz, como si temiera asustarla, ya que estaba sentada en el mismo borde de la silla, en la actitud de un pájaro dispuesto a emprender el vuelo a la primera señal de alarma.
—¿Qué es lo que puedo hacer por usted, mistress Morgan?
Los dedos de Alice se cruzaron y entrecruzaron. Abrió la boca para hablar y volvió a cerrarla.
—No resulta fácil decirlo —murmuró finalmente.
Tratando de ayudarla, el capitán dijo:
—No se ponga nerviosa, mistress Morgan. Dígame lo que desea. ¿Acaso alguien la ha estado... molestando?
Alice sacudió negativamente la cabeza.
—¡Oh, no, capitán Winkers! no se trata de nada de eso.
—¿Entonces?
—Se trata de... de las raciones, capitán. No tengo suficiente comida.
Todo rastro de amabilidad desapareció en el capitán.
—Ninguno de nosotros tiene suficiente comida —replicó fríamente.
—Lo sé —dijo Alice apresuradamente—. Lo sé, pero...
—Pero ¿qué? —inquirió el capitán.
Alice respiró profundamente.
—Ese hombre que murió, Bowman... He pensado que si pudieran darme sus raciones...
La frase quedó interrumpida ante la expresión que apareció en el rostro del capitán.
No estaba fingiendo. Estaba tan asombrado como revelaba su aspecto. De todas las desvergonzadas sugerencias que le habían dirigido en el curso de su vida, ninguna le había dejado tan atónito como la que acababa de oír. Los ojos de Alice se encontraron con los suyos, pero en los de la mujer no había el menor asomo de timidez ni de vergüenza.
—Tienen que darme más comida —dijo Alice en tono vehemente.
El enojo del capitán Winkers aumentó.
—De modo que ha pensado usted que podía aprovecharse de las raciones del muerto... Será mejor que no le diga lo que opino de su sugerencia, señora. Sólo quiero que comprenda esto: estamos aquí en absoluta igualdad de condiciones. La muerte de Bowman sólo significa para nosotros que tendremos la misma ración durante unos días más. Y ahora creo que será preferible que se marche.
Pero Alice Morgan no hizo el menor movimiento para irse. Permaneció sentada en el borde de la silla, con los labios fuertemente apretados, completamente inmóvil, excepto por el temblor de sus manos. Incluso a través de su indignación el capitán se sintió un poco sorprendido, como si contemplara un gato hogareño repentinamente convertido en un animal de presa.
Alice dijo obstinadamente:
—Hasta ahora no he pedido ningún privilegio, capitán. Y no pediría nada si no fuera absolutamente necesario. La muerte de ese hombre nos concede cierto margen. Y yo tengo que tener más comida.
El capitán se dominó con visible esfuerzo.
—La muerte de Bowman no nos concede ningún margen: lo único que ha hecho ha sido alargar por un par de días nuestras posibilidades de supervivencia. ¿Cree que los demás no necesitamos comer tanto como usted? En toda mi vida no había encontrado una...
Alice alzó su delgada mano para interrumpirle. La dureza de sus ojos hizo que el capitán se preguntara cómo era posible que en algún momento la hubiese considerado como una mujer tímida.
—Capitán Winkers: ¡míreme!
El capitán la miró y vio lo que ya había sospechado con anterioridad, lo que había impulsado a Alice Morgan a efectuar aquel absurdo viaje en compañía de su marido.
—¿Se da usted cuenta? —inquirió Alice—. Tiene usted que darme más comida. Mi hijo tiene que vivir.
El capitán guardó silencio. Luego cerró los ojos y se pasó la mano por la frente.
—Es una terrible complicación —murmuró.
Alice Morgan dijo muy seriamente, como si hubiese meditado ya aquella cuestión:
—No. No será terrible... si mi hijo vive.
El capitán la miró con expresión desconcertada, sin hablar. Alice continuó:
—Como puede ver, no voy a robarle nada a nadie. Bowman no necesita ya las raciones, pero mi hijo sí las necesita. En realidad, la cosa no tiene nada de complicada. ¿No le parece?
