Texto publicado por Germán Marconi

Serie Siete Sangres * I: El acantilado

El viento bramaba su furia en la noche cerrada. Los truenos estremecían los cielos y la tierra, mientras los rayos azotaban las aguas turbulentas, la playa desierta, las breñas costeras, los campos yermos. Había terminado el otoño. Gea se replegaba en sí misma y toda la vida que había pululado por doquier desaparecía, casi bruscamente, ante el avance impetuoso y oscuro del invierno.

Un rayo, más impresionante y tenebrosamente luminiscente que los anteriores, iluminó por completo el pálido templo. Bajo el frontispicio marmóreo, cual columna trunca, se divisaba la imagen de la sacerdotisa de Ártemis. Figura esbelta, no carente de voluptuosidad, envuelta en una túnica que se adhiere a su cuerpo cuando el viento la arremolina, los largos cabellos oscuros recogidos en el complejo tocado ceremonial, los brazos - perfectamente contorneados - caen a los lados, como carente de vida. El rostro tenso, se diría tan pétreo como la construcción a su alrededor, deja ver, sin embargo, brillantes lágrimas que lo cubren, cual collar de perlas deshecho por la mano criminal de un perverso, que no soportara su belleza. Pero la sacerdotisa ya no puede, ya no quiere, pensar en la belleza. Todo lo bello no era más que una añoranza, un goce al que ya no le era permitido acceder.

El último día del otoño había sido también el último de su tranquila existencia. Había vivido desde tan pequeña en el templo que sus recuerdos se perdían en el tiempo. Desde su nacimiento, su vida había sido dedicada a la diosa. No recordaba a su madre; la única figura maternal que había conocido hacía ya mucho tiempo que no estaba en este mundo. El mismo día en que obtuvo el sacerdocio - la máxima posición a la que todas las vírgenes aspiraban - significó para ella la pérdida del único ser que ella amaba. Aún así, aquello debía ser recordado con esfuerzo por la joven, tal era el dolor que la embargaba. Y aquello había sucedido apenas una luna atrás.

Comenzó a descender lenta, impávidamente la escalinata. El frío cortaba sus carnes, pero su alma estaba aún más fría, desierta de todo contenido, abandonada de todo hálito vital. El fuego abrasador que sólo una horas antes la había consumido había dejado lugar a negras cenizas de desesperación. Pronto ya no le pertenecería y Hades sería amo y señor de ella por toda la eternidad.

Jamás imaginó que un simple mortal decidiera su destino. No el suyo, una elegida de los dioses, más cercana al Olimpo que a la tierra. Jamás imaginó que aquel soldado de impresionante figura y cabellos claros sería su perdición. Ella era la sacerdotisa de Ártemis , era la voz del oráculo más sagrado. Al verlo sintió un temor esencial, como si en ese cuerpo de hombre se hubiese presentado el propio Zeus. El recién llegado cumplió perfectamente con el rito: dejó sus armas en la entrada del templo, descubrió su cabeza, lavó sus pies y permaneció de pie, en silencio, frente al altar. Siguió así hasta que la sacerdotisa inquirió la razón de su consulta.

- Deseo saber si triunfaré en mi batalla - dijo, mirando profundamente a la joven. Un estremecimiento poderoso recorrió el ser de la sacerdotisa. Cerró sus ojos. Un silencio impenetrable, duro como el mármol del templo se apoderó del recinto. Y luego las palabras llenaron el lugar, golpeando los oídos y las paredes con una fuerza demoledora: tu batalla será ganada y esa será la derrota..

El tiempo se había detenido. El hombre, imperturbable siguió allí, de pie, como una estatua magnífica. La sacerdotisa abrió sus ojos y lo miró una vez más. Bajó de su sitial, se acercó al guerrero. Nunca había hecho algo semejante antes. Olía a cuero, a sangre, a sudor, a guerra. Olía a hombre.

La sacerdotisa caminó hacia sus aposentos, dejándole atrás. Él la siguió, impelido por una fuerza insondable, desconocida, todopoderosa. Las llamas de dos antorchas iluminaban la estancia. La muchacha, con un gesto delicado, se quitó la túnica ceremonial. El guerrero permaneció de pie frente a ella, anonadado por su belleza prístina, inmaculada. Ella le extendió la mano, le ayudó a quitarse sus ropas y se fundieron en un abrazo colosal.

El rico lecho recibió los cuerpos ardientes, jadeantes. Entrelazados, sudorosos por la pasión, los amantes combatieron una y otra vez, hasta agotarse. Y luego recomenzaban los embates, hasta quedar exhaustos. La noche se apoderó del mundo y ellos de la noche. Mucho tiempo después, Morfeo hizo presa del guerrero y la sacerdotisa.

El primer relámpago iluminó el cuarto de los amantes. El trueno despertó a la mujer, que vio al joven yaciendo a su lado. Entonces él abrió también sus ojos. Un frío ventarrón bañó los cuerpos desnudos. El hombre dijo: -El Amor. Mi batalla era conocer el Amor - . Entonces, sólo entonces ella comprendió el sentido de las palabras pronunciadas en el oráculo. Se desprendió de la mano del hombre, que reclamaba una vez más su cuerpo. Tomó su túnica, se la colocó y salió del cuarto.

Corrió por los pasillos, entre las columnas del templo, dejó atrás el salón del oráculo, la estancia de las vírgenes. Bajó escaleras en penumbras, cuartos vacíos, la sala de los sacrificios, el pórtico. Llegó a la columnata bajo el frontispicio del templo. Frente a ella la noche mostraba la ira divina, que restallaba en cada trueno, en cada relámpago, en cada rayo, en cada soplo de gélido viento. Y allí comprendió - por fin - que el oráculo no era sólo para el visitante. Era para ella también. Y lloró, mientras comprendía que su destino estaba sellado.

Siguió bajando los escalones. Uno, diez, cien. La furia de la tormenta - la furia de la diosa - arreciaba. Dejó atrás el camino principal, las losas de la explanada, continuó por un minúsculo sendero lateral. Las espinas de los arbustos hacían presa de sus ropas y de su piel. No se detuvo. Llegó al borde del acantilado.

El último rayo de la tormenta cayó sobre el templo. Penetró por un ventanuco y fulminó a un hombre que yacía sobre el rico lecho de la sacerdotisa, en el preciso instante en que la mujer se arrojaba al vacío, hacia las rocas que bañaban las aguas de un mar embravecido, iniciando su viaje de ida a los dominios del infierno.