Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera
Heiliger Nikolaus: cuento.
Heiliger Nikolaus
Sergio Ramírez (Nicaragua)
Para la Dorel
Cuando Frau Schleting se acercó con los brazos extendidos para llevarlo
a bailar, supo que era el principio del desastre que había estado
temiendo pero que ya nadie podía evitar.
Si hubiera podido cobrar su paga de cien marcos y largarse apenas
terminado su trabajo, ahora estaría aquí en la enmohecida soledad de su
cuarto fumando el último Krone antes de arrebujarse en el edredón
descosido para dormirse, sin temor a nada, más que a sus días sin
fortuna que continuarían iguales. La pirámide de regalos era demasiado
grande, ésa había sido la primera desventaja. Casi una hora se pasó
ayudando al niño a abrir los paquetes, como era su obligación, sin
alcanzar a desempacar ni la mitad. La fascinación del niño, había
terminado en aburrimiento y ya se estaba durmiendo en medio de aquella
inmensidad de juguetes, papeles, cajas y cintas, cuando Herr Schleting
lo condujo a la cama.
Pero eso no hubiera importado de todas maneras; aun así pudo haber
cobrado y volver a la calle, entrar en la boca del U-Bahn en
Viktorie-Louise-Platz y haber estado en su cuarto antes de que empezara
a nevar. Sí, se repetía ahora cuando escuchaba los pasos pausados pero
implacables resonar sordos en la escalera; la conducta de Frau Schleting
había provocado el desastre.
Cien marcos le ayudarían a salir de muchas de sus penas, fue lo que se
había dicho cuando Petrus, el barman de Los Nopales, le propuso la noche
anterior aquel trabajo que cualquiera en su situación hubiera aceptado:
todavía quedaban unas cuantas plazas de Santa Klaus, de los que
contrataban para divertir la noche de Navidad a niños ricos en sus
hogares; la compañera de Petrus trabajaba en la agencia de colocaciones
de la Kantstrasse y le arreglaría el trabajo.
A la mañana, al presentarse en la agencia, ella le había advertido por
lo bajo que no era realmente algo para extranjeros, menos con pinta de
latinos, o de turcos, siempre preferían candidatos blancos, mofletudos y
sonrosados. Pero omitiría el detalle, y haciéndose su cómplice le
entregó la dirección y el teléfono, Barbarossastrasse 19,11, en
Wilmersdorf: Herr und Frau Schleting, llamar primero para convenir detalles.
Como al mediodía aún no tenía el disfraz de Santa Klaus, vio que no
habría otro remedio que recurrir a Krista para pedirle en préstamo los
cincuenta marcos necesarios para pagar el alquiler y cubrir el depósito
de garantía. Había ido entonces a buscarla a su trabajo de la pequeña
papelería en el sótano del Europa Center y ella le respondió con su
misma voz tersa y enronquecida por el cigarrillo, cargada de falso
enojo, que le prestaría los cincuenta marcos, pero que era lo último que
haría por él en su vida.
Quince años atrás, cuando había llegado a Berlín desde Maracaibo para
estudiar Ingeniería Eléctrica en la Universidad Técnica, gracias a la
pomposa decisión de su padre que quería tener un ingeniero graduado en
Alemania, porque todo lo que era Bayer era bueno, una de sus primeras
desgracias había sido encontrarse con Krista que extendía los recibos en
la caja del Goethe-Institut.
Nunca mencionaba a Krista en las largas cartas dirigidas a su padre, en
las que trataba de justificar sus repetidos fracasos en el estudio; pero
si a alguien hubiera tenido que culpar era a ella, no porque tuviera en
realidad que ver, sino simplemente porque estaba en su vida desde el
principio. Y cuando ya nunca más volvió a la Universidad y muerto su
padre empezó a sobrevivir como camarero o como músico ocasional en las
pizzerías y en los restaurantes latinos, Krista seguía allí, ocupando su
mesa solitaria y sorbiendo lentamente su cerveza aunque últimamente ya
no se cruzaran casi palabra, disolviéndose en aquella forma suya de
perseguirlo.