El capitán siguió sin hacer ningún comentario. Alice añadió:
—No pido ningún privilegio injusto. Después de todo, ahora soy dos personas, ¿no cree? Necesito más comida. Si no me la proporciona, asesinará usted a mi hijo. De modo que debe usted..., debe... Mi hijo tiene que vivir, tiene que vivir...
En cuanto Alice Morgan se hubo marchado, el capitán Winkers se secó la frente, abrió un cajón que siempre mantenía cuidadosamente cerrado y sacó una botella de whisky. Tuvo la necesaria fuerza de voluntad para beber únicamente un par de sorbos y devolvió la botella al cajón. El alcohol le reanimó un poco, pero en sus ojos seguía brillando la preocupación.
¿No hubiera sido más humano decirle a la mujer que su hijo no tenía ninguna posibilidad de venir al mundo? Eso hubiera sido más honrado..., aunque el capitán dudaba de que el camino de la honradez y de la sinceridad fuera el más apropiado para enfrentarse con el problema de aquel grupo de seres humanos. De haberle dicho a Alice que su hijo no iba a nacer, hubiera tenido que decirle por qué, y una vez ella hubiese sabido el porqué, le hubiera resultado imposible no revelárselo a su marido por lo menos. Y ello hubiese sido el comienzo de la catástrofe.
El capitán abrió el cajón superior de su mesa y contempló la pistola que había dentro. Siempre le quedaba ese recurso. Se sintió tentado de sacarla y utilizarla en aquel mismo instante. ¿Para qué prolongar el estúpido juego? Tarde o temprano tendría que llegar a eso. Contempló el arma con expresión vacilante. Luego introdujo la mano derecha en el cajón y empujó la pistola hasta el fondo, fuera de la vista. Cerró el cajón.
Pero no tardaría en llegar el momento. En cuanto su autoridad periclitara. No hay nada peor que un grupo de hombres que en su desesperación se consideran engañados. Llegaría el momento en que el capitán Winkers necesitaría la pistola para utilizarla contra ellos o contra sí mismo.
Si empezaban a sospechar que los estimulantes boletines que de cuando en cuando clavaba en el tablero de avisos de la nave eran falsos; si conseguían descubrir que la nave que debía acudir en su ayuda y a la cual creían en pleno espacio, viajando rápidamente hacia ellos, no había despegado aún de la Tierra, el Falcon iba a convertirse en un verdadero infierno.
Tal vez fuera conveniente que las instalaciones de radio sufrieran una avería irreparable...
—No se ha dado usted mucha prisa que digamos —gruñó el capitán Winkers.
Hablaba en aquel tono porque tenía los nervios a flor de piel, y no porque le importara en lo más mínimo el tiempo que sus subordinados se tomaran en cumplir una orden. El primer oficial no contestó. Sus botas produjeron un sonido metálico contra el suelo mientras cruzaba la habitación. Dejó caer una llave y una cadenita con una chapa de identidad sobre la mesa del capitán.
—Yo... —empezó a decir el capitán Winkers. En aquel momento se dio cuenta de la expresión del rostro del oficial—. ¿Qué es lo que pasa? —inquirió.
Experimentó cierto remordimiento. Necesitaba la chapa de identidad de Bowman para unirla al informe, pero no tenía verdadera necesidad de haber enviado a Carter a buscarla. El cadáver de Bowman no resultaba un espectáculo agradable para un hombre moribundo. Por eso le habían dejado en el refrigerador sin quitarle el traje espacial. De todos modos, no se le había ocurrido pensar que a Carter podía afectarle tanto el cumplimiento de aquella orden. Sacó una botella de whisky. La última botella.
—Será mejor que eche un trago —dijo.
El oficial bebió ávidamente y le devolvió la botella al capitán. Luego se cogió la cabeza entre las manos. Sin levantar la mirada, murmuró:
—Lo siento, señor.
—No tiene importancia, Carter. Mi encargo no fue demasiado agradable. Debí de hacerlo yo mismo.
Carter se estremeció ligeramente. Se produjo un breve silencio. Súbitamente el oficial alzó los ojos y se encontró con la mirada del capitán.
—No... no se trata sólo de eso, mi capitán.
