Texto publicado por Germán Marconi
Serie Siete Sangres - Título III - El jardín.
Era esta la última noche del plenilunio. El disco pálido en el firmamento era enorme hoy, casi tan enorme como la enorme ciudad que se derramaba a sus pies, casi tan enorme como su angustia. Y hoy brillaba diferente a otras noches, distinta era la luz a la luz de otros plenilunios. Sí, definitivamente hoy la luminiscencia parecía tener cuerpo, materia, sustancia densa. Definitivamente hoy la luna plagiaba su alma: densa luz por densos pensamientos, enorme presencia del astro por enorme angustia de la mujer.
Se sentó, casi por costumbre, en el magnífico trono marfilino. Al hacerlo, la pálida figura humana semejó fundirse en la piedra tallada exquisitamente. La sombra de algunas palmeras apenas si disimulaba el brillo del oro entretejido en la púrpura del manto. Un poco más allá las ramas retorcidas de una higuera se veían acariciadas por los innumerables brazos de las enredaderas y las pequeñas campanillas azules y blancas le daban el aspecto de una vieja bruja que hubiese pretendido pasar por una doncella ataviada para su consagración al dios. Ataviada para El Rito...
Esa misma noche, apenas el sol sucumbió en las fauces del inmenso desierto, había sido celebrado El Rito. La regia figura femenina se vio sacudida por un escalofrío, tan fuerte que cualquiera que pudiese verla hubiese jurado que sufría de una repentina convulsión. Una vez más pasaron ante sus ojos las imágenes de la ceremonia. Una vez más, la enésima vez. Cerró los ojos, pero la escena seguía allí. No luchó mas. Quizá si dejaba que las imágenes volvieran otra vez, por fin, sería la última.
Las doncellas y los mancebos habían sido elegidos de acuerdo al Rito. Todos lo sabían desde que tenían conciencia, todos lo aceptaban, todos lo respetaban. De ello dependía no sólo el futuro del pueblo, sino que ese futuro fuese , sobre todo, próspero y benevolente. El secreto era respetar, sin la más mínima vacilación, sin el más mínimo error, El Rito.
La última noche del último plenilunio del año, todos los jóvenes - sin distinción de sexo ni casta, de origen o dignidad - habían sido apartados de sus casas y recluidos en el Gran Templo. Cientos, miles de mujeres casi niñas y muchachos aún imberbes fueron alojados - ¿arrojados?, dudó la mujer ahora, una vez más - en el interior de la infinita construcción. Mientras la dueña de la noche iba haciéndose cada vez más delgada, los separados de sus familias cumplían los ritos de purificación necesarios para dar paso al momento más importante de esa reclusión. El primer día en que la luna ocultaba su presencia al mundo que gobernaba, los sacerdotes hacían pasar, uno a uno, a todos los postulantes a la Sala Superior, denominación que sólo los sagrados sacerdotes sabían a qué se debía, ya que para llegar a ella había que avanzar por descendentes escaleras durante un largo tiempo.
Luego de esa noche, doce muchachas y doce jóvenes no volvían a sus camastros con el resto. Nadie preguntaba, nadie miraba los lugares vacíos. El dios había dado su dictamen. Era lo mejor para todos y los afortunados elegidos serían, desde ahora, objeto de veneración. Los que volvían no dejaban de preguntar o de mirar por miedo. Lo hacían por sentirse impuros, inmerecedores del agrado del Supremo. Condenados a una existencia común.
El anochecer del séptimo día de la siguiente luna llena encontró a la ciudad vacía. Ni siquiera los sirvientes del palacio real se encontraban en sus puestos. Sólo los soldados guardaban las puertas de la enorme ciudad. El pueblo, la nobleza, los sacerdotes, los elegidos, todos estaban al pie del Gran Templo. Todos en silencio, todos con los ojos mirando el suelo. Nadie se atrevería a levantar siquiera la mirada: el dios estaba presente. Ni siquiera el viento se atrevía a soplar. Ni una sola mota de polvo flotaba allí. Cuando el último rayo del sol desapareció, el Sumo Sacerdote irguió su cabeza. Sin decir palabra miró a los elegidos. Como si hubiesen sido muñecos en manos de un titiritero, siguieron a la imponente figura , ascendiendo en silencio los doce escalones de oscura piedra. El altar relucía bajo las llamas de las antorchas. El rostro pálido de la reina también.
