Texto publicado por Germán Marconi
Serie Siete Sangres - Título Sexto: El puerto.
Un aroma delicioso surgía de bajo los lienzos multicolores ,sostenidos por varas, que cubrían los puestos del mercado. La feria sobre el muelle principal del puerto bullía de actividad. Los gritos de los mercaderes se trenzaban en una danza de voces con los pedidos de los compradores, los sonidos de las flautas y las liras de algunos músicos callejeros se entrelazaban con las susurrantes ofertas de íntimos momentos de las meretrices y las no menos susurradas respuestas de sus potenciales clientes. Los cantos de los marineros que regresaban felices de largas y extenuantes travesías se engarzaban en los ruidos de las cuerdas y las velas, henchidas unas, colgantes en un temporal descanso otras. También había sonidos no emitidos, ahogados, silenciados. Eran los de las mujeres de los navegantes que ahora se hacían a la mar, que quedaban en manos de Bóreas y a merced del caprichoso carácter de Poseidón. Veían partir a sus hombres desde las terrazas cercanas al muelle las más jóvenes, con los ojos húmedos por la ya sentida ausencia, pero también por el no dicho temor de que los dioses reclamaran el pago de alguna ofensa con la vida de sus amados. Las más viejas ya no lloraban. Sólo ofrecían humildes pero devotos sacrificios, sabiendo que de todos modos los dueños del Olimpo impondrían su voluntad y que nadie, incluso los mismos dioses, eran impotentes frente a las decisiones de las tejedoras del Destino.
Hipólita volteó su cabeza, hasta que sus oscuros ojos encontraron la espalda del joven que yacía en su lecho. Era un torso fuerte, enorme, joven, lleno de vida. Recorrió una vez más el contorno de esos hombros fuertes, la estructura perfecta de los brazos, las manos grandes pero no rudas a la hora del amor. Sus ojos saltaron de allí hacia el arco delicado del final de la espalda, donde la tela de lino de la sábanas apenas si disimulaban el nacimiento de los poderosos muslos y las interminables piernas. Un pie escapaba del lecho, un pie de formas perfectas. Todo él era perfecto. Todo él era pasión y fuego. Fuego y pasión en sus labios, en sus ojos, en sus caricias, en su andar, en su reposar. En la agitación del instante cúlmine del amor y en la quietud del sueño. Era la encarnación, viva y palpitante, del enorme vigía que dominaba el puerto y la ciudad. Hipólita creía que derruido uno, el otro podría posarse en su lugar sin que nadie notase la diferencia; creía que muerto el otro, aquél coloso de piedra dejaría su sitio para amarla sólo a ella. El mismo fuego. La misma pasión. El mismo hombre.
Dejó por fin la habitación, dirigiéndose a otra, más pequeña y fresca. Tomó de un anaquel un recipiente no muy profundo. No era uno de los cacharros de barro cocido que utilizaba regularmente. Éste era una especie de plato de bruñido oro con filigranas de plata, y que únicamente usaba cuando él, su amado, la visitaba. Puso en el recipiente algunos higos secos traídos desde Esmirna, agregó un puñado de dátiles - regalo de un agradecido capitán egipcio - y un gran racimo de uvas oscuras, pequeñas, deliciosas. Cubrió todo con un paño impecablemente blanco. Tomó luego una vasija grande, fue hacia el fondo de la pequeña casa y de rodillas sobre la fría y dura piedra llenó de agua fresca el ánfora. Volvió al depósito de alimentos, tomó el recipiente de oro con las frutas y volvió a la habitación.
Su amado aún dormía, pero se había movido. Ahora podía verse su rostro sereno, su pecho expandiéndose al ritmo de la respiración, su abdomen plano y bello, como todo él. Una suave brisa entraba por el ventanuco, casi una rendija en las gruesas paredes de piedra, que daba hacia el puerto. Con la brisa también se filtraban las luces del nuevo día, las voces de los mercaderes de la feria, el aroma de especias, de pescado, del dulce humo de pequeñas hogueras nocturnas casi extinguidas ya, y que se sumaban al más dulce aroma de la lucha amorosa que flotaba en el recinto.