El capitán pareció intrigado.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó.
Los labios del oficial temblaron. No consiguió formar adecuadamente las palabras y tartamudeó.
—Vamos, domínese. ¿Qué está tratando de decir?
El capitán habló en tono rudo para aguijonear al oficial. Carter pareció recuperar el dominio de sí mismo. Sus labios dejaron de temblar.
—El cadáver..., el cadáver... —balbució, y luego, de un tirón—: El cadáver no tiene piernas, señor.
—¿Cómo? ¿Qué está usted diciendo? ¿Trata de insinuar que Bowman no tiene piernas?
—S-sí, mi capitán.
—No diga tonterías. Yo estaba presente cuando lo metieron en la cámara... y también usted estaba allí. Y tenía piernas.
—Sí, mi capitán. Entonces tenía piernas..., pero ahora no las tiene.
El capitán Winkers palideció intensamente. Durante unos segundos no se oyó en la sala más sonido que el tic-tac del cronómetro. Finalmente, el capitán consiguió balbucear dos palabras:
—¿Quiere decir...?
—¿Qué otra cosa podría ser, mi capitán?
—¡Dios mío! —murmuró el capitán Winkers.
Permaneció sentado, completamente inmóvil, con los ojos llenos de un indecible horror...
Dos hombres avanzaban silenciosamente, con sus suelas magnéticas envueltas en trapos. Se detuvieron ante la puerta de uno de los departamentos de la cámara de refrigeración. Uno de ellos sacó una pequeña llave. La deslizó en la cerradura, hurgó unos instantes en ella y la hizo girar. Cuando se abrió la puerta, una pistola disparó dos veces desde el interior de la cámara. El hombre que estaba junto a la puerta se estremeció y luego quedó flotando en el aire, completamente inmóvil.
Su compañero había quedado cubierto por la puerta medio abierta. Sacó una pistola de su bolsillo y deslizó el cañón por la rendija lateral de la puerta, apuntando al interior de la cámara. Apretó el gatillo dos veces.
Una figura embutida en un traje espacial salió del refrigerador y avanzó a través de la habitación tambaleándose. El hombre que empuñaba la pistola volvió a disparar. La figura se aplastó contra la pared, se encogió ligeramente y permaneció completamente inmóvil mientras el traje espacial empezaba a deshincharse.
La puerta por la cual habían entrado los dos hombres se abrió repentinamente. Desde el umbral, Carter empezó a disparar. Lo hizo una décima de segundo después del otro, pero siguió disparando...
Cuando su pistola estuvo vacía, el hombre que estaba enfrente de él se tambaleó extrañamente, anclado al suelo por sus botas magnéticas; pero no hizo ningún otro movimiento.
El oficial se apoyó con una mano en el marco de la puerta. Luego, lenta y penosamente, avanzó hacia la figura embutida en el deshinchado traje espacial. Consiguió destornillar el casco y sacarlo. El rostro del capitán estaba completamente gris. Sus ojos se abrieron lentamente. Susurró:
—¡El mando es suyo, Carter! ¡Buena suerte!
El oficial trató de contestar, pero las palabras quedaron ahogadas en su garganta por una bocanada de sangre. Sus manos se relajaron. En su uniforme, a la altura del pecho, una mancha oscura iba ensanchándose. Súbitamente su cuerpo quedó inerte, flotando junto al de su capitán...
—Creí que iban a durar un poco más de lo que han durado —dijo el hombre bajito, con el bigote color de arena.
El hombre que hablaba arrastrando las palabras le miró fijamente.
—¿De veras? —inquirió—. A lo mejor imaginaba usted que no iban a terminarse nunca...
El hombre bajito se relamió los labios con la punta de la lengua.
—Bueno —dijo—, estaba Bowman. Luego aquellos cuatro. Luego los dos que murieron. En total, siete.
—Exacto. En total, siete. ¿Y qué?, —preguntó el hombre robusto tranquilamente. No estaba tan robusto como antes, pero la estructura de su cuerpo seguía siendo poderosa. Bajo su intensa mirada, el hombre bajito pareció empequeñecerse todavía más.
—Ejem... Nada, nada —murmuró.
