Texto publicado por Germán Marconi
Serie Siete Sangres - Título IV - El promontorio.
Epineo secó con el brazo el sudor que corría por su rostro, curtido ya por el sol y el aire marino que le daba a su figura un aspecto adulto, aunque aún no había cumplido los 18 años. Se irguió, tratando de dar a su musculoso cuerpo un descanso de la incómoda posición a que lo obligaba su tarea. El muchacho dejó a un lado el martillo y el cincel que le servían para tornear la pétrea masa de mármol, que lentamente tomaba la forma de capitel, bajo las hábiles manos del joven artesano. Respiró profundamente, girando la cabeza para encontrarse con el inefable espectáculo que brindaba el carro de Helios hundiéndose lentamente tras elos dominios de Poseidón. El aire cálido de esa tarde de verano sopló de repente, levantando en oleadas exquisitas los largos y ensortijados cabellos del muchacho. Sorbió con fruición esa brisa bienhechora una vez más, y cuando se disponía a reiniciar su labor, sonó el cuerno del capataz, indicando el fin de la jornada.
Luego de acomodar sus herramientas en el pequeño costal, bajó del promontorio junto a sus camaradas, hacia el campamento al pie de la obra. El sol derramaba sus últimos lengüetazos de fuego sobre el mar, como si se resistiese a abandonar a la tierra y a sus criaturas. Eran ahora, de a poco, las llamaradas de las hogueras las que iluminaban con resplandores fantasmagóricos la inmensa estructura que iba quedando vacía de seres vivos, dejando el sitio a merced de los espíritus nocturnos.
Cuando el último rayo de luz natural se hubo esfumado y en las fogatas crepitaban las carnes de los borregos que saciarían los estómagos de los hombres, Epineo se dirigió con paso decidido, aunque lentamente, hacia el mar. Bajaba las rocosas soledades ágilmente, decidido a llegar presto a la costa. Logrado su cometido, descalzó sus fuertes pies y desató la corta túnica que le cubría, dejándola caer sin mayor cuidado a sus pies. Caminó entonces, muy lento, hasta sentir en sus piernas la fresca caricia del agua. Se adentró más aún, hasta que sólo se podía ver la mitad de su cuerpo. Dio entonces algunas brazadas, sumergiéndose por completo en el salobre líquido, despejándose de los restos de polvo adherido a la piel durante el día. Permaneció allí unos momentos más, observando a lo lejos la miríada de luces del campamento y oyendo apenas como un murmullo las voces y risas de los hombres. Percibió a contraluz una sombra en la playa y salió, resuelto, del dominio del dios del mar.
Recogió sus prendas, recorriendo a paso firme la corta distancia que lo separaba del peñasco más cercano, lo circundó con seguridad, pese a la obscuridad y se adentró resueltamente en la pequeña gruta, abierta por los eternos embates de las olas contra la piedra. Sus pies tocaron la gruesa estera extendida sobre el piso del lugar, dejó caer sus ropas a un lado y extendió los brazos. El gesto fue respondido por otros brazos, cálidos y suaves, hasta que el abrazo unió los cuerpos y el beso unió el deseo. Nada se interponía entre una piel y la otra, nada podía interponerse entre ambas pasiones. Un fragor de caricias entibió el aire de la cueva, mientras los suaves jadeos ponían música a la maravillosa danza que se iniciaba.
Los cuerpos se deslizaron hacia abajo, mientras entrecortadas palabras de amor y pasión apenas si podían escapar de entre los ávidos labios, que iban dejando sus húmedas huellas en el rostro, el cuello, el pecho de ambos. La virilidad joven e impetuosa encontró la ardiente prisión que también lo ansiaba, que deseaba apoderarse del inexperto prisionero. Un gemido más intenso escapó entonces de los labios de los dos amantes, haciéndose más prolongado y febril conforme el combate se tornaba más impetuoso, hasta que se derramó, en un éxtasis final, el cántaro de la pasión en la fuente del amor.. Sin liberar aún a su prisionero, la mujer dejó que su cuerpo se derramara sobre el del muchacho, mezclando su respiración agitada a la de él, en los últimos estertores del encuentro.
Extendió su mano un poco, hasta encontrar el zurrón que había dejado al llegar. Rebuscó en su interior, sacando un fresco racimo de uvas recién cosechadas. Acercó el racimo a la boca de su amante, mordiendo ella también los turgentes frutos. Nada se decían, sólo intercalaban mordiscos a las frutas y besos a los labios, mientras la brisa del mar refrescaba los ardores de los cuerpos. Terminado el disfrute de las uvas, sólo quedaron los besos, las manos, las piernas, los cuerpos. El combate amoroso arreció enseguida, y esa noche, por tres veces, Afrodita fue honrada, por tres veces la diosa brindó su bendición a los mortales de la gruta junto al mar. Y por tres veces, dioses y mortales, bebieron ambrosía, en el Olimpo los unos y en la Caria los otros.
A la hora en que las fogatas se extinguían y los hombres dejaban al sueño apoderarse de ellos, nadie extrañó a Epineo. Raras veces un hombre dormía en el mismo sitio y junto a los mismos compañeros dos noches seguidas. A esa misma hora, o un poco más tarde quizás, la mujer deslizaba otra vez su mano hacia el morral. Una vez más rebuscó dentro y una vez más halló lo que buscaba. La luna bañaba mar y la tierra, enorme, blanca como el blanco mármol de la tumba que se alzaba enorme y fría. Una suave pátina de luz bañaba ahora el rostro perfecto del joven, que yacía somnoliento, satisfecho por ser ahora sí, al fin, un hombre. Y nada le importaba la prohibida causa y destino de sus amores.
Un beso cálido, trémulo y lánguido lo rescató del sopor. Mientras lo besaba, la mujer aferró con fuerza algo en su mano, mientras prometía al joven que sólo sería para ella, que no permitiría que otra estuviese nunca en su lugar. Un pálido destello brotó de su mano y acto seguido el frío metal penetró el pecho del muchacho, en tanto la boca de la mujer ahogaba la queja inútil del amante, que sorbió su último aliento del aliento de quien se lo quitaba.
A lo lejos, sobre el mar distante, densos nubarrones se agolpaban y el aire se agitó de repente. La mujer abandonó la cueva, dirigiéndose rauda hacia el campamento. Sorteó a los guardias, se deslizó sigilosamente por las impolutas escalinatas del monumento en ciernes. Trepó sin descanso por los andamios, hasta llegar al sitio más alto de la construcción aún inconclusa. Desde allí, erguida frente al viento que ahora azotaba con fuerza el lugar, gritó con desesperación el nombre de su amado, mientras se arrojaba al vacío. Un inmenso relámpago iluminó de pronto toda el área, y un rayo feroz desgarró el cielo, como salido de la propia mano del padre de todos los dioses. El cielo bramó y el mar y la tierra se estremecieron.
La tempestad arremetió contra la tierra y contra el mar. Las aguas embravecidas invadieron la playa, embistieron contra las rocas, inundaron la cueva del amor y la muerte. Mientras las hijas de Poseidón tomaban el exánime cuerpo y lo deslizaban hacia el fondo de las posesiones del dios, una columna enorme caía como una lápida sobre los restos de la amante asesina.
Nadie pudo jamás explicarse el incomprensible final de la esposa del arquitecto de la tumba del rey Mausolo. Nadie tampoco encontró explicación a la desaparición sin rastros del sobrino de la muerta. Y, cual enigma de la Esfinge, nadie hubiese podido explicar cómo en el escudo de la estatua del rey aparecieron los rostros de los amantes, sin que nadie los hubiese tallado.