Texto publicado por Germán Marconi

De lo que estoy leyendo: "California 83"

“ Era sábado en casa de los Johnson, bueno, en realidad lo era en todo el estado de California, en la Unión, en el planeta y, si me apuran, en la Vía Láctea, pero para mí, sólo era sábado en aquella habitación del 1264 de Carpet Drive. En sueños, empecé a escuchar el odioso zumbido del motor de la pecera —definitivamente, algo había que hacer con aquel molesto mar en miniatura— y como el ruido crecía, desperté fijando mis ojos vidriosos en el acuario zumbón. Cuál sería mi sorpresa al comprobar, con los sentidos despejados, que el estruendo que me había espabilado superaba con creces el producido por la ingeniería mecánica subacuática y provenía de una vigorosa cortadora de césped que alguien guiaba al otro lado de la ventana. En dos veloces movimientos de precisión karateka, giré la cabeza a la derecha para ver el reloj —eran las diez y cuarto— y salté de la cama como un resorte, con el pelo y el carácter alborotado; con cuidado aparté la cortina y vi a Betty, con un pañuelo en la cabeza a lo Carmen Miranda, manejando la segadora con alegre determinación. Como si intuyera que estaba siendo observada, se paró en seco, dio media vuelta y me saludó con una sonrisa feliz que yo achaqué, dadas las circunstancias, a alguna patología psicótica.
Aquello era un serio contratiempo. Los sábados no se madrugaba. Punto. No se madrugaba ni se cortaba el césped ni se hacían grandes esfuerzos porque así estaba estipulado desde el principio de los tiempos. En España, mi familia y las familias de mis amigos se idiotizaban los sábados, y más por la mañana; si alguno tenía trabajosos afanes o prematuros amaneceres, pues se iba al monte y no molestaba. Pensé hablarlo con Betty y decirle que aquella no podía ser la tónica sabatina; que yo jamás madrugaba en España para cortar el césped, no sólo por una cuestión de principios sino porque vivía en un cuarto piso. Llegué incluso a abrir la puerta de la habitación para salir al jardín y cantarle las cuarenta con mis pies descalzos sobre la hierba —habría sido un bonito cambio respecto a la moqueta naranja—, pero afortunadamente un soplo de coherencia me detuvo a tiempo: yo estaba de paso en su casa y debía acomodarme a sus horarios. Era el césped contra el huésped; tenía las de perder. Volví a la cama; me acurruqué con los ojos abiertos y la mirada perdida durante tres cuartos de hora, ajeno al agravio que se cocía.
Cuando me cansé de las musarañas, me levanté, encendí la MTV y preparé el desayuno con el Billie Jean de Michael Jackson meciéndome los donuts. La traslúcida jarra marrón made in Taiwan, a la que la señora Johnson había encomendado la única misión de contener zumo de naranja, estaba vacía y con ella en la mano me encontró Betty al volver de su exterminio vegetal. Me miró durante unas décimas de segundo, suficientes para hacerme comprender lo molesta que estaba con mi actitud respecto a la segadora; no había ayudado, no había movido un dedo, no había hecho ni el amago. Me puse nervioso, y en un desastroso intento de desviar la posible bronca, agité la jarra y dije:
—No zumo de naranja…
Me arrepentí enseguida, al ver que la viuda hinchaba las aletas de la nariz y ponía los brazos en jarra made in Taiwan, así que rectifiqué a tiempo, esbocé una disculpa y con una actuación digna del mejor Marcel Marceau, expliqué que, a partir de entonces, yo y sólo yo me ocuparía del Departamento de Parques y Jardines. Se le iluminó la cara, recuperó la sonrisa base y me indicó que me enseñaría a fabricar zumo de naranja. Al lado de la puerta de la habitación de Phil, ausente esa mañana —pronto comprobaría que ésa sí era la tónica habitual— había una salida al garaje, al que accedí por primera vez desde mi llegada; era como los que tantas veces había visto en la tele. En sus paredes colgaban un montón de herramientas y aperos de jardinería; su inequívoco aspecto de llevar mucho tiempo inactivos motivó mi más sincero arrepentimiento respecto a la promesa forestal que acababa de formular. En una de las esquinas había una nevera, o eso parecía; en realidad era un enorme congelador vertical de dos puertas donde los Johnson guardaban el grueso de su alimentación. Betty se detuvo ante el frigorífico y me explicó que en la parte de arriba había pijadas poco nutritivas pero muy ricas y abajo comida para morder y mojar. Lo dijo con otras palabras que no entendí hasta que abrió ambas puertas: abajo había burritos, tacos, pizzas y muchos donuts; arriba, varios recipientes de cinco litros de helado, pasteles de chocolate, profiteroles de nata y un ejército de latas de zumo de naranja, una de las cuales extrajo de aquella tumba glacial antes de cerrar de golpe.
A continuación, todavía impresionado por la fabulosa provisión de comida basura que aquella familia atesoraba como base alimenticia, fui instruido en el sencillo arte del zumo de naranja instantáneo, operación que debía realizar siempre que detectara la jarra marrón vacía: un litro de agua del grifo, una incisión con el abrelatas en la base del bote congelado y una apertura en toda regla de la parte superior, para que un gelatinoso tronco naranja chillón saliera como el Alien de John Hurt y se mezclara bien con el líquido. Ya está, la boda de Caná en versión cítrica. También me explicó que hoy vendría la señora Miller de visita y que entre los tres podíamos descongelar y limpiar el frigorífico del garaje. Asentí con una profunda pereza interior, imperceptible a los ojos de Betty, mientras el Do You Really Want To Hurt Me? de Culture Club sonaba desde la tele con meridiano oportunismo.

La Miller no tardó en llegar en un Ford Pinto, probablemente uno de los coches más feos que había visto en mi vida. Entró en casa agitando los brazos como un molino desbocado:”

De “California 83”, de Pepe Colubi.