Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

La catacumba: cuento.

LA CATACUMBA

Estoy relatando esta historia tal como me fue contada. Imaginen si
pueden un autocar efectuando la visita de la isla de Sicilia a mediados
de agosto, transportando un par de docenas de turistas ingleses de
vacaciones, ansiosos de inspeccionar los lugares habituales de
interés... Palermo en dos días, Agrigento en otros dos, Siracusa
mereciendo sólo uno, un viaje en telesilla hasta la cima del Etna, y
luego de vuelta a casa. El tipo de gente que uno encuentra en tales
viajes es invariablemente el mismo: cierto número de maestros de
escuela, serias parejas de jubilados, padres que han traído
equivocadamente a sus hijos y están empezando a preguntarse por qué no
se han ahorrado problemas yendo simplemente a la playa, y un puñado de
personas solas sin ningún lazo aparente. Además, su comportamiento es
siempre el mismo: algunos pasan todo el tiempo gruñendo sobre la calidad
de los hoteles y la comida, los jóvenes se preguntan por qué no hay
chicas jóvenes y atractivas disponibles en el viaje, los niños se
aburren, y los maestros de escuela cargan por todos lados con sus mapas
y sus guías y toman muchas fotos. Otros no parecen mostrar el menor
interés por los lugares históricos y pasan todo su tiempo sentados en el
café más próximo o comprando los recuerdos más horribles y variados.
Ese autocar en particular era uno de los típicos, creo. Entre sus
miembros había un tal señor Pearsall, un tranquilo y solitario hombre de
mediana edad de apariencia vagamente erudita. Había gozado del viaje
turístico y se había mostrado convenientemente impresionado por los
templos griegos de Agrigento y los mosaicos de la gran catedral de
Monreale, pero no había conseguido hacer amistad con ninguno de los
demás pasajeros, y como las vacaciones estaban a un par de días de su
término empezaba a considerar el regreso a casa. En consecuencia, se
mostró ligeramente irritado cuando la vieja señora Tavistock, en la
parte de atrás del autocar, empezó a quejarse de dolores en el estómago.
No había dejado de quejarse en todo el viaje, pero ahora parecía
realmente enferma, lo que dio como resultado que Giuliano, el guía,
pidiera al conductor que se detuviera en el primer pueblo a fin de
buscar un doctor.
El primer pueblo resultó ser un conjunto de casas que ni siquiera estaba
señalizado en los mapas, apiñadas debajo de un enorme farallón, sin
ningún rasgo característico que permitiera distinguirlo de cualquiera de
los otros cincuenta pequeños pueblos por los que habían cruzado a lo
largo de su camino. Allí Giuliano fue en busca de un médico, dejando a
sus turistas medio adormilados, leyendo ociosamente sus libros o
charlando de cosas inconcretas. Era la media tarde, y el sol caía con
fuerza. Todos los sicilianos sensatos estaban dentro de sus casas
durmiendo la siesta. Todos los postigos de las ventanas estaban
cerrados, y no se veía ni un alma en la calle.
Al cabo de un rato regresó Giuliano, lamentando informarles que iban a
tener que esperar al menos una hora antes de que la señora Tavistock
pudiera recibir atención y ellos pudieran continuar. Mientras tanto,
podían salir y estirar las piernas, aunque era difícil que hallaran algo
abierto. El autocar haría sonar el claxon para llamarles de vuelta
cuando llegara el momento. En este punto se enzarzó en una animada
conversación en italiano con Umberto, el conductor, que hizo varios
gestos enfáticos, resultado de los cuales fue una información no
demasiado alentadora. La gente del lugar, dijo Giuliano, no era muy
sociable precisamente, de modo que los turistas no iban a encontrar
muchas facilidades. Los autocares normalmente no se paraban nunca allí,
y no tenía el menor objeto visitar el pueblo; realmente, no tema nada
que ofrecer. Expresó de nuevo su consternación y habló unas cuantas
palabras más con Umberto. El conocimiento del italiano del señor
Pearsall no era demasiado grande, pero creyó captar que «no es probable
que surjan complicaciones si van todos juntos».
