Texto publicado por Germán Marconi

Serie Siete Sangres - Titulo II: el desierto

Una tenue luminiscencia iba ocultando las estrellas. Muy lentamente al principio, como la bailarina que va descorriendo suavemente sus velos al lánguido ritmo del arpa y los címbalos: hipnótica, dulce, erótica. Luego la danza se volvía más rápida, hasta alcanzar un frenesí ondulante y salvaje. Ra se enseñoreaba desde lo alto del mundo abajo. Como la bailarina en su éxtasis final, el Señor de la Vida dejaba ver todo su esplendor. Como las gasas de la mujer, las masas ondulantes ocupaban los espacios, burbujeando vida sobre la yerma superficie. Como langostas sobre los sembrados, miles de esclavos, cientos de capataces, decenas de barcazas, todos en un movimiento acompasado, letanía inicial de un nuevo día en el imperio.

Ramesh oteó brevemente hacia el oeste, pero sólo muy brevemente. Si acaso alguno de los capataces siquiera sospechara esa mínima pausa en la tarea, sería molido a latigazos y obligado a continuar en su puesto sin la bendición del mínimo descanso para beber un sorbo de agua, de modo que antes del mediodía yacería a un costado del camino, ofrenda propiciatoria para los buitres y las hienas. Ramesh bajó la vista y un vez más jaló de la cuerda. Trescientos hombres a su alrededor hicieron lo mismo y el enorme bloque de piedra se deslizó apenas un palmo, rodando los troncos debajo de sí. Otro jalón más. Ahora había completado un palmo completo. Un palmo más cerca de su destino final, muchos millares de palmos al oeste, en la reseca aridez de Gizeh.

El esclavo tomó aire nuevamente y lo exhaló justo en medio del tirón. Así era mejor y el esfuerzo parecía más soportable. Le había costado poco acostumbrarse a respirar de ese modo. De no haberlo hecho, apenas hubiese durado. También había aprendido - más rápido aún - a no distraerse, a no parecer siquiera distraído. Los jefes eran más que inflexibles: eran absolutamente feroces. Una maldad seguramente proveniente de saberse también ellos esclavos. Ramesh lo sabía bien. Lo sabía no porque otro esclavo se lo hubiese contado. Lo sabía porque él mismo había sido, no mucho tiempo antes, mucho más que un esclavo, mucho más que un capataz, mucho más que un funcionario. Ramesh era el hijo del Faraón.

Claro que Ramesh no era el primogénito. Nunca, por infame que hubiese sido cualquier acto del heredero se lo habría denigrado y convertido en esclavo. Un asesinato era el remedio típico y aceptado. Obviamente el pueblo jamás sabría que fue un asesinato. Oficialmente sería una muerte honrosa: una batalla contra los enemigos del Imperio, por ejemplo. Pero no, él no era el primogénito. Había sido, eso sí, el hijo preferido de su padre, y por ello el más odiado de los innumerables hermanos y hermanas del Señor de las dos Coronas. Y ese fue el comienzo de su caída. Sus maestros se lo habían enseñado cuando él era sólo un pequeño que apenas si se animaba a separarse de los pliegues de la túnica de su madre. Los sabios ancianos le habían enseñado que cuanto más alto se encuentra algo, tanto más frágil es su posición.

Ramesh también amaba a su progenitor. Lo amaba más que todos sus hermanos y todas las esposas del Rey juntos. Pero eso fue en el pasado. Lo amó así hasta aquel fatídico día, el primero de la última inundación. El primero del resto de su vida terrena. El primero del viaje al mundo subterráneo de su madre.

Sus enemigos habían planeado todo cuidadosamente. La llegada de la inundación anual de las tierras aledañas al Gran Río era el día más importante en todo el año y toda la familia real estaría presente en la ceremonia. Ninguno, bajo ningún pretexto excepto la muerte, podía faltar a la cita. Pero su madre no estuvo allí. No estaba muerta... aún no estaba muerta . No pudo ser hallada, por más que los sirvientes y los esclavos buscaran en cuanto sitio podía encontrarse. Pero "ellos" habían hecho las cosas bien.

