Texto publicado por Leandro Benítez

Nota: esta publicación fue revisada por su autor hace 8 años.

¿Para qué sirven las cárceles? Opiniones de un psicólogo

La manera en que ha sido redactada la primera parte del título de este artículo parece inducir a la respuesta: para nada. El hecho de confesar, en la segunda parte, que el autor del mismo es un psicólogo, contribuye sin duda a alentar tal respuesta, pues de todos es sabido que los psicólogos, con sus teorías extravagantes, se dedican a llevar sistemáticamente la contraria y a querer persuadir al resto de los mortales de que lo blanco es negro y viceversa.
Que el lector se tranquilice en seguida. El propósito de este trabajo no es demostrar que las cárceles no sirven para nada. AI contrario, las cárceles desempeñan un papel Importante en nuestra sociedad, pero, sin duda, radicalmente distinto del que se les supone.
Intentaremos pues, en las páginas que siguen, explicar por qué las cárceles no sirven realmente para aquello que la opinión pública y el mundo de la justicia (éste no es más que un reflejo de aquella) pretenden implícita o explícitamente, si no para cosas muy distintas e incluso contradictorias.
Veamos, en primer lugar, cuáles son las razones por las que tradicionalmente se justifica la aplicación de una pena de encarcelamiento a un procesado. (Así pues, no hablaremos aquí de la prisión preventiva, en espera de juicio, sino solamente de la prisión como condena pronunciada por un tribunal).
1. LA PRISIÓN COMO CASTIGO
En psicología experimental definimos el castigo como: a) la presentación, contingente a una conducta juzgada indeseable, de un estímulo aversivo; b) la supresión, contingente a una conducta juzgada indeseable, de un estímulo apetitivo. La bofetada administrada al niño que habla en clase y apagar la TV delante la cual el niño disfrutaba mirando dibujos animados mientras que se metía el dedo en la nariz son ejemplos de los dos tipos de castigo. En ambos casos se supone que la conducta juzgada indeseable (hablar en clase y meterse el dedo en la nariz) tiene una probabilidad menor de aparición en el futuro, dadas las consecuencias que ha acarreado.
Desgraciadamente, los efectos del castigo en general son muy diferentes de lo que se supone popularmente -véase Skinner (1953) al respecto-. Pero la pena de prisión como forma particular de castigo es aún más problemática, dada la distancia enorme que separa la conducta delictiva de la pena recibida. Bayés (1977) ha tratado el tema en este mismo Anuario y no vamos por tanto a volver sobre el particular. Queremos sin embargo señalar algunos puntos de este complejo problema. Cuando un tribunal castiga un sujeto con la pena de prisión. ¿qué espera obtener con ello? Si es consecuente con la definición de castigo anteriormente mencionada, debemos suponer que espera ver en el futuro una disminución, por parte del condenado, de la probabilidad de aparición de la conducta delictiva. ¿Cómo explicar entonces la existencia de la pena de cadena perpetua? Es evidente que, en este caso, no se trata de conseguir que en el futuro el sujeto no cometa nuevos actos delictivos, puesto que, para él, no hay otro futuro más que la prisión.
Así pues, enviar a la cárcel una persona no responde a lo que normalmente entendemos como castigo puesto que no hay en tal decisión la intencionalidad expresa de reducir la probabilidad futura de transgresión de la ley. Los jueces saben muy bien que no hay prácticamente ninguna relación entre la pena de prisión y la enmienda de un condenado. Una prueba de ello es que la mayoría de la población carcelaria es recidivista -véanse las estadísticas reseñadas por Bayés (1977) al respecto-. Lo que en realidad mueve un juez a decretar una pena de prisión es el sentimiento de que el culpable debe pagar por su delito. La prisión no es un castigo, en el sentido de la palabra que hemos definido -puesto que no produce los efectos esperados, ni, en el fondo, se espera que los produzca-, si no algo próximo a la venganza.