Sin embargo, el señor Pearsall no tenía la menor intención de permanecer
con los demás mientras se quedaban parados sin saber qué hacer. Había
vislumbrado una iglesia en la parte de debajo de una calle lateral
cuando penetraban en el pueblo, le pareció antigua y sorprendentemente
grande para un lugar tan insignificante, y pensó que quizá valdría la
pena efectuar una visita de exploración. Las «complicaciones» que
Giuliano había mencionado (suponiendo que lo hubiera comprendido bien)
podían interpretarse como ladrones. Les había advertido que tuvieran
cuidado con los tirones de bolsos en las grandes ciudades, pero era muy
poco probable que bandas de asaltantes se molestaran en patrullar un
pueblo donde los turistas no se paraban nunca. Las calles aparecían
absolutamente desiertas. Además, el señor Pearsall aún estaba en buena
forma, e imaginaba que podía defender sus pertenencias contra cualquier
tipo de ratero; o, en el peor de los casos, echar a correr lo
suficientemente rápido como para librarse de él. Así pues, agarrando su
cámara, comunicó su pretendido destino a otro pasajero (que no demostró
ni la más pequeña inclinación a acompañarle) y partió decidido.
Las calles laterales del pueblo eran muy estrechas y ascendían en
pronunciada pendiente la colina hacia el imponente farallón que lo
dominaba desde arriba. Algunas de ellas tenían gradas. El señor Pearsall
se preguntó si no sería claustrofóbico vivir bajo aquella gran sombra
negra, y también especuló acerca de si el pueblo no habría sufrido nunca
daños por la caída de rocas. Tras un par de vueltas por calles sin
salida, desembocó en una pequeña placita pavimentada con guijarros, y
tan desprovista de gente como el resto del pueblo, que daba paso a la
iglesia. Una mirada al sol le indicó que estaba acercándose a ella por
su lado oeste: la esquina meridional casi tocaba la base del farallón.
Debido a que tenía exactamente el mismo color y textura que aquella
imponente masa, la iglesia daba la inquietante impresión de haber sido
tallada, por la mano de un gigante, de un solo bloque de la enorme roca.
Su primera sensación, nos dijo el señor Pearsall, fue de gran vejez y
ruina general. La iglesia parecía mucho más vieja que los templos
dóricos de Agrigento que habían admirado aquella misma semana, aunque su
intelecto le decía que aquél no podía ser el caso. Supuso que debía
tratarse de un edificio normando, aunque posiblemente erigido sobre unos
cimientos aún más viejos: árabes o incluso romanos. El estilo era sin
embargo lo suficientemente típico, aunque más bien fuera de
proporciones. Dos achaparradas y pesadas torres, con muy pocas ventanas
(y además muy pequeñas), flanqueaban un pórtico de tres amplios arcos
puntiagudos. La escasa decoración que pudo existir en algún momento
allí, apenas era ahora discernible. Parecía como si en su época hubiese
habido frescos en el interior del pórtico, pero ahora el enlucido estaba
terriblemente cuarteado, y en algunos lugares había caído por completo.
Sólo unas pocas e imprecisas siluetas de figuras humanas
-presumiblemente santos- podían descubrirse aún. Había una gran puerta
de madera, deteriorada y carcomida, con paneles tallados en lo que en su
tiempo habían sido recargados esquemas abstractos. Influencia morisca,
se dijo a sí mismo el señor Pearsall, y empujó la puerta. Estaba cerrada.
