Texto publicado por Felipe Ibarra
Perrito, de Mario Halley Mora
Hola amigas y a migos de BlindWorlds. Después de un largo tiempo sin postear por aquí, ahora estoy de vuelta... no, esta vez no voy a hablar de Android, nada de eso. Sólo quiero comenzar a compartir con ustedes unos cuentos del escritor paraguayo Mario Halley Mora, quien para mí, es el mejor escritor que ha parido esta tierra, muy al contrario de lo que algunos piensan. En fin, pego el cuento. Espero que les guste.
Abrazos.
Felipe.
Perrito.
Sus grandes ojos dorados miraban a través de los barrotes de la jaula con desconcertada
tristeza. Perrito no comprendía, no podía comprender aquello.
La rudeza del hombre de la cuerda que casi lo ahoga, a él, que se sabía pequeñito y
bueno. La jaula rodante y la baraúnda de perros cautivos. Nunca Perrito había visto tantos
perros juntos. Perros furiosos que mordían, perros tristes que gemían dulcemente asomando
el hocico entre los barrotes, como si el único aire respirable fuera el aire viejo y amigo de la
calle. Y ahora, esto, la jaula de alambre bajo los árboles y más perros que llegaban en la
jaula rodante, y otros que eran metidos a la fuerza en aquel obscuro cajón del fondo, cuyas
puertas, cuando se abrían, dejaban escapar un aliento agrio, y tras el aliento, una mansa
procesión de perros dormidos, tan dormidos, que no despertaban ni con el traqueteo de la
carretilla que los llevaba lejos, más allá del barranco.
Definitivamente, Perrito no comprendía aquello. Sólo existía la presencia de una gran
tristeza. ¿Dónde estaría el «Amo Chico»? Los «Amos Grandes» podían haberlo olvidado,
pero el «Amo Chico» no. No tenía hambre, ni sed, pero quería sol, espacios abiertos, pasto
húmedo y vientos viejos, cosas compartidas con el «Amo Chico».
¿Dónde estaría el «Amo Chico»?...
-Papá... ¡míralo! ¡Lo encontré en la calle!
En los brazos del niño palpitaba una pelotita de lana blanca y suave. La tenía apretada
contra su corazón, tan apretada que la lana blanca soltó un gemido.
-¿Lo ves, papá...? ¡Es un perrito...! ¡Es mi perrito...!
El niño esperaba, tembloroso de miedo y de felicidad. Miraba a su padre, y la felicidad
se apagaba y el miedo crecía. Papá se estaba volviendo alto, cada vez más alto, como
cuando se preparaba a hacer algo que él intuía desagradable.
-No. No podemos tener un perro. La casa es pequeña.
La pelotita blanca era suave y caliente sobre la piel de su pecho. El perrito era suyo. Él
lo había encontrado en la calle, había corrido con él hasta caerse de cansancio, mirando
atrás, mirando atrás, huyendo de la calle, de la gente, de una voz que reclamara su perrito.
-¡Papá...! -lloriqueó.
-No.
Nunca su padre había sido tan alto, tan invencible. Nunca el «no» tan rotundo. Venía
rodando desde una montaña como una piedra redonda que lo aplastaba y exprimía de su
cuerpo toda la lágrima que cabía adentro.
-¡Es inútil que llores, hijo! ¡Hay que ser hombre!
Él no quería ser hombre. Quería ser un niño y tener un tesoro de vida blanca y tibia
sobre su pecho. La piedra redonda pesaba sobre su garganta, y el arroyito de lágrimas fluía
y fluía.
-¿Por qué llora el nene...?
A través de las lágrimas vio la imagen borrosa de su madre que se acercaba. Una
esperanza. La montaña ya no era tan árida. Había sobre ella la presencia de un viento fresco
y un sonido como de agua que corre suavizando piedras.
-Ha traído un sucio perrito de la calle y...
-¿Un perrito? Déjame verlo...
Tendió el animalito a su madre. Ella lo tomó en sus brazos. En su pecho, allí donde
estaba apretado el perrito, se enfriaba un sudor cálido.
-Pero si es tan bonito... querido.
-No.
-No debemos lastimar al nene.
-¡Ni siquiera es de raza!
¿Raza...? ¡Pero si era un perrito completo! ¿No bastaba eso?
Un hocico rosado para husmear alegremente su rastro entre las basuras del baldío,
mientras él se escondía en lo alto del naranjo. Y unos ojos dorados, y una colita peluda que
se agita en frenética bienvenida cuando él regresa de la escuela. ¿No bastaba todo eso...?
-Tómalo, querido. Anda al jardín y espera.
La esperanza crecía. Cuando lo mandaban afuera para discutir algo, el regreso era para
saber que mamá tenía razón. No sabía cómo. Pero mamá siempre tenía razón cuando él
regresaba.
