Texto publicado por Germán Marconi

Serie Siete Sangres - Título V - El juego.

Sintió sobre sus hombros el calor abrasador del sol. Percibió ese ácido aroma, tan conocido, tan añorado, de la mezcla de incienso y sudor, de aceite y humo. En la boca conservaba aún el sabor inconfundible y único de sus besos entrecerró los ojos, obligado por el candente fulgor que se derramaba desde lo alto, como de bronce derretido, que se multiplicaba en las estatuas, en los escudos, en los cuerpos. Oyó, sin prestar atención a ninguna en particular, cientos, miles de voces que se alzaban riendo unas, imperiosas otras. Sus manos acariciaron la áspera y fría superficie de la jabalina, con la misma delectación con que se acaricia a un amante. Entonces atronó en el aire el sonido de las trompetas. Las voces se acallaron. Los cuerpos se pusieron en tensión al unísono. Hasta la suave brisa que soplaba un momento antes pareció quedar en suspenso. Los juegos habían comenzado.

Los hombres fueron agrupándose, según la ciudad de la que provenían. Dimitris buscó con la vista a Alexandros. No sería difícil encontrarlo. Era, por mucho, el más alto de todos. Un instante después lo divisó, caminando hacia el grupo, esbelto, magnífico, sin dudas la personificación del mismísimo Apolo. Sin decir palabra, sin mirarse casi, se unieron a la interminable fila, camino hacia el sitio del jurado, frente a la escultura del príncipe del Olimpo. Los juegos comenzaban y se debería prestar el juramento ritual.

Como siempre, con la finalización de la olimpíada y la llegada de los juegos, la guerra se detenía. Dimitris y Alexandros venían de ella. Ambos eran fieros guerreros, y luchando se habían conocido, sólo unas pocas semanas antes. Ambos habían perdido a sus compañeros, ambos, heridos, habían sobrevivido. Y ambos no sólo continuaron la lucha en el campo de batalla, sino que también se habían amado de un modo feroz, total, en otra lucha sin cuartel. Una batalla que libraban hasta quedar exhaustos, pero plenos de felicidad. Alexandros y Dimitris. Dimitris y Alexandros. Todos los conocían ya. Pocos, muy pocos se atreverían a enfrentarlos. Sabían que eran poco menos que invencibles, juntos o separados.

La fila avanzaba lentamente, como una serpiente que, recién terminado el invierno, reptara cansinamente sobre una roca para calentar su cuerpo. Detrás de Alexandros, a tres hombres de distancia, se podía ver a otro atleta. Sus largos cabellos muy claros lo delataban como macedonio. Era casi tan alto como Alexandros, también de hombros fuertes y piernas musculosas. Uno de sus brazos sostenía un gran disco de granito negro. Observaba cada movimiento de los dos atenienses que iban tres hombres delante de él. No les quitaba la vista ni por un momento, pendiente del menor cruce de miradas entre ambos. Había visto a Dimitris al llegar, y aunque ya le habían advertido acerca de su compañero, no cejaría hasta conseguirlo. Eso le importaba tanto o más que la corona de laureles y la gloria que conllevaba. Ninguna advertencia hubiese sido suficiente; ninguna amenaza lo bastante poderosa como para hacerle desistir de su propósito. Siempre conseguía lo que se proponía, y esta no sería la primera vez en que fallaría.

Los días fueron sucediéndose presurosos. Las competencias se celebraban con un ritmo inusitado. Algunos vencedores no significaron sorpresa alguna para ningún asistente. Dimitris fue coronado como el triunfador en el lanzamiento de jabalina. Alexandros lo fue en el pugilato. Todo sucedía rápida, pero tranquilamente a la vez, hasta la competencia de lanzamiento de disco. Jamás Olimpia había sido testigo de lo que allí aconteció.

Aquella mañana, en cuanto despuntó el alba, los contendientes se ubicaron en el campo. La expectación era generalizada, ya que en esa oportunidad todos los participantes eran recién llegados a los Juegos: un ateniense, un espartano y el macedonio. Éste no había cruzado palabra con prácticamente nadie desde su llegada, razón por la cual era aún más misterioso a los ojos de todos. Dispuestos los jurados en su sitio, uno a uno fueron cumpliendo con su participación. El gigante macedonio fue el vencedor. Arrojó su disco a una distancia jamás vista antes: casi dos estadios. Los curiosos, incluso los demás atletas, estallaron en una ovación ensordecedora. Los más exaltados tomaron al hombre en andas y lo condujeron directo hacia los pies de la estatua de Zeus, donde los jurados calzaron en su cabeza la respectiva corona de laureles.

Cumplida la coronación, el macedonio se irguió todo lo alto que era. No tardó mucho en hallar, a pocos pasos de él a Dimitris. Sus miradas se cruzaron. Absorto en sus pensamientos, el recién coronado comenzó a caminar hacia el ateniense, siempre fijas sus pupilas en las del otro. Dimitris no parecía inmutarse. Sus ojos parecían ser lo único vivo en su cuerpo, se sentía hipnotizado, subyugado por la penetrante mirada del macedonio. Fue incapaz de reaccionar, como si fuese una más de las innumerables esculturas que se multiplicaban casi hasta el infinito a su alrededor. El macedonio llegó junto a él. Sin dejar de mirarle, apoyó una de sus enormes manos en un hombro de Dimitris. Como sacudido por un rayo, éste se apartó, bruscamente. Alguien puso en la otra mano del macedonio una gran jarra de aguamiel. El macedonio bebió con fruicción, quitando los restos de bebida de su barbilla con el dorso de la otra mano. Tendió la vasija a Dimitris, que la tomó y bebió, a la salud del reciente vencedor.