Aquello era predecible bajo cualquier circunstancia, pero aun así
irritante. El señor Pearsall retrocedió hasta la plaza para tomar una
foto, y luego miró su reloj. Apenas habían pasado quince minutos desde
que abandonara el autocar y aún quedaba mucho tiempo que matar. El día
era más caluroso que nunca, y si había algunas tiendas en aquella plaza
olvidada de Dios, todas estaban resueltamente cerradas. Decidió dar la
vuelta a la iglesia, a falta de otra cosa que hacer. Además, durante
parte del recorrido estaría en la sombra, donde haría más fresco. Sin
gran entusiasmo, inició el camino. Era un hombre de temperamento
tranquilo, pero si había algo que le irritaba era encontrarse de pronto
sin nada que hacer cuando había confiado en estar ocupado.
A lo largo del lado sur, las cerradas casas estaban situadas tan cerca
de la iglesia que la calle más bien parecía un túnel. No había avanzado
gran cosa cuando observó una pequeña puerta lateral. No debe
sorprendernos que intentara abrirla. Para su gran alegría, descubrió que
no estaba cerrada con llave. Sorprendido ante su buena suerte, y
felicitándose por su persistencia, penetró en el interior.
Al principio no vio nada, tan oscuro estaba después del fuerte
resplandor del sol de la tarde allá afuera. Muy pronto, los ojos del
señor Pearsall se acostumbraron a la penumbra y fue capaz de mirar a su
alrededor. Inmediatamente supo que su paseo había sido provechoso. Con
su metódica costumbre, empezó a clasificar cuanto podía ver. Una larga y
alta nave, con pequeñas naves laterales a ambos lados. Claramente, otra
iglesia normanda, con los puntiagudos arcos aprendidos de los árabes.
Pero, a diferencia de algunas de las otras que había visto en sus
visitas, aquella no había sido reformada durante el período barroco. No
se veía ninguna pilastra corintia. Los capiteles de las columnas
parecían una masa de grotesca talla, aunque estaban tan sucios de un
espeso tizne que no podían distinguirse claramente. Por supuesto, todo
el interior estaba muy sucio; los bancos llenos de polvo y las velas tan
descoloridas que parecía como si no hubieran sido encendidas en años.
Sin lugar a dudas, no esperaban visitantes, puesto que no había guía
alguno para la visita ni postales visibles por ningún lado.
Entonces el señor Pearsall vio los mosaicos. Había sido iniciado ya en
las maravillas que los normandos habían legado a Sicilia al respecto,
con muestras tan asombrosas como las de la catedral de Monreale y la
Capilla Palatina en Palermo, pero, pese a ello, los ejemplos de aquel
arte desplegados en aquel lugar apartado le hicieron perder el aliento.
Allí, algún anónimo artesano del siglo XII había tomado el estilo
bizantino y lo había interpretado con un vigor y un álito propios. Una
verdadera biblia popular de sorprendente fuerza cubría las paredes. El
señor Pearsall olvidó por completo el paso del tiempo mientras seguía
aquellos tesoros. Allí estaba la creación del mundo en una secuencia de
siete cuadros, y allí estaban Adán y Eva tentados por la serpiente y
expulsados del Paraíso. Seguían más escenas: Caín asesinando a Abel, la
construcción del Arca, la embriaguez de Noé, la Torre de Babel, Abraham
y la destrucción de las Ciudades de la Llanura, el sacrificio de Isaac;
y así muchas más, cada una más sorprendente que la anterior.
Resultaba extraño, pensó el señor Pearsall mientras avanzaba de escena
en escena lleno de maravilla y admiración, que los habitantes de aquel
pueblo desanimaran a los turistas. Allí tenían algunos de los mosaicos
más excelentes de la isla, si no de toda Italia, y sin embargo dejaban
que fueran deteriorándose lejos de la vista, en una sucia iglesia
cerrada. Solamente con un poco de iniciativa y energía por parte de las
autoridades del pueblo, era seguro que los visitantes acudirían en
tromba para ver tales maravillas. ¿Qué tenían en contra de los turistas?