El hombre robusto miró a su alrededor contando las cabezas.
—De acuerdo —dijo—. Vamos a empezar.
Se produjo un intenso silencio. Los presentes contemplaron al hombre que llevaba la voz cantante con una especie de fascinación. Algunos se mordieron nerviosamente las uñas.
El hombre robusto se inclinó hacia adelante. Colocó un casco espacial, invertido, sobre la mesa. En su habitual tono dominante dijo:
—Cada uno de nosotros sacará un papel del interior del casco y no lo abrirá hasta que yo de la señal. ¿Entendido?
Los presentes asintieron. Sus miradas, como hipnotizadas, no se apartaban del rostro del hombre robusto.
—Bien. Uno de los papeles está marcado con una cruz. Ray, cuente usted los papeles y asegúrese de que hay nueve.
—¡Ocho! —le interrumpió bruscamente la voz de Alice Morgan.
Todas las cabezas se volvieron hacia ella como impulsadas por un muelle. Los rostros expresaban el mayor de los asombros, como si sus dueños acabaran de oír rugir a una tórtola. Alice sostuvo valientemente aquellas miradas y apretó fuertemente los labios. El hombre robusto la miró fijamente en silencio.
—Bueno, bueno —dijo finalmente—. De modo que no desea usted participar en nuestro juego...
—No —dijo Alice.
—Hasta ahora lo ha compartido todo con nosotros en igualdad de condiciones. ¿Por qué no ha de seguir compartiéndolo?
—Porque no sería justo —dijo Alice.
El hombre robusto enarcó las cejas.
—¿Está usted apelando a nuestra caballerosidad, quizás?
—No —respondió Alice—. Estoy negando la equidad de lo que usted llama su juego. El que saque el papel marcado con una cruz morirá... ¿No es ése el plan?
—Pro bono publico —dijo el hombre robusto—. Lamentable, desde luego, pero desgraciadamente necesario.
—Pero si lo saco yo morirán dos. ¿Lo considera usted equitativo? —preguntó Alice.
El grupo de hombres pareció desconcertado. Alice esperó.
El hombre robusto guardó silencio. Por primera vez había quedado sin saber qué replicar.
—Bueno —dijo Alice—. ¿Tengo o no tengo razón?
Uno de los hombres rompió el silencio para decir:
—El problema del momento en que la personalidad, el alma del individuo toma forma, es muy discutible. Algunos sostienen que la existencia...
La voz del hombre robusto le interrumpió bruscamente.
—Vamos a dejar ese problema para los teólogos, Sam. El solucionarlo requeriría la sabiduría de Salomón. La cuestión a debatir es la reclamación de mistress Morgan para ser excluida del sorteo teniendo en cuenta su estado.
—Mi hijo tiene derecho a vivir —dijo Alice salvajemente.
—Todos nosotros tenemos derecho a vivir. Todos queremos vivir —dijo alguien.
—¿Por qué tiene usted...? —empezó otro, pero el hombre robusto intervino de nuevo.
—Un poco de calma, señores. Vamos a proceder con orden. Este problema debe solucionarse de un modo democrático. Lo someteremos a votación. La pregunta es: ¿Consideran ustedes que la reclamación de mistress Morgan es válida... o que debe ser incluida en el sorteo? Los que...
—Un momento —dijo Alice en un tono más firme del que hasta entonces había utilizado—. Antes de que empiece la votación creo conveniente que escuchen lo que tengo que decirles.
Miró a su alrededor, asegurándose de que contaba con la atención de todos los presentes. Contaba con ella, y también con su asombro.
—Antes que nada, quiero dejar bien sentado que yo soy mucho más importante que cualquiera de ustedes. No, no se rían. Lo soy, y les diré por qué.
»Antes de que la instalación de radio se estropeara...
—Antes de que el capitán la estropeara, querrá usted decir —puntualizó alguien.
—Bueno, antes de que quedara inservible —contemporizó Alice—, el capitán Winkers mantenía un contacto regular con la Tierra. Daba noticias nuestras. Las noticias que la prensa deseaba de un modo especial eran las que se referían a mí. Las mujeres, particularmente las mujeres que se encuentran en situaciones insólitas, son siempre noticia. El capitán me dijo que mi nombre figuraba en los titulares de todos los periódicos.