Alexandros alcanzó a ver este último gesto. También cuando el macedonio, siempre sin abrir los labios y sin quitar los ojos de encima a Dimitris, dio media vuelta y comenzó a alejarse del tumulto. Dimitris lo siguió. Alexandros entrecerró los ojos, frunciendo el ceño apenas. Dejó que los otros se alejaran lo suficiente como para que no notaran su presencia y luego comenzó a caminar en dirección a ellos, mezclándose entre la muchedumbre que pululaba por doquier. El macedonio iba delante, distinguible por sus cabellos; Dimitris lo seguía a pocos pasos. Ninguno de los dos había vuelto su mirada, de modo que ignoraban por completo la vigilancia de Alexandros.

Dimitris seguía al macedonio de cerca. No entendía qué le sucedía, pero alcanzaba a percibir que le era imposible sustraerse a la atracción que le producía aquel hombre. No era algo puramente físico. Tampoco era sólo el misterio que encerraba aquella mirada. Sentía en el estómago la misma sensación que siempre le acosaba antes de entrar en la batalla. Un escozor indefinible, una sensación de desasosiego y prisa. Un presentimiento de lo inevitable. La certeza de lo inesperado. Una extraña confusión de deseo y rechazo., de curiosidad y precaución. Y como nunca antes tuvo miedo. En realidad supuso que aquella punzada que le recorría la espalda y se atenazaba en su garganta era miedo. Y sin embargo no podía evitar seguir al extraño. Dejaron atrás la gran avenida, los sitios de competencias, la muchedumbre, las construcciones principales. Se internaron en un pequeño bosque de olivos.

El sol caía a pico sobre el santuario y los alrededores, haciendo refulgir las losas y los edificios. Poco a poco, atletas y espectadores iban guareciéndose del implacable calor, buscando los sitios más frescos bajo los árboles o dentro de tiendas y casas. Pero Alexandros no parecía tomar cuenta del abrasador caldo en que se había convertido el aire a su alrededor. Hubiese dado igual que se encontrase en el horno de Vulcano. Dentro de sí bullía, incontrolable, un negro, pesado, insoportable sentimiento de odio. No era contra Dimitris. Tampoco hacia el macedonio. Alexandros sentía un odio furioso, inconmensurable hacia sí mismo. Mientras caminaba tras los dos hombres, cientos de imágenes volvían y se revolvían en su mente: batallas, armas, generales, gritos, la ferocidad en los rostros de los enemigos, las espadas atravesando los cuerpos, su compañero muerto a su lado, Dimitris junto a él, en la guerra, en el lecho, junto a las hogueras, los Juegos, las coronas de laureles, el macedonio. Su ira iba en aumento, como un río desbordado por la inundación, como el mar furioso azotando los acantilados. Los hombres que perseguía entraron en un bosquecillo de olivos. Apuró el paso. De algún sitio, un grupo de atletas salió a su encuentro. Lo rodearon y lo obligaron a unírseles. Alexandros perdió de vista al macedonio y a Dimitris. Se alejó del lugar con sus camaradas.

Era el último día de los Juegos. La tarde se fue tornando más tórrida con el paso de las horas. Al anochecer, negros nubarrones cubrían el cielo olímpico. Por todos lados ardían enormes troncos en no menos inmensas hogueras, en las que se asaban corderos que despedían un perfume que impregnaba el aire. Sobre grandes piedras se cocían enormes panes, amasados poco antes. Corría el vino y el aguamiel como el torrente entre las peñas de los montes cercanos. Dimitris hacía horas que vagaba de un sitio a otro. Lucía un aspecto enajenado, los cabellos revueltos, desordenados, la mirada febril, los movimientos tensos. Parecía poseído de la misma inquietante turbulencia que desplegaban las nubes en el firmamento. Iba de grupo en grupo, sin hablar, escrutando los rostros que iluminaban las llamas de las fogatas y las antorchas. Su rostro trasuntaba desesperación, la incertidumbre empalidecía sus facciones. Había buscado a Alexandros por cuanto sitio pudo, sin hallarlo. De pronto, como un relámpago de los que poblaban el cielo, sonó un alarido terrible, un aullido casi.

En pocos momentos todos comenzaron a dirigirse hacia el templo de Zeus, en el otro extremo del santuario. Dimitris siguió a la turba, presa de un trágico sentimiento. No tardó ese sentimiento en convertirse en espanto, un terror tan visceral, tan puro como emanado desde el mismísimo Hades. Sobre la portentosa escalinata del pórtico yacía, sin vida, cubierto de sangre, el cuerpo sin vida de Alexandros. Otros gritos ahogaron el ronco, brutal sonido que salió de la garganta de Dimitris. Las flamas de las antorchas bailoteaban desde el recinto principal del templo, en el sitio donde se alzaba la estatua del dios. Contra su voluntad, Dimitris fue arrastrado hacia el interior del edificio por la masa alucinada. Un cuadro indescriptiblemente más terrible se alzó de pronto ante sus ojos: a los pies de la dorada estatua podía verse, atravesada la cabeza por una jabalina - que Dimitris reconoció de inmediato - al macedonio.

Otro alarido, más profundo, atrozmente infernal, escapó de los labios de Dimitris. Todos los demás callaron. Todos miraron al ateniense. Pero esas miradas no eran de sorpresa ni de compasión. Eran miradas acusadoras. No sólo Dimitris había reconocido su jabalina. Aunque sólo él se hundía en tinieblas de dolor sin fin.

Condenado al ostracismo por el crimen del que se le culpó, Dimitris murió poco tiempo después, solo, sin ciudad, sin batallas, sin honor.
Sin amor.
Y sin hermano.