Texto publicado por Leandro Benítez

La voz del silencio.

Hablamos demasiado, demasiado alto y demasiadas veces para no decir nada. Como la tv, nuestra maestra. En nuestros pueblos y ciudades la cacofonía aumenta imparablemente año tras año. El número de coches, motos, camiones, autobuses, furgonetas, televisores, videos, radiocasetes, cd portátiles, etc aumenta frenéticamente. Hemos declarado la guerra al silencio. El silencio se nos antoja subdesarrollado. Algo propio de las sierras, desiertos, pampas o sabanas adonde aún no ha llegado el paraíso tecnológico de la modernidad.

Sin embargo, todo lo bueno que hemos creado en los últimos millones de años ha surgido de esos momentos en los que nuestra mente y nuestra corazón se han sumergido en las profundas aguas del silencio. Jesús el Cristo comenzó a fraguar su magisterio en los cuarenta días que pasó en el desierto, imagino que en silencio. Sakiamuni el Buda alcanzó la iluminación espiritual después de vivir seis años en el silencio de los bosques, a los pies del Himalaya. También Mahoma obtuvo su revelación en medio del silencio del desierto arábigo. Los grandes científicos de nuestro siglo han capturado sus principios tras horas de trabajo silencioso en sus laboratorios. Las mejores obras de la literatura han surgido también del taller silencioso de las horas.

Aunque nosotros, gente corriente, no aspiremos a fundar una nueva religión, ni a darle a la Humanidad una obra maestra de la literatura, aunque no sea nuestra ambición descubrir una vacuna eficaz contra la estupidez, también necesitamos el bálsamo reparador del silencio para aliviar la irritación diaria que nos produce tanto ruido inútil.

Propongo un Día Mundial del Silencio y, mientras la ONU discute la propuesta, aliento a los humanos a sumergirse en un silencio completo al menos durante cinco minutos al día.

Oigamos la voz del silencio.

Dokushô Villalba