Texto publicado por starchild
(Relato propio) Pasiones ardientes, capítulo 1. Noche de risas y fuego.
Pasiones ardientes.
Capítulo 1. Noche de risas y fuego.
Monse despertó con el sonido nocturno de los grillos y unos lobos lejanos. Miró el reloj y observó que eran poco más de las 10 de la noche.
“Valla, me tenía que haber puesto una alarma”. Se levantó trabajosamente y se vistió como pudo. Buscó ropa cómoda, total, sería una cena entre amigos. Acto seguido, se perfumó y salió fuera.
Caminó despacito para no despertar a las gallinas y animales que se encontraban dormidos y se alejó nuevamente hacia el poblado. Volvió a contemplar las pequeñas casitas de color blanco que se apretaban al lado del camino de tierra que ella seguía, en algunos puntos floreado y ya despidiendo un potente olor a jazmines. Observó el edificio del bar, y se acercó con una sonrisa de oreja a oreja. Un fuerte hombre que se encontraba transportando un enorme cubo de agua la vio y fue hacia ella.
--¿Juan?
--Pasa pa dentro mujer. Que llevan media hora esperándote.
Ella se limitó a sonreír y cruzó la puerta y recibió inmediatamente todo el murmullo de las personas allí reunidas.
--Una ronda de vino del terreno pa esta mozona que yo invito. –Dijo el simpático viejo que encontró a la tarde señalándola a ella. Monse volvió a sonreír y se sentó en una mesa mientras el camarero le plantaba delante una enorme jarra de tinto con un baso para servirse.
--Bueno Miguel. Como va la cosecha. –Dijo el anciano.
--Este año los tomates están saliendo muy rojos. Ya verás que felicidad. –Dijo otra persona igualmente mayor situada justo en frente de él.
--Ay que ver. Se le echa de menos al benito. Con lo contento que se ponía cuando veía to aquello florecío y verde.
--Bueno que se le va a hacer. Unos van, otros vienen…
--Y otros se entretienen. ¿Nadie va a jugar a los dardos o que? –Dijo otro tercer anciano que se entrometió en la conversación.
--Más tarde Joselito, que todavía uno no está espabilao.
--¡Otro vinito pa estos dos camarero!
Monse seguía observando la escena. Cada uno con su charla, todos alegres, llenos de felicidad, disfrutando de una enorme velada. El humo se acrecentaba en el bar y algunos incluso comenzaban a cantar.
“¡A la burra que no tiene mercancía!
¡Se la llevan, por encogía!
¡Por encogía, y por vagueza!
¡A la burra burra que tiene pereza.
--¡Monse! Vente pa ca hija. –Dijo uno de los hombres que estaban cantando.
--Todavía no, Fabián. Mas tarde voy.
--¿Dónde está Carlitos? –Decía un hombre moreno de facciones muy marcadas a una mujer pelirroja la cual comía lentamente.
--A mí no me digas na. Lleva toda la tarde sin querer hablar con nosotros.
--Yo me cago en el niño y en los pantalones que tiene. Que na, que por cojones se ha encaprichao en ir a casa de Juanito y no me da la gana.
--Paco, alomejor deberíamos…
--Ni deberíamos ni na, maría. Que ya sabemos lo bruto que es Juan leñe. Que cuando no se le ocurre una se le ocurre otra, y Carlitos es mu inteligente pa eso, que no me da la gana y punto.
--Ay señor de los señores.
Monse se levantó de su sitio y se dirigió hacia un lugar apartado donde se encontraba la diana de dardos.
--Vamos monsesita. –Dijo el dichoso anciano. Esta cogió uno de los objetos puntiagudos, echó la mano hacia atrás y lo lanzó. Este no tardó en incrustarse en el centro de la diana y todo el mundo prorrumpió en aplausos.
--Venga. –Dijo ella.- El siguiente que tire y de al 10 lo invito a otro vino.
La noche fue pasando y la cena se sirvió. Todo el mundo reía, bebía, e incluso contaban chistes.
--¿Cómo se tiene entretenido a un hombre? –Dijo monse a un grupo de mujeres cercanas.
--Dilo Dilo. –Dijeron unas cuantas.
--Le das un papel que ponga lee abajo, y justo debajo le pones lee arriba.
--Muy bueno. –Dijo una de ellas.- ¿Y cuantos hacen falta pa coser una camisa?
--Anda que ese no me lo se –Dijo monse.
--Pues ninguno porque todavía no se ha dado el caso.
--Oye, que mi paco las cose cuando yo no estoy, ¿Eh?
--Anda maría, pero esque yo no sabía que tu paco era un hombre.
Todas comenzaron a reír, observando como maría imprimía una cara de seriedad.
--Venga maría, a reírse, que queda mucha noche.
Pero todo quedó interrumpido por el grito de una chavala que entraba corriendo al bar entre lágrimas.
--¿Elena que pasa? –Dijo Monse.
--La casa de Juanito, está ardiendo como la otra.
Monse corría como una loca acercándose a aquella luminosidad incandescente, la cual era la casa en llamas de Juanito. A pocos metros de la misma, encontró un montón de hombres armados. Era la guardia del pueblo, los Soldaos, como los llamaban algunos. Un señor alto con el pelo rubio se acercó a ella.
--Detente, monse.
--Señor Romero. ¿Qué ha pasao?
--No lo sabemos, pero no podemos hacer nada.
Del interior de la casa emanaban desesperados y desgarradores gritos de dolor.
--¡Como que no se puede hacer nada! ¡Alguien se está quemando ahí dentro, por dios! –Dijo Monse con desesperación.
--Mira, todos los matorrales alrededor están ardiendo, cualquiera que cruce esta línea morirá achicharrado. Todo alrededor está ardiendo y no se puede hacer nada, lo siento mucho.
--Joder, ¡Dejadme pasar! –Dijo ella mientras trataba de abrirse paso entre los soldados, escuchando como aquellos gritos se acrecentaban.
--¡Monse, para! –Dijo uno de ellos mientras observaba como la mujer se acercaba hacia los pastos ardiendo…