Seguro que en el lugar había suficientes propietarios de cafés en
perspectiva y vendedores de recuerdos como para insistir en que se
hiciera algo. ¿Por qué la iglesia no se mencionaba en ninguna de las
guías turísticas que tan asiduamente había leído antes de iniciar el
viaje? Tales eran los pensamientos que cruzaron la mente del señor
Pearsall, pero al cabo de un rato empezó a sufrir otras dudas.
Se le hizo evidente que, aunque el artista poseía un gran vigor natural,
era la plasmación del mal lo que más atraía lo mejor de su arte. La
serpiente en el Jardín del Edén, por ejemplo, poseía un rostro humano
que exhibía una siniestra y seductora mirada de soslayo. En la historia
de Caín y Abel, no había la menor duda de que era Caín quien
representaba al héroe: Abel, mientras yacía impotente en el suelo, era
un simple y desventurado bobalicón, mientras que su asesino, de pie
sobre él con una espada alzada para hendirle el cráneo, estaba lleno de
potencia salvaje. En Babel, los soldados del rey Nimrod parecían meros
autómatas sin voluntad. Por su parte, el cuadro de Saúl y la bruja de
Endor estaba situado en el extremo más oscuro de la iglesia, quizá
deliberadamente, cubierto de telarañas. Tras examinarlo de cerca, el
señor Pearsall casi se alegró de ello, porque dentro de la cueva de la
bruja había algunas desagradables formas no humanas que quizá hubiera
sido mejor no exponerlas a la vista.
«Quizás el artista era un maniqueo -se dijo el señor Pearsall-, un
cátaro o un albigense. (¿O son todos lo mismo? ¿He tomado bien las
fechas?), más convencido de la existencia del mal que de la del bien.
Quizá sus mosaicos fueron condenados por heréticos. Pero, en ese caso,
¿por qué no fueron destruidos, en vez de mantener cerrada la iglesia? Me
pregunto qué habrá hecho con el Nuevo Testamento...»
Aquellos mosaicos aún le resultaron más turbadores. El señor Pearsall no
pudo descubrir una Anunciación, ni siquiera una Natividad, pero había
una horriblemente realista Matanza de los Inocentes, en la cual se
representaba un amplio número de ingeniosos y repugnantes medios para
asesinar niños, mientras el rey Heredes permanecía sentado en su trono,
contemplando la carnicería y riendo. El retrato de Judas recibiendo sus
treinta monedas de plata por parte de Caifas hubiera sido considerado
una obra maestra de todos los tiempos, de no haber sido tan
absolutamente desagradable. Y así seguía... a través de varios
detestables retratos de gente poseída por los demonios, a través de las
historias de Simón Mago y Ananías, los cuales eran de nuevo la más viva
caracterización de sus respectivas escenas, hasta el aterrador cuadro de
los Cuatro Jinetes del Apocalipsis.
En ese momento, el señor Pearsall no sólo estaba claramente trastornado
por los mosaicos, sino que empezaba a sentirse francamente mal. Al
principio la iglesia estaba en completo silencio, pero ahora parecía
llena de pequeños ruidos incapaces de localizar. Sus pasos resonaban una
y otra vez en un largo decrescendo, pero parecía como si les
respondiesen extraños roces y crujidos. Sin duda eran los sonidos
normales de la vida roedora, o de una madera envejecida al inicio de su
penosa muerte, pero cuando, como el señor Pearsall, uno se encuentra
solo en una antigua iglesia en medio de un pueblo extraño, donde ni
siquiera un solo habitante ha mostrado aún su rostro y donde además uno
está rodeado por las más inquietantes ilustraciones del mal bíblico,
tales explicaciones racionales pierden inevitablemente fuerza. Una o dos
veces contuvo el aliento y permaneció completamente inmóvil para ver si
los ruidos continuaban. No sólo por eso, sino que además tema la
creciente sensación de que estaba siendo observado. Probablemente sólo
eran los rostros de los mosaicos los que le provocaban aquello, pero en
más de una ocasión pensó que había visto un movimiento exactamente en su
ángulo de visión. Alarmado, dio media vuelta sólo para descubrir que no
había nada.