2. LA PRISIÓN COMO VENGANZA
Partiendo del castigo, hemos Ilegado a la menos noble noción de venganza para explicar la existencia de las penas de prisión. Evidentemente, esta motivación nunca figura de manera explícita en la boca de un juez, pero, ¿cómo explicar sino la persistencia de una medida -la prisión- que ha demostrado suficientemente su ineficacia? ¿La prisión no es pues más que la versión civilizada de la antigua Ley del Talión, en la cual ojo por ojo se transforma en 5 años por ojo, y diente por diente en 3 años por diente? En el fondo, la filosofía sobre la que reposa la ley del Talión es la misma que la de la prisión: en ambos casos se trata de hacer justicia igualando la cantidad de estimulación aversiva recibida por la víctima y por el culpable. ¿Por qué sino los delitos están tipificados, y a tal crimen corresponde tal pena y a tal otro, más grave, una pena superior? El hecho de fijar por adelantado un determinado período de permanencia en la cárcel presupone en el fondo la aceptación tácita de la Ley del Talión, ley que, a nivel racional, la mayoría de los jueces rechazaría.
Como lo recalca David (1979), “El hecho de que un maleante pase varios años en prisión no sustituye las joyas robadas ni cura las heridas del cajero”. La víctima no obtiene pues ninguna reparación material, pero es posible que, viendo al culpable condenado a 10 años de prisión, se sienta convenientemente vengada.
He aquí pues una primera respuesta a la pregunta que encabeza el artículo: la prisión sirve para vengar a las víctimas. Sin comentarios.
El lector puede sin embargo argumentar que la prisión no es forzosamente una venganza (en efecto, no es muy halagüeño reconocerlo) sino un simple método de disuasión. Hablemos pues de la disuasión.
3. LA PRISIÓN COMO DISUASIÓN
Condenar un sujeto culpable a una pena de prisión puede justificarse esperando que su condena servirá de ejemplo a los demás, disuadiéndoles de transgredir la ley. En tal caso, el componente emotivo de venganza es, en efecto, inexistente en el ánimo del juez que pronuncia la sentencia. Desgraciadamente, la opinión según la cual una pena ajena sirve de escarmiento a los demás es tan corriente como falsa. El escarmiento era uno de los argumentos empleados por los defensores de la pena de muerte, argumento que ha sido abandonado paralelamente a la abolición de la pena de muerte. En efecto, las estadísticas muestran que no existe ninguna diferencia significativa entre la tasa de criminalidad de los países que han suprimido la pena capital y la de aquéllos que aún no lo han hecho; tampoco existe ninguna diferencia significativa, al interior de un mismo país, entre la tasa de criminalidad antes y después de la abolición (más bien aparece una Iigera disminución). De hecho, las estadísticas no son más que la confirmación de algo conocido desde hace siglos: “Frecuentemente se ha señalado que cuando se ahorcaba públicamente a los rateros, la multitud reunida para presenciar las ejecuciones era corrientemente expoliada por otros rateros, a pesar de que es difícil pensar en unas circunstancias en las que la pena capital pudiera ser un disuasivo más eficaz” (Skinner, 1953).
Si ni siquiera la pena de muerte reviste el pretendido carácter de ejemplaridad, ¿qué pensar de la prisión como método disuasivo?
4. LA PRISIÓN COMO PREVENCIÓN
Otra de las razones que se aduce para justificar la prisión es que la reclusión de un condenado es necesaria para proteger a la población, puesto que si el sujeto en cuestión andase suelto podría volver a cometer un crimen. Se dice entonces que la prisión cumple una tarea de prevención de la criminalidad y de protección de los ciudadanos.
Hemos de reconocer que, en el caso de existir fuertes probabilidades de que un asesino vuelva a matar si se encuentra fuera de la prisión, el respeto por la vida del prójimo justifica que se mantenga a dicho individuo en circunstancias que le impidan pasar al acto. Pero la existencia misma de esta fuerte probabilidad de reincidir, ¿no debería más bien poner en duda el Iibre albedrío del sujeto en cuestión? Si se reconoce que lo más seguro es que mate de nuevo es que hay razones (no justificaciones) para ello. ¿Es igual de libre de matar o de no matar el sujeto sobre quien pesa dicha presunción que el lector o su vecino? Sin duda no, puesto que ni al lector ni a su vecino se les encarcela a título preventivo. ¿Podemos, en este caso, tener por plenamente responsable a alguien de quien dudamos que goce de su entera libertad de decisión? ¿Qué hace nuestra sociedad con los locos peligrosos? Ciertamente los coloca en instituciones especiales a fin de que no dañen a los demás, pero intentando que su vida en tal institución sea lo más agradable y normal posible. A nadie se le ocurriría decir que enviar un alienado a un moderno asilo especializado (como los que existen en ciertos países y como debieran ser todos) es un castigo o algo por el estilo.