Salió al jardín con el perrito, que se había puesto a chuparle la camisa abierta, en los
brazos. La puerta se cerró tras él, y oyó el canto de grillo del cerrojo al correrse. De adentro
llegaba un apagado rumor de voces. Voces sin palabras. La voz cálida de la madre. El eco
macizo de la voz del padre, en rápida sucesión de marea. Se sentó en el césped y miró su
tesoro vivo con infinito amor. Una pulga veloz cruzaba la sedosa pelusa de la panza rosada.
Trató de atraparla, pero no pudo. Sintió que las voces de adentro ya no se enfrentaban, se
unían, se volvían una sola, arrulladora e íntima. Cerró los ojos y tras la obscuridad roja que
el sol fingía en sus párpados, empezó a ver la imagen de la montaña vencida, el agua clara
que fluía y roía la piedra redonda del «no» invencible, volviéndola pequeñita, inofensiva,
pura mentira. Siguió esperando por mucho tiempo.
A sus espaldas, la puerta se abrió. Se volvió, y vio a su padre que lo contemplaba desde
el umbral.
-Entra, hijo.
Se levantó y se encaminó al encuentro de la puerta y de su padre. Detrás de ambos
estaba la felicidad.
Su padre le quitó el cachorro de los brazos, y colgándolo de la piel del pescuezo, lo miró
arrugando la nariz.
-¿Qué nombre le pondremos...?
-¡Perrito!
-¡Pues anda a bañar a Perrito! ¡Está asqueroso...!
Perrito fue creciendo poquito a poco, mientras el niño asistía con paciencia a ese lento
proceso que se operaba en el cachorro, que pronto no sería cachorro, sino un poderoso
mastín que hasta serviría de caballo, tanta fuerza tendría.
Pero Perrito se detuvo muy pronto. Prefería ser un chiche blanco y peludo. Un cachorro
regalón para toda la vida, un perro de juguete, que ladraba también de juguete.
Y el niño se conformó. Después de todo, era más que un perro. Era su perro. Pequeño,
sí. Pero reventaba de vida y alegría.
-¡Perritoooo! ¡Mírame...! ¡Soy el más valiente vaquero de las praderas...!
El caballito de palo giraba y giraba en la calesita, perseguido y perseguidor en su eterno
galope circular...
Y Perrito se volvía loco. Loco. Siguiendo con alegría desesperada el galope sin saltos
del caballito de palo, temeroso de que el «Amo Chico» se fuera lejos, más lejos que el pan
con manteca que le alcanzaba por debajo de la mesa a la hora del té. El «Amo Chico» no
debía irse, porque el «Amo Chico» era el mundo, la frazada tibia de su lecho, el agua fresca
que llovía sobre la bañadera y la gran toalla suave que envolvía su cuerpo deliciosamente
helado.
Pero el caballito de palo no se detenía. Y Perrito ladraba locamente en torno a su
itinerario de rueda...
-¡Amo Chico! ¡Amo Chico...!
Hasta que el galope sin saltos se detenía, el «Amo Chico» se apeaba, y tendía sus brazos
para que Perrito saltara y se arrebujara como un pedazo de sol contento y gimiente contra el
cuerpo del «Amo Chico» rescatado de aquel galope hasta más lejos del mundo querido por
los dos.
-¡A casa... Perrito...!
Las calles abrían sus bocazas anchas, para que los dos corrieran a lo largo de la sonrisa
del mundo. Hasta la casa donde esperaba el té y el pan con manteca. Hasta la casa, pasando
por el prado de la plaza para mordisquear la hierba y para hundir el hocico sediento en el
agua de la fuente. Corriendo, siempre corriendo, sintiendo que la brisa ponía en las orejas
flotantes campanitas de rumores apagados.
¡Corre...! ¡Perrito...! ¡Eh... eso no se hace...!
Perrito lo sabía. Pero no podía evitarlo. El olor estaba allí, en el tronco, mezclado con
jugos, con savia, y con vida. Mezclado, pero solo, invitante. Y la patita se alzaba, saludando
a la delicia que era más grande porque se iba cantando a través de su cuerpo, y quedaba en
el tronco con su nuevo olor, como el testimonio de su paso, dejado allí para que otros
perros testimoniaran el suyo.
-¡Vamos, Perrito...!
A seguir corriendo. Corriendo. Reconociendo de paso los viejos perfumes del mundo. El
aliento hiriente de la farmacia de la esquina, el tufo caliente y grato de la panadería, el
regusto delicioso que fluía arrollador en el bostezo rojo de la carnicería. Corriendo, siempre
corriendo, hasta la casa, hasta el pan con manteca y el baño frío y la toalla suave.
-¡Cuidado... Perrito...!
Y había en la voz asustada del niño un temblor de miedo. Perrito se empequeñecía ante
el peligro mientras el perrazo miraba a aquel congénere enano con ojos curiosos. Perrito
temblaba de miedo, mientras el enorme hocico frío le olisqueaba concienzudamente el
trasero, y las patas musculosas se alzaba en torno a él como columna de una catedral viva y
terrorífica.