Finalmente llegó ante una Virgen María que no sólo estaba desprovista de
la habitual serenidad, sino que además poseía la voluptuosidad de un
vampiro. Tan sorprendente era su expresión, que por un momento pensó que
debía tratarse de una representación de la Prostituta Escarlata de
Babilonia, pero no, tenía la postura y las ropas habituales de la
Virgen. Además, en sus brazos estaba el niño Jesús, un horrible pequeño
con una untuosa y mojigata sonrisa que hizo pensar al señor Pearsall en
el saciado apetito hacia algo perverso. Se estremeció y sintió una
sensación de tan agudo desagrado que por un momento olvidó completamente
los ruidos.
Durante todo aquel tiempo había evitado mirar hacia el lado este,
procurando reservar para el final la visión de lo que siempre era la
gloria de las iglesias sicilianas: la gran figura de Cristo en el ábside
encima del altar. Incapaz de contenerse por más tiempo, volvió su mirada
en aquella dirección.
Por supuesto, era una obra maestra, pese a la suciedad y a las telarañas
que lo envolvían. Como es costumbre, la imagen representaba la cabeza y
los hombros de Cristo, vestido de rojo y azul, el brazo derecho
levantado para dar la bendición, el izquierdo sosteniendo un libro
abierto escrito en griego. El tratamiento dado por el desconocido
artista era maravilloso, pero la expresión en el rostro de Cristo
únicamente podía calificarse de horrible: una maligna sonrisa de
desprecio, la mirada muy penetrante. El señor Pearsall no sabía griego,
pero sospechó que las palabras escritas en la página abierta del libro
no eran ningún texto normal de las escrituras. Y la mano derecha... ¿Era
el gesto habitual de bendición? ¿O el primero y último dedos estaban
erguidos con... el conocido gesto de los cuernos del diablo?
«Ésta es una iglesia blasfema -se dijo el señor Pearsall a sí mismo-.
Los mosaicos pueden ser excelentes, pero también son terribles. Algún
obispo, quizá incluso el Papa, los condenó e hizo que la iglesia fuera
cerrada. Ni siquiera la gente del pueblo querrá hablar de ellos porque
sigue siendo gente muy religiosa, ni dejará que los turistas entren en
ella. En realidad, esos cuadros son capaces de provocar pesadillas a
cualquiera. Bien, me alegro de haberlos visto, pero éste no es un lugar
agradable para visitar solo.»
Miró a su reloj, y casi se sintió aliviado al descubrir que su hora
había prácticamente expirado. Eso le dio una excusa para marcharse sin
explorar el resto de la iglesia. Con paso rápido, que cualquier
observador imparcial hubiera dicho que estaba peligrosamente cerca de
una carrera motivada por el pánico, volvió a la puerta del lado sur por
donde había entrado.
Estaba cerrada.
Durante un rato, el señor Pearsall luchó con la puerta de forma más bien
fútil, sacudiéndola, girando a un lado y a otro la manija metálica,
intentando averiguar si se había quedado trabada con algo, pero
enteramente incapaz de conseguir algún resultado. Golpeó la puerta con
la palma de las manos y le dio patadas, con lo que un gran estruendo
resonó formando múltiples ecos por toda la iglesia, parecidos a una
salva de cañonazos, y hasta el día de hoy jura que desde algún lugar le
llegó como respuesta una especie de siniestra risita.
Con un considerable esfuerzo, logró tranquilizarse.
«Eso es estúpido -se dijo a sí mismo-. Probablemente se trata de algún
vigilante que olvidó cerrar la iglesia antes de la siesta, y sólo se dio
cuenta de su error cuando despertó. Debe de ser un hombre muy estúpido o
descuidado, de lo contrario hubiese mirado para comprobar si había
alguien dentro.»