»Ustedes no son más que hombres..., armatostes como una nave. Yo soy una mujer y, en consecuencia, mi situación resulta romántica. Una muchacha joven, atractiva, encantadora... y así por el estilo —En su delgado rostro apareció por un instante la sombra de una tímida sonrisa—. Soy una heroína...
Hizo una pausa, dejando que la idea penetrara profundamente en sus cerebros. Luego continuó:
—Yo era una heroína incluso antes de que el capitán Winkers les dijera que estaba embarazada. Después de esto me convertí en un fenómeno. Llovieron las demandas para una entrevista conmigo. Escribí una serie de respuestas, y el capitán las transmitió. Los periodistas han entrevistado a mis padres y a mis amigos, a todos los que me conocían. Y ahora hay una enorme cantidad de gente interesada por mí. Y el interés es todavía mayor en lo que respecta a mi hijo..., el cual será probablemente el primer niño nacido a bordo de una nave espacial...
»¿Empiezan a darse cuenta? Podrán ustedes justificar ciertas cosas. Bowman, mi marido, el capitán Winkers y los demás murieron heroicamente cuando intentaban reparar los laterales. Se produjo una explosión y sus restos fueron proyectados al espacio...
»Pueden ustedes justificarse con eso. Pero si no queda rastro de mí ni de mi hijo —ni de nuestros cadáveres—, ¿cómo van a justificar nuestra desaparición? ¿Qué explicación van a dar?
Miró de nuevo los rostros vueltos hacia ella.
—¿Qué van ustedes a decir? ¿Que también yo estaba en el exterior de la nave tratando de reparar los laterales? ¿Que me suicidé lanzándome al espacio en un cohete?
»Piénsenlo un poco. Toda la prensa mundial está deseando saber noticias mías... con todos los detalles. Seré tema de una historia sensacional. Y si no aparezco en el momento del rescate, creo que los supervivientes no van a pasarlo muy bien. Les colgarán, les llevarán a la silla eléctrica..., suponiendo que antes no les hayan linchado...
Cuando Alice terminó de hablar, un pesado silencio planeó sobre los reunidos. La mayoría de los rostros mostraban el asombro de unos hombres rabiosamente atacados por un perrito pekinés, y nadie se atrevió a hacer ningún comentario.
El hombre robusto permaneció tan callado como los demás. Luego alzó la mirada y se frotó la barbilla con aire pensativo. Dirigió una mirada circular a sus compañeros y finalmente dejó que sus ojos descansaran en el rostro de Alice Morgan. Por un breve instante frunció la comisura de los labios en una especie de sonrisa.
—Mistress Morgan —declaró—, el foro perdió una gran figura con usted —Se volvió a los otros—. Tendremos que estudiar, de nuevo el caso antes de nuestra próxima reunión. Pero, de momento, Ray, asegúrese de que en el casco hay ocho papeles...
—¡Ahí está! —dijo el segundo de a bordo, por encima del hombro del piloto.
El piloto hizo un gesto irritado.
—Desde luego que está ahí. Sólo puede ser el Falcon. —Estudió la pantalla durante unos instantes—. No hay señales de vida. Todas las portezuelas están cerradas.
—¿Crees que hay alguna posibilidad?
—¿Después de tanto tiempo? No, Tommy, en absoluto. Supongo que nuestro papel será el de simples enterradores.
—¿Cómo vamos a arreglárnoslas para subir a bordo?
El piloto estudió atentamente la posición del Falcon.
—Bueno, no hay precedente ninguno, pero creo que si conseguimos rodear la nave con un cable, podremos arrastrarla poco a poco, como si fuera un enorme pez. Será algo difícil...
Resultó muy difícil. El lanzamiento del cable magnético falló cinco veces consecutivas. La sexta, logró establecer contacto. Pero, antes de que el cable quedara asegurado a la nave fantasma, transcurrieron largas horas de complicadas maniobras. Al final, la nave de rescate pudo acercarse al Falcon.