Perrito y el niño quedaban quietos, temblorosos, conscientes de aquel bravo manojo de
músculos, nervios y colmillos. Y después el suspiro de alivio, cuando el perrazo, satisfecho
de su examen, daba paso, y Perrito se alejaba lentamente, con la colita peluda entre las
patas, y rengueando lastimosamente, por lo que pudiera suceder.
Y otra vez a correr, lejos del perro aquel que después de todo era un buen perro, viendo
los dos la sonrisa ancha del mundo, saltando en las aceras sobre la sucesión de sombra y
sol, sobre la sucesión de la frescura y la tibieza, sobre la sucesión urgente de los latidos de
la vida, allá dentro de las venas del perro y el niño.
Hasta irrumpir en la casa, con la divina suciedad del ancho mundo en las patas y en el
calzado, aterrorizando la virginidad de pisos y alfombras, para cruzar hasta la cocina,
santuario cálido donde el perfume vivo de los alimentos simulaba un incienso grato. El
tintineo de la vajilla, leche, té, pan blando nimbado de oro, y caricia cuidadosa del cuchillo
pulido que va dejando una costra de manteca sobre las migas de nieve.
La lengua golosa resbalaba sobre la manteca. La miga blanca se deshacía bajo los
colmillos de juguete. El crujido delicioso de la costra tostada, entregando su jugo salado,
mientras la panza se enfriaba dulcemente sobre las baldosas del piso. Y cuando ya no
quedaba más, la lengua avarienta de sensaciones arrancaba de su escondite entre los pelitos
del hocico hasta el último resto de sabor travieso.
Modorra. Paz. Allá en el patio, donde la piedra loza guardaba un poco de sol que se
había ido, el sueño tranquilo. El sueño despierto de los perritos buenos, mientras los
gorriones, desde el otro lado del sueño, derramaban su trino líquido, y el aire se poblaba de
olores amigos, de voces que se hacen música para arrullar.
-¡Perrito...! ¡Perrito...!
Pero él prefería dormir. Estaba cansado.
-¡Perrito! ¡Perrito!
Perrito dormía en el centro de un mundo grande y feliz.
Aquel día, cuando el rayo de sol de todas las mañanas entró por la ventana a dar los
buenos días a los dos, sólo le respondió Perrito, arrebujado al pie de su amo, sobre la cama
ancha y blanda. Perrito saltó al suelo y bajó velozmente a la cocina. Pero esperó en vano.
La rutina se había roto, y empezó otra rutina nueva y extraña. El «Amo Grande» no fue al
trabajo, con su portafolios oloroso de cuero y sudor bajo el brazo. Hablaba por teléfono,
discutía en voz baja, y miraba arriba, donde el «Amo Chico» seguía durmiendo su sueño
extraño de la noche, su sueño inquieto, su sueño enfermo.
Cerraron la puerta para Perrito. Y pasaron noches y más noches. Noches solas, y días
olvidados, con hombres grandes que subían y bajaban las escaleras, mientras el «Ama
Grande» y el «Amo Grande», en un juego extraño, se escondían una de otro para llorar.
Después, el «Amo Chico» se fue. Se fue dormido en aquella caja blanca y llena de
flores, en aquellos automóviles negros. Los «Amos Grandes» volvieron pero el «Amo
Chico» no. Los «Amos Grandes» traían de la mano una gran tristeza, que se quedó en la
casa.
Perrito no pudo soportar la presencia de aquella tristeza intrusa en la casa. Y salió a
buscar al niño. Olisqueando rastros por calles y plazas, y a lo largo del galope circular de
los caballitos de palo, donde descubrió el olor del «Amo Chico» pero no al chico. Perrito
siguió buscando y buscando por las calles, hasta que lo atrapó el hombre de la cuerda.
Perrito sintió que la gran tristeza de la casa había venido tras él, prendida a su cola. Por
eso estaba triste, en su jaula de alambres. Hombres enormes venían y se llevaban a los otros
perros hacia el cajón de olor agrio del fondo. La jaula quedaba vacía, sólo quedaba él, y un
perro viejo que dormía dulcemente. Volvieron los hombres enormes y uno de ellos se llevó
a tirones al perro viejo. El otro miró a Perrito. Lo alzó en sus brazos robustos, y teniéndolo
contra su pecho ancho, con ternura infinita y agradable, se lo llevó también hacia el feo
cajón del fondo.
Perrito despertó. Ya no quedaba pegado a su hocico aquel insoportable olor agrio que
fluía de las paredes como un humo burlón. Estaba en una pradera verde, donde había hierba
mojada y fuentes de agua fresca.
-¡Perrito...! ¡Aquí...!
¡El Amo Chico...! Perrito salió disparado, hasta encontrarlo. Y lo encontró. Y le
humedeció toda la cara con su lengua cariñosa.
Después, los dos, amo y perro, se fueron corriendo juntos, a través de aquel prado verde
y grande, tan grande como el cielo.