Texto publicado por Leandro Benítez

Pecados cardenales

Esta es una traducción de la columna de George Monbiot sobre el papa Francisco:

Cómo una moderna Inquisición, con la ayuda del papa Francisco, sofocó el movimiento de protección de los pobres.

"Cuando doy comida a los pobres me llaman santo, cuando pregunto por qué son pobres, me llaman comunista". Así decía el arzobispo brasileño Dom Hélder Câmara. Su adagio expone una de las grandes grietas en la Iglesia Católica, y la vacuidad de la reivindicación del nuevo Papa de estar del lado de los pobres.

Las personas más valientes que he conocido son todos sacerdotes católicos. Trabajando primero en Papúa Occidental, y luego en Brasil, conocí hombres que estaban dispuestos a correr el riesgo de muerte en repetidas ocasiones por el bien de los demás. La primera vez que llamé a la puerta del convento de Bacabal, en el estado brasileño de Maranhão, el sacerdote que abrió pensó que yo había sido enviado para matarlo. Esa mañana él había recibido la última de una serie de amenazas de muerte por parte de la unión de ganaderos locales. Sin embargo, abrió la puerta.

Dentro del convento había un grupo de campesinos, algunos llorando y temblando, cuyos cuerpos estaban cubiertos de moretones hechos por las culatas de los rifles, y cuyas muñecas llevaban las marcas de quemaduras de cuerda. Ellos estaban entre las miles de personas que los sacerdotes trataban de proteger, ya que los terratenientes expansionistas, apoyados por la policía, los políticos locales y un sistema judicial corrupto, quemaron sus casas, les obligaron a abandonar sus tierras y torturaron o mataron a los que resistieron.

Aprendí algo del miedo en que vivían los sacerdotes, cuando primero fui golpeado y luego casi baleado por la policía militar. Pero a diferencia de ellos, yo pude seguir adelante. Ellos se quedaron para defender a las personas cuyas luchas por mantener sus tierras eran a menudo una cuestión de vida o muerte: la expulsión significaba desnutrición, enfermedad y asesinato en los barrios pobres o las minas de oro.

Los sacerdotes pertenecían a un movimiento que había arrasado a través de América Latina, después de la publicación de la Teología de la Liberación de Gustavo Gutiérrez en 1971. Los teólogos de la liberación no sólo se interponían entre los pobres y los asesinos, sino que también movilizaban sus rebaños para resistir el despojo, conocer sus derechos y ver su lucha como parte de una larga historia de resistencia, que había empezado con la huida de los israelitas de Egipto.

Cuando me uní a ellos, en 1989, siete sacerdotes brasileños habían sido asesinados. Óscar Romero, arzobispo de San Salvador, había sido asesinado a tiros; muchos otros en todo el continente habían sido detenidos, torturados y asesinados.

Pero los dictadores, terratenientes, policías y hombres armados no eran sus únicos enemigos. Siete años después de la primera vez que trabajé allí, volví a Bacabal y me reuní con el sacerdote que había abierto la puerta. No podía hablar conmigo. Había sido silenciado, como parte de la gran purga de la Iglesia de las voces disidentes. Los leones de Dios eran guiados por burros. Los campesinos habían perdido su protección.

El asalto comenzó en 1984 con la publicación por la Congregación para la Doctrina de la Fe (el cuerpo antes conocido como la Inquisición) de un documento escrito por el hombre que la dirigía: Joseph Ratzinger, quien más tarde se convirtió en el papa Benedicto XVI. Ahí denunciaba "las desviaciones y los riesgos de desviación" de la teología de la liberación. No negó lo que llamó "la toma de la gran mayoría de la riqueza por una oligarquía de propietarios... dictadores militares que hacen una burla de los derechos humanos elementales [y] prácticas salvajes de algunos intereses de capitales extranjeros" en América Latina. Pero insistió en que "es sólo de Dios que uno puede esperar la salvación y la curación. Dios, y no el hombre, tiene el poder de cambiar las situaciones de sufrimiento".

La única solución que ofreció fue que los sacerdotes deberían tratar de convertir a los dictadores y asesinos a sueldo para que amaran a sus vecinos y ejercieran autocontrol. "Es sólo mediante una apelación a la 'potencial moral' de la persona y a la constante necesidad de conversión interior, que el cambio social se producirá...". Estoy seguro que los generales y sus escuadrones de la muerte estaban temblando de miedo.

Pero al menos, Ratzinger tiene la posible defensa de que, estando encerrado en el Vaticano, tenía poca noción de lo que estaba destruyendo. Durante la inquisición en Roma de uno de los líderes liberacionistas, el padre Leonardo Boff, Ratzinger fue invitado por el arzobispo de São Paulo para ver la situación de los pobres de Brasil por sí mismo. Él se negó - luego le quitó la mayor parte de su diócesis al arzobispo. Él fue deliberadamente ignorante. Pero el Papa actual no posee ni siquiera esta excusa.

El papa Francisco sabía cómo eran la pobreza y la opresión: varias veces al año él celebraba la misa en el barrio bajo 21-24 de Buenos Aires. Sin embargo, como líder de los jesuitas en Argentina, denunció la teología de la liberación, e insistió en que los sacerdotes que trataban de defender y movilizar a los pobres se alejaran de los barrios bajos, clausuraran su actividad política.

Él ahora sostiene que "le gustaría una iglesia pobre y para los pobres". Pero ¿significa eso dar de comer a los pobres, o significa también preguntarse por qué son pobres? Las dictaduras de América Latina emprendieron una guerra contra los pobres, que continuó en muchos lugares después de que esos gobiernos se derrumbaron. Las diferentes facciones de la Iglesia Católica tomaron bandos opuestos en esta guerra. Sean cuales sean las intenciones declaradas de los que atacaron y suprimieron la teología de la liberación, en la práctica fueron aliados de los tiranos, usurpadores de tierras, tratantes de deudas y los escuadrones de la muerte. A pesar de su ostentosa humildad, el papa Francisco estuvo en el bando equivocado.