Texto publicado por Isabel Blanco
¡Mi Familia ha llegado!
Mi esposa y yo estábamos sentados a la mesa, los dos solos. En ese instante, no sé ni como, vinieron a mi mente recuerdos de mis padres.
Cuando era joven, durante las fiestas navideñas, tenía un montón de invitaciones para asistir a cenas y fiestas con mis amigos y aunque en casa también teníamos cenas especiales, yo siempre prefería asistir a esas reuniones con mis amigos en lugar de pasar la velada con mi familia.
Mi padre, siempre quiso que toda la familia, al menos el día de Navidad, estuviéramos juntos y por eso siempre nos decía, que dividiéramos las fechas. Que los que ya estaban casados, pasaran la fiesta del Año Nuevo en casa de sus suegros y que los solteros, la pasáramos con los amigos.
Lo único que nos pedía era que la Navidad la pasáramos con él y con mi madre.
¡Nunca le pudimos cumplir!
Mis hermanos ya casados, nunca pudieron. Siempre alegaron que la casa de mis padres estaba muy lejos de sus domicilios, que hacia mucho frío, que había nevado, en fin, siempre excusas.
Los solteros, siempre preferimos salir con los amigos para bailar, divertirnos y beber. ¡Siempre preferimos estar con otras personas, antes que con nuestros padres!
Nuestras atenciones y afectos siempre fueron para otras personas.
Una noche de diciembre, mi hermano mayor nos convocó a todos los demás, para hacernos saber, que deberíamos pasar más tiempo con nuestros padres, ya que nunca después de haberse casado los mayores, habíamos pasado una Navidad todos juntos.
Ahora con el tiempo, me doy cuenta que mi hermano estaba pasando por lo mismo que mis padres, ya que sus hijos mayores, empezaban a pasar estas fechas con sus amigos y él y su esposa se encontraron solos en Navidad. Todos estuvimos de acuerdo en que pasaríamos la Navidad, en casa de mis padres.
Al enterarse mis padres se pusieron muy felices. Mi padre le dijo a mi madre, que preparara una gran cena. En la casa todo era felicidad.
Mi padre se acercó y me dijo: –Estoy muy feliz hijo, porque por fin voy a tener a todos sentados en la mesa de nuestra casa, como cuando eran pequeños. Quiero ver a mi hijo el mayor sentado a mi derecha y a ti a mi izquierda por ser el más pequeño.
Tu madre estará en el extremo opuesto junto a tus hermanas. Estaba tan feliz y emocionado que me dio un abrazo tan lleno de amor que casi se me saltan las lágrimas.
Todo estaba listo. Eran las 19 horas y les dije a mis padres: –Voy a salir un momento para comunicarles a mis amigos que no pasaría Navidad con ellos, sino con mi familia.
Mi padre dijo: –Haces bien hijo, para que no te estén esperando y me dio una palmada en el hombro, mientras sonreía.
Cuando salí me esperaban dos de mis amigos a los que les comenté que me quedaría con mis padres, pero ellos insistieron en que por lo menos brindara con ellos, para que sintieran que yo estaba allí con ellos. Pero el brindis se fue alargando hasta casi la media noche. Todo el tiempo pensaba que mis hermanos y hermanas ya estarían en casa junto a mis padres, esperándome para empezar.
Por fin con un fuerte sentimiento de culpa por no haberme ido de inmediato, me retiré sin despedirme de mis amigos. Presentía que recibiría algún reproche por parte de mis hermanos y que todos estarían enojados conmigo.
Cuando iba acercándome a casa, me di cuenta que no oía voces, ni cantos, ni risas de parte de mi familia, pensé que por estar fría la noche se encontrarían en el interior de la casa con mis padres, así que entré por la puerta intentando ser discreto, pensando que si me preguntaban les diría que me había quedado dormido.
Cuando abrí la puerta no oí ningún ruido, sólo escuché la conversación de mi padre con una voz quebrada por el llanto diciéndole a mi madre: –No vino nadie, ni siquiera el menor de nuestros hijos que vive con nosotros, está aquí.
¿Qué hemos hecho con nuestros hijos que no quieren pasar con nosotros una noche tan especial? Somos sus padres, esta casa la construimos para ellos con todo nuestro amor, esfuerzo y trabajo. ¿Por qué no nos pueden dedicar un día? Si nosotros les dedicamos toda nuestra vida.
Se oía mucha tristeza en sus palabras, en ese momento no tuve valor suficiente para acercarme.
Seguí oyendo a mi madre que le contestó con unas palabras que aún retumban en mis oídos:
–No te preocupes, los padres tenemos que entender que sólo estamos en el pensamiento de nuestros hijos cuando son pequeños. Pero cuando crecen, ese pensamiento lo ocupan en otras cosas, como el colegio, sus tareas, la diversión, sus amigos, las fiestas y después en el noviazgo, el trabajo, la esposa y sus propios hijos.
Sus ocupaciones y preocupaciones son otras y nosotros no somos parte de ellas. Quédate tranquilo, todo lo que hicimos y les dimos fue por amor. ¿Tú crees que van a preferir pasar la noche de Navidad con un par de viejos que ya no pueden bailar, que ya no tienen gracia ni para hacerles reír y que se quejan por todo? ¡Anda, anímate…! ¡Mira, voy a poner los diez platos sobre la mesa y a medida que vayan llegando les iremos sirviendo!… ¡Quieres ayudarme?
Sentí un enorme nudo en la garganta que no me dejaba respirar, me sentí tan desagradecido, tan mal hijo, tan avergonzado, ¿Cuánto tiempo le he dedicado a otras personas y actividades nada importantes comparadas con mis padres? ¿Cuántas veces he dejado de abrazarlos, besarlos y decirles cuanto les amo?
Salí de donde estaba y abracé a mi padre y le pedí perdón, luego fui con mi madre, le besé sus manos y me arrodillé, ella me acariciaba los cabellos mientras mi padre se secaba las lágrimas y dándome la mano me sentó a su derecha y dijo: –No es necesario que estén todos, uno solo representa a los demás. «Vieja», sirve la cena. ¡Que nuestra familia ha llegado!
Hoy mis hijos no están conmigo y en mi mesa están los dos platos servidos, en cuanto llegue alguno, tan solo uno, entonces mi familia habrá llegado.
«Aprovecha a tus padres en vida. No los descuides, por lo menos no dejes de estar con ellos y
poder abrazarlos y decirles que les amas y agradéceles por todo lo que han hecho por ti.