Texto publicado por Leandro Benítez
En defensa del lenguaje (no incluyente)
Soy un hombre feminista. Lo fui desde niño sin saberlo por circunstancias tempranas de mi vida y me hice consciente de ello cuando viví en París, donde tuve la oportunidad de leer a Simone de Beauvoir y conocer muchas mujeres con consciencia de género que sencillamente no estaban dispuestas a tomarse en serio ninguna suerte de idiota con ínfulas de dominación masculina. Tal vez una de las mayores dificultades de regresar a Bogotá luego de seis años por fuera de Colombia fue reencontrarme con un registro femenino por lo general machista, chicas que están dispuestas a someterse con facilidad mientras les paguen la cuenta. Porque el principal combustible del machismo, como ocurre con cualquier discriminación, suele ser el complejo de inferioridad casi siempre inconsciente que padece el grupo discriminado. Pero esa es otra discusión de la que no voy a ocuparme ahora.
El feminismo me parece una idea plausible y necesaria, al igual que muchas otras luchas reivindicatorias, para que el hombre (no solo la mujer) obtenga un mínimo de dignidad y pueda verse en el espejo a diario sin sentir vergüenza del trato que le dispensa al prójimo. Sin embargo, como todas las ideologías maximalistas, el feminismo debe apoyarse en argumentos sólidos para justificar cada una de sus iniciativas o de lo contrario puede degenerar en prácticas tan arbitrarias e incluso discriminatorias como las que pretende combatir.
Es exactamente lo que ocurre con el mal llamado “lenguaje incluyente”. Tal vez sin quererlo, en su afán por conquistar en la batalla social espacios que por desgracia aún le son negados, un sector fundamentalista del feminismo ha emprendido una cruzada de destrucción del español. No trataré aquí los detalles del absurdo que envuelve deformar la lengua, uno de nuestros principales instrumentos de comunicación y goce estético, para convertirla en chivo expiatorio de las inveteradas discriminaciones sociales. Para el efecto los remito al informe presentado el mes pasado por el académico Ignacio Bosque con el respaldo pleno de la Real Academia de la Lengua, ya las numerosas columnas que desarrollan en detalle la estupidez intrínseca del ejercicio.
Sin duda la monetización es la cumbre de toda idea idiota. Ya hay en el mercado varios diccionarios y manuales de utilización del lenguaje incluyente. El más reciente bodrio se titula Guía de comunicación no sexista (Aguilar, 2011), publicado en forma conjunta nada menos que por el Instituto de la Mujer y el Instituto Cervantes, entidad que ahora uno entiende perfectamente por qué Vargas Llosa rechazó presidir.
Pero lo más perverso del lenguaje incluyente es que en vez de acabar con la discriminación por género conduce a la creación de una nueva por el buen uso del idioma. Me pasó hace unos días mientras asesoraba a una de mis clientes para proveer material didáctico infantil a una entidad pública. Luego de examinar y admirar el libro en cuestión la funcionaria (integrante de un gobierno cuya cabeza no se caracteriza exactamente por su buen castellano) formuló el único reparo: era necesario que el texto hablara sistemáticamente de “los niños y las niñas” o de lo contrario el Distrito, que promueve el lenguaje incluyente, ¡no podría adquirirlo! Grave, gravísimo: ahora la paráfrasis verbal y la cacofonía son componentes esenciales de la “revolución educativa” que se le prometió a Bogotá.
El lenguaje incluyente resulta además contraproducente como herramienta de lucha feminista. Andar por ahí hablando de “los niños y las niñas”, “los estudiantes y las estudiantes”, “los ciudadanos y las ciudadanas”, “los contribuyentes y las contribuyentes”,“los líderes y las lideresas”, no solo acusa falta de gusto e insensibilidad idiomática flagrantes sino que ridiculiza y con ello desvaloriza al feminismo serio, el que invierte su energía en obtener verdaderas conquistas sociales en lugar de dilapidarla en vendettas lexicales.
Y es que el lenguaje incluyente es justamente venganza y refugio del feminismo frustrado cuya premisa pareciera ser: como no pudimos acabar con la discriminación hagámoslo con el idioma. Ese mismo feminismo malogrado y mezquino que profesan las voceras de la “crítica metafísica” de la silicona y el botox. Mujeres que al parecer compensan la insatisfacción con su propio cuerpo pretendiendo imponer a otras lo que deben hacer con el suyo. Son mujeres que nunca entendieron la filosofía que subyace a todo feminismo inteligente: la defensa del imperio absoluto de la mujer sobre su vida, que desde luego incluye la libertad de agrandarse las tetas, aumentar el grosor de los labios o hacer desaparecer las arrugas por la única razón de que así lo desean.
Para terminar, abogo por un feminismo estético libre de complejos plásticos e idiomáticos. Uno practicado por hombres y mujeres que aman la belleza por encima de cualquier cosa.
Por: JOSÉ FERNANDO FLÓREZ