De todos modos, no deseaba volver a golpear de nuevo la puerta y obtener
aquel horrible eco, así que decidió buscar otra puerta que pudiera estar
abierta. La lógica le sugería que debía haber una en el lado norte,
quizá abriéndose a un claustro o algo parecido. Cruzó la nave con una
cierta ansiedad nerviosa (y evitando cuidadosamente mirar la blasfema
figura del Cristo, aunque podía sentir la cruel mirada clavada en él con
una fuerza casi tangible) y fue en su busca.
Por supuesto, existía una puerta en el ángulo de la nave lateral norte,
y no estaba cerrada, aunque daba la sensación de que hacía mucho tiempo
que no había sido abierta. Necesitó desarrollar una gran fuerza para
hacerla girar. Chirrió horriblemente mientras se abría hacia dentro,
dejando escapar una lluvia de polvo, y un peculiar olor a moho se
expandió por el aire. El señor Pearsall se encontró ante un tramo de
gastados peldaños de piedra que descendían hacia la oscuridad.
Aquello no parecía en absoluto una salida. De hecho, el olor sugería que
la cámara inferior, fuera lo que fuese, estaba completamente aislada del
aire exterior, y así había estado durante mucho tiempo. Era un camino
nada prometedor para alguien que deseaba abandonar el edificio, e
incluso hoy el señor Pearsall no ha sido nunca capaz de proporcionar una
explicación satisfactoria del porqué decidió descender aquellos
peldaños. Ya era tarde, y después del turbador efecto de los mosaicos,
la mayor parte de su celo explorador se había evaporado. Sin embargo, no
conseguía resistir la atracción de aquel umbral. Más tarde se preguntó
si realmente había poseído un completo control de sus movimientos. Todo
aquel lugar tenía un aire claramente siniestro; pese a todo, empujó la
puerta hasta abrirla por completo y dio sus primeros pasos tentativos
hacia la descendente oscuridad.
La escalera era larga y curiosamente húmeda pese a la sequedad del
clima. Muy pronto, todo rastro de luz procedente del cuerpo principal de
la iglesia (que le había parecido tan tenebrosa cuando entró)
desapareció, viéndose obligado a sacar el encendedor de su bolsillo y
avanzar a la luz de la oscilante llama. Giró un recodo bajo un
amenazante arco de piedra sin desbastar, descendió una rampa, y se quedó
con la boca abierta ante la visión.
Era una catacumba. Un largo corredor se abría ante él, con pasadizos
laterales a ambos lados. Quizá cubría toda el área bajo la nave. Y
estaba habitada. Una larga hilera doble de formas humanas se alineaba en
cada pasadizo. Todas las clases y edades tenían sus representantes allí:
hombres, mujeres y niños, monjes y guerreros, eruditos y damas
encopetadas. Todos vestidos con ropas que en su tiempo debieron de ser
las mejores; pieles, sedas y trajes recamados, ahora lamentablemente
rotos y deteriorados, pero conservando aún un destello de su pasada
gloria. Y todos tenían rostro, puesto que evidentemente se había gastado
mucho ingenio para conservar los cuerpos, aunque con distintos grados de
éxito. Había una muchachita cuyas ropas parecían tener al menos
doscientos años de antigüedad, pero que por su piel y su pelo cualquiera
hubiera dicho que estaba dormida. Sin embargo, más allá, un hombre con
ropas de clérigo había perdido su nariz y sus mejillas, y sus ojos se
habían degradado hasta convertirse en unos glóbulos lechosos. Y algo más
apartado, un soldado con coraza de acero repujado, que quizá fuera un
mercenario del período del Renacimiento, había perdido enteramente su
carne, sonriendo impávido desde su calavera desnuda.
¡Pobre señor Pearsall! El efecto habría sido ya bastante desagradable
bajo una potente luz eléctrica y rodeado por sus compañeros de viaje,
pero allí, completamente solo, encerrado, y tras la alarma y el
trastorno de aquellos horribles mosaicos, y sólo con una tenue llama
para protegerle de la oscuridad, la impresión fue abrumadora. Jamás ha
conseguido explicar por qué no dio media vuelta y salió huyendo. Se
refugia diciendo que «sintió como una llamada» que le atraía hacia allí.