La ceremonia se realizó de todos modos. Un clima de indecible densidad se podía respirar. Hasta el populacho parecía darse cuenta de que algo no estaba como debía. El aire - regularmente fresco a esa hora de la madrugada - podría haberse cortado con un cuchillo, como las carnes de un difunto en manos de sus embalsamadores. Las luces del nuevo día aparecieron junto con las aguas, que bajaban presurosas y comenzaban a correr por los innumerables canales y acequias, depositando en los prolijos rectángulos de tierra el lodo benefactor, donde pronto se hundirían las semillas que darían sustento a todos durante el próximo año. El acto fue el más breve que Ramesh recordara en sus veinte años de vida. Presurosos, sordamente alterados por los sucesos que todos sospechaban se avecinaban, las márgenes del río y las barcazas ceremoniales fueron dejadas atrás.

Hasta bien entrada la tarde la búsqueda continuó, incansablemente. Cuando el camino de Ra estaba llegando a su fin ese día, los gritos de soldados primero y de capitanes luego, rompieron el silencio de la tarde, como un obelisco inmenso que de pronto se hiciera mil añicos contra la piedra del suelo. El alboroto surgió de las caballerizas reales. Ramesh estaba cerca de allí, en uno de los patios del inmenso palacio. Su padre, rodeado de una treintena de guardias, pasó deprisa a su lado, sin advertir su presencia. Él lo siguió. No debería haberlo hecho. La escena que todos los presentes observaron eran la vívida imagen de la peor pesadilla de la más febril de las mentes.

Sobre unas mantas ricamente bordadas, yacía su madre, impúdicamente desnuda. Pero no estaba sola. A su lado, también sin ropas, podían verse dos cuerpos masculinos. Por su aspecto, eran fácilmente reconocibles: un soldado de la guardia personal del Rey y un esclavo, probablemente etíope por el color de su piel. Ramesh llegó en el preciso momento en que ambos hombres abrían los ojos. Un instante después hizo lo propio su madre. Durante un momento - que pareció durar eternamente - ningún sonido se escuchó en la caballeriza. Luego el desconcierto primero y el terror después se apoderó de los rostros y las gargantas de los tres seres desnudos. Después todo se aceleró hasta el límite: los soldados prendiendo a ambos hombres, su madre tratando de cubrir su cuerpo, el Faraón - con una furia nunca vista antes por nadie - abofeteando a la mujer, tan fuerte que esta rodó por el inmundo suelo, quedando nuevamente expuesta su increíble belleza, increíblemente espantada, los enormes ojos negros más abiertos que nunca, el rostro surcado ahora por hilillos de sangre que surgían de su boca y nariz.

No hubo ninguna oportunidad para los tres supuestos adúlteros. Ninguna piedad posible, ningún perdón, ninguna clemencia. Los hombres fueron castrados públicamente. Para evitar que muriesen rápidamente, se les cauterizó la herida con hierros al rojo vivo. Luego, como exigían las leyes, fueron puestos, atados completamente, en grandes vasijas de barro, se rellenó el espacio libre con estopa, se les arrojó encima una abundante cantidad de resina. Luego, en una espantosa procesión que duró horas, se incendió la resina, que poco a poco fue asando vivos a ambos hombres, hasta que bien entrada la noche ya ningún aullido de dolor más pudo escapar de esas gargantas.

Su madre no corrió mejor suerte. Desnuda como fue hallada en los establos, fue conducida por soldados ante el Sumo Sacerdote. El propio Faraón pronunció la sentencia de muerte.. Fue vestida con ropas regias y joyas preciosísimas. Su rostro fue adornado como el día de su primer encuentro con el Rey, veinte años atrás. El Faraón comenzó entonces la ceremonia del despojo. Le quitó, arrancándolas con furia, cada una de las joyas y vestidos, hasta dejarla nuevamente expuesta a la vista de todos, sin siquiera una mínima gasa que cubriese sus vergüenzas. Un sacerdote la obligó a arrodillarse y rapó sus largos y azabaches cabellos. Se le ataron las manos a la espalda. Se aprisionaron sus pies con tensas cuerdas. Se le envolvió en un saco enorme.