El capitán, el tercer oficial y el médico se colocaron los trajes espaciales y salieron al exterior. Ataron sus cinturones al cable, y así consiguieron abordar a la otra nave.
Antes de forzar la puerta, tenían que asegurarse de que la cámara reguladora de la presión estaba cerrada por dentro. Esto significaría que en el interior de la nave había aire, y que los motores seguían funcionando... El capitán aplicó un micrófono contra el casco, y escuchó. Su oído captó un leve zumbido.
—Los motores funcionan —anunció.
—Entonces, vamos a abrir la puerta —dijo el tercer oficial.
El soplete despidió una llama vivísima. Tras unos minutos de angustiosa espera, la puerta cedió, dejando un oscuro boquete en la brillante estructura metálica. Durante unos segundos, los tres hombres contemplaron la abertura con aspecto sombrío. Finalmente, el capitán dijo:
—Bueno, vamos a entrar.
El micrófono no recogió ningún sonido.
La voz del tercer oficial murmuró:
El silencio que reina en el cielo estrellado, la soñolienta paz de las solitarias colinas...
Súbitamente, la voz del capitán preguntó:
—¿Cómo está el aire, doctor?
El médico consultó sus aparatos.
—Normal —dijo, con cierta sorpresa—. La presión está un poco baja, eso es todo.
Empezó a quitarse el casco. Los otros le imitaron. Cuando se hubo quitado el suyo, el capitán hizo una mueca.
—Esto huele mal —murmuró—. Vamos a entrar —añadió, abriendo el camino hacia el salón.
La escena que se ofreció a sus ojos fue de lo más desagradable. A pesar de que la rotación del Falcon había quedado reducida al mínimo al ser atrapado por el cable magnético lanzado desde la nave de rescate, todos los objetos sueltos seguían girando hasta que encontraban una obstrucción sólida y emprendían un nuevo rumbo. El resultado era una mezcla heterogénea de cosas que danzaban en el aire grotescamente.
—Aquí no hay nadie —dijo el capitán—. Doctor, ¿cree usted...?
Se interrumpió al notar la expresión del rostro del médico. Siguió la dirección de su mirada. El médico estaba contemplando los objetos que danzaban en la estancia. Entre los libros, altas, botas, cartas y demás utensilios, su atención había quedado prendida en un hueso. Era un hueso largo, limpio, y alguien lo había roto.
El capitán inquirió:
—¿Qué es lo que pasa, doctor?
El doctor se volvió a mirarle y señaló el hueso con un gesto.
—Mire —dijo, con voz insegura—. Eso, Skipper, es un fémur humano.
El largo silencio que se produjo mientras contemplaban la espantosa reliquia quedó roto súbitamente. El sonido de una voz creció, débil, insegura, pero perfectamente clara. Los tres hombres se miraron con expresión de incredulidad mientras escuchaban:
Duérmete, mi niño, duérmete, mi vida, mientras sopla el viento sobre la colina...
Alice estaba sentada en su camastro, meciendo a un bebé en su regazo. Sonrió, y alzó una diminuta mano hasta su mejilla, para palmearla mientras cantaba:
Mientras sopla el viento sobre la colina, duérmete, mi niño, duérmete, mi vida...
Su canto quedó repentinamente interrumpido con el chasquido de la puerta al abrirse. Durante unos instantes, contempló a los recién llegados con la misma expresión de asombro con que los tres hombres la contemplaban a ella. Su rostro era una máscara, con la piel pegada a los prominentes huesos. Luego, la sombra de una expresión asomó a aquella cara impasible. Sus ojos brillaron. Sus labios se curvaron con la caricatura de una sonrisa.
Soltó el bebé que tenía entre sus brazos, y el niño quedó flotando grotescamente en el aire, cloqueando débilmente. La mujer deslizó su mano derecha debajo de la almohada del camastro y la sacó de nuevo, empuñando una pistola.
La negra forma de la pistola parecía enorme, completamente desproporcionada con la delgada y transparente mano que la empuñaba, apuntando a los recién llegados.
—¡Mira, hijo mío! —exclamó la mujer—. Mira lo que hay allí. Comida. Una estupenda comida...