Realmente es irrefutable que caminó adentrándose en aquel pasillo, por
entre aquellas espeluznantes hileras de muertos, el horror apoderándose
de él, entrando en él, pero totalmente incapaz de retroceder.
Todos aquellos cuerpos llevaban allí mucho tiempo. El conocimiento que
el señor Pearsall tenía de la historia de la indumentaria no era muy
grande, pero estaba completamente seguro de que ninguno de aquellos
deteriorados atuendos se había colocado más allá de mediado el siglo
XVIII, y sin embargo la mayoría parecían medievales. Lo que le quedaba
de su mente racional le dijo que catacumbas similares eran algo común en
todas partes, pero tal pieza de información parecía extraordinariamente
inútil. A medida que penetraba en la catacumba, le parecía retroceder en
el tiempo hasta los inicios de la Edad Media. Muy pocos de los rostros
conservaban carne ya en ellos; algunos casi estaban desnudos, con las
ropas reducidas a pobres andrajos, y otras simplemente caídas en el
suelo. Pero siguió adelante, hasta llegar al final.
Por entonces ya había perdido todo sentido de la orientación, pero
sospechaba que estaba avanzando bajo el altar, bajo el Cristo de los
cuernos del diablo bendiciendo y su malevolente mirada. Y allí estaba el
centro de aquel laberinto de muerte: un gran trono de madera dorada, en
buena parte podrida, donde había un cuerpo sentado, con las espléndidas
ropas y la mitra de un obispo. Todo esto, el señor Pearsall lo vio a
distancia, pero a medida que se iba acercando no miraba directamente a
la figura. Intentó forzar la vista para mirar solamente las zapatillas,
pues estaba convencido de que perdería la razón si miraba más arriba.
Pero fue incapaz de luchar cuando una fuerza más fuerte que su propia
mente le hizo levantar gradualmente la cabeza más y más arriba: la capa
consistorial bordada en oro, las esqueléticas manos con el anillo
episcopal rodeando holgadamente el hueso de un dedo, el báculo sujeto
verticalmente en la otra mano, los huesos del rostro desnudos de toda
carne, los risueños dientes amarillos, los ojos... ¡Los ojos! ¡No habían
desaparecido! ¡Seguían vivos, penetrantes, mirando fijamente! ¡Dios mío!
¡Los mismos ojos del Cristo en el mosaico!
El encendedor cayó de la inerte mano del señor Pearsall, que se vio
sumido en la oscuridad. Era un encendedor de forma cilíndrica, y pudo
oír cómo rodaba fuera de su alcance. Por unos breves segundos tanteó
inútilmente el suelo en su busca, luego se dio cuenta de que la búsqueda
era inútil. Tendría que encontrar su camino de salida en una total
oscuridad. ¿Cuan lejos estaba? ¿Cuántas vueltas había dado? Agitó sus
brazos hacia delante y a ambos lados, caminó unos pocos pasos, tocó
piedra, se volvió, anduvo un poco más hasta que encontró otro obstáculo,
giró de nuevo... Fue en ese instante cuando empezó de nuevo a oír
ruidos, un roce seco, horrible, que hubiese querido pensar que se
trataba de una rata. Iba detrás de él. Avanzó más de prisa y chocó con
uno de los cuerpos. Su rostro se enterró en la podrida tela y sintió
cómo los brazos sin vida rodeaban sus hombros. Perdiendo completamente
los nervios, gritó: un sonido ahogado que se extinguió rápidamente.