Oculta de la mirada de la chusma - que no por ello ignoraba quién era la persona que conducían en el carro ceremonial - fue llevada hasta una enorme barcaza amarrada en el muelle real. Cuatro soldados y dos sacerdotes llevaron a la condenada sobre el barco. Otros cuatro hombres - esclavos ellos - levantaron una pesada piedra y la colocaron a su lado, en la cubierta de la nave. Las amarras se soltaron. El barco se deslizó lentamente hacia el medio del río sagrado. Una cuerda unió la pesada roca a un extremo del enorme saco. Los soldados arrojaron la piedra al agua, que arrastró su carga viva hacia el lodoso lecho. Nunca, en ningún momento, ni siquiera un quejido escapó de los labios de la mujer. El sol se ocultó. Con las sombras de la noche llegaron también las tinieblas a la vida de Ramesh.

Una vez libres de la única persona que podía defenderlo de las intrigas palaciegas, Ramesh quedó a merced de sus enemigos. El Faraón, abrumado por el pesar y la furia, era ahora una presa fácil de los intrigantes. Bastó una sugerencia apenas susurrada, para hacer caer en desgracia al hijo favorito. El gran Keops veía ahora enemigos por doquier. Era capaz de eliminar uno a uno a todos su familiares, si tenía la más mínima sospecha de traición. Por ello ni siquiera dudó en sentenciar la muerte de su hijo predilecto. Ramesh supo quién era el autor de toda esa desgracia. Mientras era conducido a las mazmorras del palacio, pudo oír claramente la desagradable risotada de su hermano mayor, repetida una y mil veces por los ecos de las galerías y las cámaras de la enorme construcción.

Pero la muerte no era suficiente premio para el heredero, ni suficiente castigo para Ramesh, de modo que el primogénito utilizó toda su influencia y a todos sus acólitos, y secuestró a Ramesh de la cárcel. Lo hizo conducir fuera de la ciudad. Lo despojó de todas las señales y marcas que pudieran identificar a Ramesh como quien era en realidad. Luego lo entregó a un mercader de esclavos, con precisas instrucciones de entregarlo al capataz más cruel y sanguinario de todos los que construían la tumba de su padre.

Ramesh tomó aire nuevamente. Ya no podía llorar, ni por el sufrimiento físico ni por el espiritual. También había aprendido eso. Llorar significaba desperdiciar agua, perder gotas de precioso líquido. Y el llanto fue reemplazado por odio. Un odio que cada día se exacerbaba más y más. Él vengaría a su madre. Él se vengaría a sí mismo. Pero para ello necesitaba sobrevivir.

El sol caía como plomo líquido sobre los hombres. El día estaba más insoportablemente caluroso que nunca antes. Haciendo un esfuerzo más, Ramesh tiró una vez más de la cuerda. Ese era el tramo más pesado: una subida empinada de más de cien varas. Allí siempre se acercaban los grupos de esclavos que tiraban las pesadas rocas. Ramesh respiró otra vez. Un reflejo del sol en la espada de algún soldado lo cegó un momento. Ramesh cerró los ojos un instante. Nunca más los abrió.

Los capataces debieron suspender los trabajos por el resto del día. El maldito accidente había complicado los planes de los arquitectos. Y había sido el peor de todos. Más de ochocientos esclavos muertos, aplastados por los inmensos cubos de piedra y los troncos. Lo peor de todo era que habría más muertos. No era por los esclavos, ni por las piedras. Ni siquiera por la demora en la construcción. Alguien debería pagar por la muerte del heredero del trono de Egipto, muerto por aplastamiento entre dos rocas destinadas a construir la tumba piramidal de su padre, el Gran Keops.