Hipólita empujó con su pie una estera de juncos, gastada ya por el paso del tiempo y el uso cotidiano. La vegetal alfombra quedó desplegada a un lado del inmenso lecho, del lateral más cercano al muchacho. Hipólita se arrodilló sobre la esterilla y acomodó los recipientes sobre una mesa baja a su lado. Se inclinó luego hacia delante y su lánguida mano de finos y largos dedos dibujó sobre la piel de su amado el contorno de su pecho, subió la caricia hacia el fuerte cuello, se detuvo un instante sobre los labios. El viaje de sus dedos continuó hacia la espesa y rubia cabellera. Se inclinó un poco más y las bocas de los amantes se encontraron, haciendo estremecer levemente al joven que poco a poco iba despertando. Abrió suavemente los ojos y sus iris de aguamarina casi transparente se encontraron con la profundidad abismal de la negrura brillante en la mirada de Hipólita. El beso se hizo más profundo, más tierno, más sensual.
La mujer se apartó suavemente de él, que se incorporó un poco, mientras la amante tomaba una fruta y dulcemente la entregó a la sonriente voracidad del muchacho. Él entrecerró sus ojos y disfrutó la dulzura de la ofrenda. Hipólita lo imitó. Por unos momentos ninguna palabra dijeron, aunque sus miradas no dejaban de confesarse todos sus pensamientos, todas las intenciones, todos los deseos. Se amaban sin límites, aunque todo parecía oponerse a ese sentimiento, ellos ahuyentaban la fatalidad de todos los modos imaginables. Del único modo, en realidad, que ellos conocían y que era amarse.
Terminaron los frescos manjares en silencio, bebieron un poco de agua. El sol iluminaba ya totalmente la estancia cuando él la atrajo, la besó, se acariciaron. y se amaron. Amaban amarse, porque cada encuentro era único, irrepetible, mejor siempre que el anterior. Un rato después de dar por concluida la batalla, el joven salió del lecho, se calzó las sandalias y se arregló la túnica corta, que ciñó a su cintura con un regio lazo de púrpura e hilos de oro batido por ignotos artesanos. Debía estar en el palacio cuando su padre, el tirano que gobernaba la ciudad, iniciara las audiencias del día junto a sus consejeros. Sería mejor que se apresurase. Su padre lo enviaría a una mazmorra si no ocupaba su sitio en el Consejo, no porque sus opiniones fueran a ser oídas, sino porque a su progenitor le disgustaba indeciblemente la desobediencia y su hijo debía dar ejemplo de obediencia. Además, si no se presentaba a tiempo, su padre cumpliría su amenaza. Siempre cumplía su palabra, pero siempre con más celo aquella que implicaba un sufrimiento o una muerte. Y era justamente la muerte de su amada lo que el tirano había jurado si Axos osaba desobedecerle. Y Axos no osaría - no por ahora, al menos - molestar a su padre. Antes de irse besó a Hipólita y salió presuroso a la calle.
El sol era una tea ardiente insoportable ya, a pesar de la hora temprana. El joven vio, como cada mañana que abandonaba la fresca protección de la pequeña casa, la imponente figura del vigía en la entrada del puerto. Sentía una atracción tremendamente perturbadora, infinitamente intensa que le despertaba extrañas sensaciones . Si alguien le preguntase insistentemente reconocería que se sentía unido con esa mole, en un modo tan intenso que hasta se había figurado que uno sin el otro no podrían existir.