Corrió a la ventura, golpeó contra otro cuerpo, volvió a correr y chocó
de nuevo. Los cadáveres se estaban derrumbando a todo su alrededor, y
sin embargo aún se oía un roce como si se arrastraran y un seco y
sepulcral crujido detrás de él, también moviéndose. No rápidamente, pero
pronto le alcanzaría si no conseguía hallar las escaleras. Cayó, se
cortó en las manos y gritó de nuevo, pero no de dolor. Perdió la cuenta
de cuántas veces tropezó con obstáculos, hasta que, lleno de arañazos y
sangrante, no pudo ir más allá y se cubrió las espaldas apoyándolas
contra el muro de piedra. El sonido susurrante estaba muy cerca ahora.
Luz. ¡Necesitaba luz! Había perdido su encendedor y no tenía cerillas.
Frenéticamente, sus manos rebuscaron en sus bolsillos esperando un
milagro. ¡Por supuesto! ¡Los cubos de flash para su cámara! Con dedos
temblorosos, extrajo uno y tanteó durante lo que le pareció una
eternidad hasta conseguir encajarlo en su lugar. Pulsó el disparador y
nada. ¡Un fracaso! Le dio un cuarto de vuelta y probó otra vez. Nada
tampoco. El sonido susurrante estaba ahora tan sólo a unos pocos
centímetros. ¡Piensa hombre, piensa! ¡Claro! Había olvidado correr la
película, así que el flash no podía funcionar. Haz pasar la película a
inténtalo de nuevo... justo a tiempo...
En el cegador instante pudo verle a no más de un metro de su rostro: las
ropas doradas, la mitra, el cráneo, y los ojos, los terribles ojos...
Debió de perder el conocimiento. Cuando despertó, estaba rodeado por la
brillante luz del día, tendido en el asiento trasero del autocar, y
Giuliano se inclinaba sobre él. El otro turista le había dicho dónde se
había dirigido el señor Pearsall, y cuando vieron que no regresaba a
tiempo, Giuliano y Umberto se habían dirigido a la iglesia en su busca.
Al entrar por la puerta sur (negaron categóricamente que estuviese
cerrada) oyeron sus gritos desde la cripta y vieron el flash. Lo
encontraron sin dificultad: estaba a pocos metros de las escaleras.
Giuliano se sentía más aliviado que irritado, pero reprendió al señor
Pearsall por desordenar los cuerpos de la catacumba. Chocar contra ellos
en la oscuridad podía considerarse una falta de cuidado y poco respeto,
pero arrastrar deliberadamente un cuerpo desde su lugar de reposo... y
además el cuerpo de un obispo...
El señor Pearsall no tuvo fuerzas para discutir.

Peter Shilston

Hasta la fecha, Rosemary Pardoe ha publicado dos excelentes libritos de
cuentos dedicados a M. R. James, conteniendo artículos relativos a la
obra del famoso escritor inglés junto con relatos originales escritos al
estilo de este maestro de las historias de fantasmas. Peter Shilston ha
visto dos de sus narraciones incluidas en ellos, así como algunas otras
en distintas publicaciones especializadas. Aunque la reimpresión aquí de
La catacumba puede que sea su primera aparición como profesional en el
campo de los relatos de ficción, Shilston lleva publicados más de
setenta artículos sobre el tema de la gimnasia femenina, en cuyo deporte
trabaja como entrenador y como corresponsal para diversas revistas
británicas y norteamericanas.
Nacido en 1946, Shilston, que vive en Stoke-on-Trent, se graduó en
historia en Cambridge y se gana la vida como profesor de historia.
Empezó a interesarse por lo fantástico a la edad de once años, cuando
comenzó a leer a J. R. R. Tolkien, seguido por M. R. James y Jorge Luis
Borges. «La catacumba -explica Shilston- está basada en realidad en una
visita que efectué a Sicilia hace dos años. La ciudad y la catedral
representan Cefalú (el emplazamiento, casualmente, de la famosa «abadía»
de Aleister Crowley); la propia catacumba es el cementerio capuchino de
Palermo». De todos modos, creo que yo no debería consultar mis guías de
viaje en busca de esa catedral.