No pretendemos en absoluto defender la tesis de que un asesino con alta probabiIidad de reincidir es lo que entendemos normalmente por un loco. Queremos sencillamente poner de manifiesto que, para el uno como para el otro, tenemos fuertes razones para pensar que la famosa Iibertad de decisión está afectada por algo (la historia personal del sujeto, sus circunstancias ambientales, etc.) que impide en la actualidad al individuo escoger Iibremente entre el bien y el mal. En tal caso, ¿por qué tratar diferentemente estos dos tipos de personas? Decir que por ser el uno un enfermo mental y no el otro no soluciona el problema, pues en estas mismas páginas (Freixa i Baqué, 1978) hemos suficientemente criticado el concepto de enfermedad mental como para no volver a insistir sobre el particular. La prisión como prevención de la criminalidad y protección del prójimo no se justifica pues, en la medida en que debería ser sustituida por una moderna institución en la que el sujeto debería poder gozar de una vida casi normal (cohabitar con su cónyuge y su descendencia, disponer del confort normal de una persona cualquiera, etc.). ¿Quién se atrevería a seguir Ilamando cárcel a una tal institución, a pesar de que el sujeto estaría estrechamente vigilado y separado de la sociedad? Un último punto para terminar con este capítulo: sólo la cadena perpetua es coherente con la función protectiva de la prisión: una condena a 5, 10 ó 15 años no puede obedecer al razonamiento de la protección, pues nada nos asegura que pasados dichos años el sujeto se habrá vuelto inofensivo, como nada nos prueba tampoco que si se le dejase inmediatamente en libertad cometería un nuevo crimen. O se le considera como irrecuperable y se le mantiene toda su vida apartado de la sociedad, o el argumento de la protección resulta no ser más que una coartada para cubrir el aspecto de venganza al que nos hemos referido anteriormente.
5. LA PRISIÓN COMO REEDUCACIÓN
Existe una corriente progresista que concibe la prisión como un método de reeducación del condenado. Dejemos claro antes de ir más adelante que, a nuestro entender, ésta es la sola misión que la cárcel debería cumplir, aunque, seguramente, una institución que preparase realmente la reinserción del condenado a la vida corriente se parecería mucho más al tipo de institución que apuntábamos en el capítulo anterior que a nuestras cárceles actuales, por lo que el nombre de cárcel sería sin duda inapropiado.
Pero, desgraciadamente, la corriente progresista a la que aludimos existe casi únicamente a nivel verbal, en las discusiones de salón, y se manifiesta principalmente cuando se desmonta pieza por pieza el edificio de argumentos sobre la utilidad de las cárceles. Como último recurso, cuando se ha demolido la cárcel-castigo. la cárcel-disuasión, la cárcel-protección, y no se quiere reconocer la cárcel-venganza, se aduce la cárcel-reeducación para guardar intacta la buena conciencia. (Dicho sea de paso, dar buena conciencia a la sociedad es, posiblemente, otra de las funciones reales de la prisión, aunque, naturalmente, nunca se reconozca abiertamente.)
Pero, repetimos, en nuestras latitudes por lo menos, la cárcel-reeducación es inexistente hoy en día. ¿Quién pretenderá que se aplican realmente programas de reeducación concretos en nuestras instituciones penitenciarias? El simple hecho de fijar por adelantado un determinado período de permanencia en la cárcel prueba que la voluntad de reeducación es inexistente en el ánimo de quien pronuncia la sentencia, puesto que el tiempo necesario para la reeducación no se encuentra necesariamente relacionado de forma tan estrecha y matemática con la naturaleza de un delito o con su magnitud. ¿Cómo podemos por adelantado fijar el plazo que una persona necesita para cambiar de manera estable su conducta? ¿Por qué alguien que ha cometido un asesinato tardará tres veces más, por ejemplo, que alguien que ha asaltado un banco? Fijar la pena por adelantado corresponde, como hemos visto, más bien a la Ley del Talión que a una intención de reeducar.
De otro lado, el concepto mismo de reeducación del condenado presenta un cierto número de problemas. En efecto, tal concepto supone que la conducta del individuo es la sola cosa que debe ser modificada, sin que la sociedad (u organización social) en la que el sujeto se mueve deba ser puesta en entredicho. Tal concepto supone, o puede suponer, que la persona en general y el delincuente en particular tienen su destino en sus manos y viven haciendo abstracción del mundo que les rodea. Sin embargo, la ciencia en general y la psicología en particular nos muestran cada vez más claramente que el sujeto no actúa unidireccionalmente sobre su medio, si no que estamos en presencia de una relación mutua o interacción entre ambos (sociedad e individuo). En tal caso, la conducta en general y la conducta delictiva en particular son moldeadas por el ambiente.