El trono de la soberana había sido transportado, como desde hacía centurias, desde el salón del tesoro. Hacían falta veinte fuertes hombres para llevarlo hasta su ubicación para El Rito, a los pies del altar. El oro y las piedras relucían como chispazos del sol que acababa de desaparecer detrás del Templo. La soberana tomó la mano del Sumo Sacerdote, que se la extendía en un gesto frío y autoritario. La guió hasta el trono y la reina tomó ubicación en él. El sacerdote le dio la espalda, enfrentó el altar y con una ronca y gutural voz llamó al dios. Las antorchas fueron apagadas instantáneamente, al tiempo que el dios abría sus ojos y de su boca escapaba un rugido profundo, ensordecedor, aterrorizante...
La veintena de jóvenes, sin emitir sonido alguno, fueron ubicándose en el altar. Uno a uno fueron recostándose sobre el ara, despojados ya por otros sacerdotes de sus vestidos, sus cabezas vueltas hacia el dios, de espaldas al Sumo Sacerdote.
La luna, ya alta en el negro lienzo de la noche, hizo escapar un destello de luz en la mano del sacerdote cuando este elevó el brazo sosteniendo un agudo y metálico objeto. Con un alarido similar al de la llamada al dios, hundió el puñal en el pecho del primero de los jóvenes. Una, dos, tres veces cada vez. Tres gritos cada vez...
Veinticuatro corazones aún palpitantes fueron sacados de los cuerpos que alguna vez fueran sus moradas y fueron arrojados a las fauces abiertas del dios. Un instante después de que la última víscera fuese arrojada en las profundidades de su interior, un nuevo rugido flamígero surgió de esa boca infernal. Luego se cerró. Los ojos del dios también se cerraron. Las antorchas fueron encendidas. Ahora el pueblo podía regresar a sus casas. El dios estaba conforme. Habría un año más de prosperidad y buenas conquistas.
El Sumo Sacerdote extendió su mano, ahora bañada en sangre fresca y joven, hacia la reina. La tomó de un brazo y ella lo siguió. Esa noche deberían consumar la finalización de El Rito. Yacerían juntos, luego el la poseería durante toda la noche. Era el dios poseyendo a la tierra, la divinidad imponiéndose a su creación. La soberana siguió al sacerdote hasta la cámara donde se realizaría el acto final de la ceremonia. Nadie más que ellos dos entrarían. Nadie más que ellos dos serían los habitantes del Templo esa noche, exceptuando al dios.
El sacerdote apagó la única antorcha que daba luz al recinto. La reina ya estaba recostada en el lecho. Sin decir palabra alguna, él se despojó de sus vestiduras, se dirigió al lecho, se sentó en el borde y se dispuso a concluir con sus obligaciones. Nunca lo hizo. Un frío más frío que el de las noches del desierto atravesó su cuerpo. Una, dos, tres veces. Una dos , tres veces más. Una, dos, tres...una, dos, tres...una dos tres...
La reina apenas se movió en su trono de marfil. Miró por entre la maraña de plantas y flores a su alrededor. Todo lo que podía verse era obra suya: los puentes sobre el río, los palacios, las calles, los mercados, el puerto, los muelles, los almacenes, los corrales, las casas, el Gran Templo, el Palacio Real... Todo, absolutamente todo era obra de su genio. No había un solo ladrillo que allí hubiese que no fuera obra suya. Incluso los jardines. Sí, su obra terrena más magnífica también era suya. Sus amados jardines. Las cientos de terrazas, con miles de flores y plantas traídas desde todos los confines del mundo, las fuentes y riachuelos...todo, absolutamente todo era obra suya.
Pero ya no importaba. La única obra que deseaba tener cerca ahora yacía sobre el altar del Templo. Su único hijo, vaciado por el hambre de sangre de un dios impío le había sido arrebatado. Pero ella había matado al dios. Una, dos, tres veces. Una, dos, tres veces más. Infinitas veces...
Semíramis cerró los ojos. Luego cerró su alma. Un momento después su corazón dejó de latir. En un recinto secreto del templo una masa sanguinolenta que una vez fue un hombre comenzaba a pudrirse. Babilonia comenzaba a morir.