Un reflejo de luz, probablemente proveniente de la espada de algún guardia o del espejo de alguna mujer del otro lado del muelle, lo trajo de vuelta de sus pensamientos. Reanudó su marcha, sin detenerse nunca, por entre la muchedumbre que abarrotaba la feria. Era el momento más bullicioso del lugar, con mercaderes presurosos por vender sus productos y compradores presurosos por terminar sus compras y regresar a la protección de sus hogares.
De pronto algo le sobresaltó. No fue un grito, tampoco ninguno de los miles de paseantes, ni siquiera la visión de algún objeto. Era un sordo golpeteo, profundo, como el de mil bestias desbocadas lanzadas a la carrera en un llano, que se acercaban hacia él desde una gran distancia. El retumbar del suelo bajo la inmisericorde batida de miles, de cientos de miles de cascos y pezuñas. Se hacía más y más intenso, pero sólo él parecía notarlo. Y comprendió entonces, súbitamente, aterrorizado, qué era ese retumbar. Sin vacilar se volvió sobre sus pasos, primero caminando con agilidad leonina, luego corriendo decididamente. Tenía que volver con su amada, tenía que llegar, tenía que...
El sordo trueno fue creciendo, cada vez más rápido, más insistente, más ominoso. Ya la mayoría de los transeúntes se percataba de ello. Ya los gritos de los mercaderes voceando sus ofertas era reemplazado por el histérico alarido del terror. Axos parecía no poder alcanzar nunca su destino. Tenía que llegar, tenía que protegerla, tenía que salvarla...
Las infames bestias subterráneas estaban ya muy cerca, demasiado cerca. El suelo comenzó a temblar perceptiblemente, al tiempo que la multitud corría desesperada sin rumbo, golpeándose entre sí, aplastando y aplastándose, sin decidirse al parecer por una dirección en particular. Axos llegó al umbral. Entró a la pequeña sala y la vio. De pie, el rostro cerúleo por el pánico, los enormes ojos abiertos más de lo que parecían podían soportar sin hacerse daño. El joven la tomó de la cintura, no con ternura como tantas veces, sino con desesperación. Antes que ella pudiese decir nada, la cargó en sus fuertes brazos, salió de la casa y corrió hacia la costa, hacia la salvación. En la arena clara, allí donde Poseidón y Gea compartían sus dominios estarían a salvo.
Nadie podía obstruir el paso de Axos y su preciosa carga. Nadie ni nada. El corría, enloquecido por el terror, alucinado por el maremagnum humano. Más cerca, cada vez más. Unos pocos pasos más, sólo unos pocos pasos más...
Todo temblaba: el suelo, las casas, las naves amarradas en los muelles, las mesas y toldos de los mercaderes. Las viviendas y depósitos comenzaron a derrumbarse. En el puerto, las regularmente tranquilas aguas se encrespaban, los muelles se hundían, arrastrando con ellos a naves y hombres, mercancías y mujeres, hombres marineros y niños.
Axos e Hipólita alcanzaron la playa. Increíblemente estaban solos, nadie más había siquiera atinado a refugiarse allí. Los amantes se abrazaron, sudorosos, atemorizados pero ya no aterrorizados.
Axos abrazó a la mujer, protector, sus miradas se encontraron, luego sus labios. Cerraron sus ojos, sabiéndose a salvo. Y juntos. La hecatombe a su alrededor dejó de existir. Ellos también.
Luego del terremoto que dejara a Rodas en ruinas nada fue igual. Nunca el puerto fue reconstruido en su anterior esplendor y magnificencia. Tampoco se irguió nuevamente el coloso que guiaba a los buques en las noches. De él sólo quedaba visible ahora la monumental cabeza, que yacía, vacía la mirada dirigida hacia el mar, apenas enterrada por la caída sobre la playa del puerto. Nadie se atrevió a desafiar nuevamente a los dioses allí.
Y tal como Axos presentía, uno sin el otro no pudieron existir. Hipólita confirmó que uno y el otro eran el mismo, de principio a fin.
Hasta el mismo final.