Evidentemente, una interacción no es nunca simple, mecanista, lo que explica que no todas las personas sometidas al mismo ambiente se convertirán en delincuentes (o en médicos, o en abogados). No todo el mundo se marea en barco; pero sería falso sacar como conclusión de esta simple constatación que el movimiento del barco en alta mar no es en absoluto responsable del mareo de parte de los viajeros. Una interacción es un tipo de relación compleja; pero en todos los casos exige la acción de dos elementos distintos, y no de uno solo.
El ejemplo que hemos tomado del mareo no es, en realidad, satisfactorio por completo, pues, en este caso preciso, dado que no podemos cambiar el movimiento de las olas del mar, lo único que podemos hacer es dar pastillas al viajante propenso a los mareos. Pero, ¿quién pretenderá que no podemos modificar la sociedad en que vivimos? ¿Quién sostendrá que no podemos cambiar la arquitectura de nuestros suburbios, planear diferentemente el ocio, modificar el sistema de producción y consumo, reducir la publicidad alienante, disminuir la conducta competitiva que se nos inculca a todos los niveles, equilibrar las injusticias sociales, etc., etc., etc.?
La reeducación no es posible sin una acción paralela y conjunta sobre la sociedad misma (véase al respecto el capítulo consagrado a este tema por Ardila. 1979, en su Iibro Walden Tres), acción que poca gente parece dispuesta a emprender. Quizás por ello la reeducación del delincuente en prisión no es más que, por el momento, una frase vacía.
Hasta aquí hemos examinado algunas de las justificaciones tradicionales de la prisión y emitido fuertes reservas en cuanto a su utilidad real. Dicho examen nos ha permitido de paso hacer patentes dos utilidades, poco confesables, de tal institución: la venganza y la buena conciencia que procuran. Pero la prisión sirve, desgraciadamente, para algo más nefasto todavía, y, sin duda, diametralmente opuesto a lo que se pretende con ella: la prisión sirve esencialmente a fabricar delincuentes.
6. LA PRISIÓN COMO FÁBRICA DE DELINCUENTES
Que la prisión fabrica maleantes es una afirmacíón tan conocida como desestimada. Sin embargo, creemos que merece se le preste cierta atención, porque, si la cárcel no sólo no sirve para lo que se pretende, sino que además produce un efecto contrario, el problema nos parece grave.
¿En qué nos basamos para defender tal enunciado? En los hechos siguientes: un condenado a ciertos años de prisión, no solo: a) no es reeducado ni tiene una ocupación constructiva, b) vive en un ambiente de privación, inconfort, etc., que alimenta aún más su odio a la sociedad y fomenta a su vez un deseo de venganza, si no que, además, está en contacto casi exclusivo con otros delincuentes. ¿Qué puede aprender de ellos sino la delincuencia? Las estadísticas lo prueban: la mayor parte de la población carcelaria es reincidente. Si, en el momento de la primera condena, se ofreciese a los culpables una posibilidad alternativa a la prisión pura y simple, existen razones para creer que un buen número de entre ellos escaparía a la espiral delincuencia-prisión-delincuencia.
De la misma manera que las prisiones para oponentes políticos en regímenes autoritarios han convertido a lo largo de la historia a simples personas descontentas de la situación en eminentes líderes revolucionarios con una profunda formación teórica, las cárceles para presos comunes segregan maleantes de toda especie.
Si al hablar de la prisión-reeducación veíamos que, aunque parcial e insuficiente, dicha óptica tendía a contrarrestar los efectos negativos del medio sobre un individuo, la prisión, tal y como funciona actualmente, no hace más que sumarse a los diferentes determinantes de la conducta delictiva.
Es más, la prisión forma malos (en el sentido cualitativo y no moral del término) deIincuentes, pues los individuos de los que un nuevo recluso aprende son aquellos que se han dejado coger, es decir, los maleantes mediocres, los que han fracasado. Los otros, los ”buenos” maleantes, andan obviamente sueltos.
Creemos que este punto debería ser meditado por los defensores de la prisión, y si no se han dejado convencer por argumentos humanitarios, filosóficos o científicos, al menos deberían rendirse a la evidencia del carácter negativo, para la sociedad misma, de la existencia de estas particulares escuelas oficiales de delincuentes que denominamos cárceles.
Resumiendo nuestra opinión, la cárcel debería pura y simplemente desaparecer, puesto que no sólo no cumple con las funciones que se le atribuye clásicamente (castigo, disuasión, protección, reeducación) sino que, además, desempeña papeles que, o bien nadie puede abiertamente justificar (venganza, buena conciencia) o bien son totalmente contraproducentes (escuela de delincuencia).
Pero somos plenamente conscientes que una tal afirmación es más sencilla de enunciar que de poner en práctica, como es más sencillo criticar lo existente que construir algo nuevo. Sin embargo, un error de base consiste justamente en pensar que la prisión como pena aplicada a un culpable es algo que ha existido siempre. En realidad, la sistematización de dicha práctica es relativamente reciente. Como lo recuerda David (1979): “Es cierto que la gente siente una especie de vértigo imaginando une sociedad sin enclaves carcelarios. Y sin embargo, bajo el Antiguo Régimen, el encarcelamiento no era una pena sino una manera de mantener el acusado a disposición del juez”. Es decir, la prisión no era una pena aplicada después del juicio sino lo que hoy llamamos prisión preventiva (en espera de juicio).
Ciertamente, una sociedad sin prisiones parece imposible a la mayoría de las personas. ¿Qué hacer si no con el individuo que ha violado una muchacha, con el sujeto que ha asesinado a una anciana para robarle sus ahorros o con el falso promotor inmobiliario que se escapa con el dinero de varios centenares de familias humildes que habían esperado poder disfrutar finalmente de un piso propio? ¿Se trata de decirles sencillamente: vete y no peques más? Evidentemente que no. Pero visto que enviarlo a la cárcel no soluciona nada y empeora aún más las cosas, forzosamente tenemos que buscar otra solución. Y lo que más nos duele es justamente que la sociedad en general y los profesionales de la justicia en particular no sientan esta urgente necesidad, no se sientan incómodos perpetuando un sistema que, muchos ya, saben perfectamente que es desfasado e inoperante. Es evidente que nosotros, aquí sentados frente a un papel con un lápiz en la mano no vamos a encontrar, así, sin más, la solución a este vasto problema. A lo sumo, daremos algunas pistas. apuntaremos algunas direcciones que, a nuestro entender, podrían ser de alguna utilidad. ¿Para cuándo una conversación de juristas, psicólogos, sociólogos. etc. debatiendo a fondo todos estos problemas? ¿Cuándo comenzaremos a sensibilizar la opinión pública mediante debates, artículos en la prensa, etc.. etc.? ¿Cuándo los políticos dejarán de hacer promesas preelectorales y pasarán a elaborar proyectos de leyes concretos modificando el estado actual de las cosas? De todo ello deben salir las soluciones (en plural) y no de la pluma de un francotirador solitario. Como lo decíamos en páginas anteriores, la modificación de la conducta del delincuente no puede separarse del cambio estructural de la sociedad, y esto es una tarea ardua, larga y, sobre todo, comunitaria. En todo caso, mantener el status quo actual es la peor de las opciones. Simple solución de facilidad, de inercia, de hipocresía.
Pongamos, pues, nuestro grano de arena.
LA REPARACIÓN DEL DAÑO COMO SOLUCIÓN ALTERNATIVA
Cuando decimos de alguien que se le ha hecho justicia podemos querer significar dos cosas distintas: que un culpable ha sido condenado (ajusticiado) o bien que una víctima ha obtenido reparación. Son dos cosas totalmente diferentes -la primera no implica en absoluto la segunda, puesto que castigar a un culpable no repara el daño causado a la víctima; a lo sumo añade a la pena de la víctima la pena del culpable (el doble sentido de la palabra “pena” es aquí altamente significativo!)-. De hecho, estas dos posiciones pueden definirse así: la primera juzga un ser humano, la segunda una conducta. Pero, ¿con qué derecho un ser humano juzga a otro? ¿No es tal absurda arrogancia denunciada en la expresión popular: ”sólo Dios puede juzgarnos”?
Esta tendencia a juzgar la persona y no los actos se vio reforzada con el surgimiento del individuo como ente teóricamente libre y responsable, consecuencia de la Revolución Francesa. “La persona civil construida por el Iegislativo francés del siglo XIX reproduce, por lo esencial, la persona metafísica concebida por el idealismo racional” (Lévy, 1979) (1). La inoperancia de una tal filosofía de la libertad y la responsabilidad ha sido suficientemente denunciada por Skinner (1971) y nosotros mismos desde esta misma tribuna (Freixa i Baqué, 1978) como para que no sea necesario insistir de nuevo sobre el particular. Pero las consecuencias de tal ideología siguen, desgraciadamente, haciéndose notar. En efecto, el sistema penal, “al reconocer que la voluntad, consecuencia de la libertad, se sitúa a la base del crimen, establece un lazo lógico entre la falta y la sanción, el pecado y la expiación” (David, 1979), y olvida así lo esencial, es decir, el prejuicio causado al prójimo. Si alguien comete lo que generalmente se conoce con el nombre de “pecado de gula”, moralmente es culpable, y tiene que arreglar sus cuentas con la religión. Pero ningún tribunal civil lo juzgará, a pesar de haber cometido falta, por la simple razón de que no ha ocasionado ningún daño a nadie. En este ejemplo podemos ver claramente que la vocación de la justicia no es en absoluto juzgar un individuo (Dios, la Inquisición, el Tribunal Islámico o la conciencia se cuidan de ello) sino ocuparse de las conductas que causan un daño a los demás. En tal caso, el acento no debería ponerse en castigar al culpable sino en reparar el daño causado a la víctima.
Cuando un conductor, cometiendo une infracción al código de la circulación, provoca un accidente, se maximiza el aspecto de la reparación de daños causados y se minimiza el castigo de la falta. Que el perjuicio causado sea reparado, ¿no es en el fondo lo único que importa? ¿No es éste el sentido profundo de “justicia”? Todo lo demás no es sino venganza o falsas esperanzas de disuasión.
Así, alguien que ha robado podría ser condenado a restituir la suma en un plazo proporcional a la cantidad robada y a las posibilidades económicas del sujeto. Y para que la víctima no tenga que esperar 10 años para recuperar su bien, un banco podría adelantar la cantidad y cobrarle luego al condenado las mensualidades más los intereses, como en el caso de un crédito cualquiera.
De acuerdo; los bienes materiales pueden restituirse. Pero, ¿cómo reparar los golpes, una violación o un asesinato? En efecto, nada puede reemplazar une vida arrebatada, ni una vejación sufrida. Si nada puede restituir dicho tipo de prejuicio. ¿por qué la prisión? ¿Por pura venganza? En este caso la justicia se rebaja al nivel del criminal. ¿Por no disponer de otra cosa mejor? Hagamos pues un esfuerzo de imaginación y, por qué no, de investigación. Además de todos los cambios (a nivel de sociedad y a nivel de modificación de la conducta individual del criminal) por los que ya nos hemos pronunciado, ¿por qué no condenar al culpable a realizar una serie de conductas socialmente útiles, lo más relacionadas posible con su delito? Así, por ejemplo, el sujeto que ha asesinado una anciana para robarle sus ahorros podría ser condenado a pasar un cierto número de horas diarias y parte de los fines de semana al servicio de los ancianos del barrio, haciéndoles los recados, organizándoles actividades recreativas, etc. Evidentemente, esto no devolvería la vida a la difunta, pero la prisión tampoco; y, en todo caso, su acción en el barrio sería más útil, social y personalmente, que picar piedra o plegar cartones en un establecimiento penitenciario.
Posiblemente, esta perspectiva parecerá utópica a un buen número de lectores. Por nuestra parte, preferimos la utopía a cruzarnos de brazos. Unamuno decía que sólo quien persigue utopías consigue imposibles (o algo por el estilo). Pero repetimos que este artículo no pretende revelar la solución de un tan complejo problema. Solamente sacudir la gran dosis de inercia y de conservadurismo que caracteriza a todo el aparato judicial para que, por fin, algo empiece a cambiar.
Como lo señala David (1979), fundar la legitimidad de la justicia sobre la reparación del daño -y no sobre une pretendida virtud expiatoria de la pena (en el doble sentido de la palabra) - supondría una nueva ética que separaría definitivamente el derecho de la subjetividad (respuesta emotiva de venganza, por ejemplo), y no se ocuparía más que de la utilidad real, para la víctima sobre todo, pero también para el culpable, de la sentencia.
Esto supondría también, entre otras cosas, haber evolucionado desde la pena de muerte hasta la muerte de la prisión.

Esteve Freixa i Baqué
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