En la tiendita de disfraces de la Karl Marx Strasse en Neukölln sólo
quedaba ya un último traje de Santa Klaus que no era de su medida.
Aunque había engordado en los últimos años y tenía ya una barriga que
iba pareciéndose a la de su padre, aquel traje le venía muy estrecho,
pese a que se suponía que los Santa Klaus eran gordos, y él no lo estaba
tanto. Las botamangas del pantalón de franela roja dejaban al
descubierto buena parte de sus pantorrillas, y peor, las botas no
formaban parte del ajuar en alquiler, por lo que tendría que ir al
compromiso con sus gastados zapatos de invierno.
Y en fin, así vestido había bajado aquella noche de Navidad las
escaleras del olvidado edificio gris sin ascensor, uno igual a los otros
muchos edificios grises de la Manitusstrasse en el lejano suburbio
obrero de Kreuzberg, invadido ahora por los inmigrantes turcos que
llenaban las calles con su vocinglería de cine mudo e improvisaban sus
comercios en las aceras y debajo de los puentes.
Sus pasos retumbaron como golpes de martillo en la interminable escalera
de madera y cuando salió al claustro del patio interior cerrado por las
altas paredes en las que brillaban algunas ventanas, el viento golpeó en
ráfagas cortantes su rostro adornado con la barba postiza de filamentos
brillantes. Alineados en la oscuridad del patio, los helados cubos de
basura parecían monumentos funerarios.
Tratando de ocultar el disfraz rojo bajo el abrigo, había caminado a lo
largo de la Maybach Ufer como alguien que sale a robar, aunque el sonido
de la campanilla que llevaba en la mano y que el frío le hacía repicar
sin querer lo denunciaba ante los pocos transeúntes que seguían de lejos
para entrar apresuradamente en los portales de los edificios. Dejando
atrás el canal de aguas oscuras que reflejaban las luces de la calle en
la noche aún sin nieve, descendió por fin en la ya tan familiar boca del
U-Bahn de la Kóttbusser Tor.
En el andén de la desierta estación sólo aguardaba una anciana, menuda y
pulcramente vestida, que lo miró primero con sorprendido descaro, pero
que luego le había sonreído afablemente en señal de comprensión, al
tiempo que se alejaba hacia el más distante de los vagones amarillos,
iluminados y vacíos, que acababan de detenerse con su sostenido y suave
murmullo.
El tren se movió en dirección a la Nollendorf-Platz, donde debía
cambiar, y como tantas otras veces los gigantes de los anuncios en las
paredes de la estación relampaguearon delante de sus ojos. Aunque la
negrura del túnel terminaba siempre por tragárselos, sabía que quedaban
allí, seguros y sonrientes, zahiriéndolo amenazantes desde su olimpo
multicolor, recordándole lo insignificante de su paso por las estaciones
a lo largo de los días, montado en los mismos trenes amarillos mientras
ellos permanecían alegres y jubilosos en las paredes. De nuevo fulguraba
frente a su vista la fumadora de cabellera triunfante que en los días de
verano y cuando el aire de Berlín se llenaba con el persistente olor del
excremento de los perros, desafiaba al mundo asida al cordaje de un
velamen blanco. Ahora calzaba skies y desde el perfecto paisaje nevado
lo miraba altiva entrar una vez más en las sombras del túnel, los ojos
verdes implacables de tanta felicidad, gut gelaunt geniessen.
Bajo la chaqueta de Santa Klaus que olía a naftalina había palpado el
paquete de Krone y se oyó toser en el vagón solitario, desgarrando
aquella tos crónica de los inviernos helados. Los últimos tres
cigarrillos estaban allí, y los tocó sólo para darse la seguridad de que
seguían existiendo, y no eran aún parte de su pasado, porque hasta la
noche anterior había estado recibiendo en Los Nopales un paquete diario
de Krone descontado de su paga por tocar la batería en el conjunto
antillano que animaba el local.
Los Nopales era un cuchitril de la Carmenstrasse frecuentado por los
estudiantes, que de ambiente mexicano no tenía otra cosa que un
polvoriento sombrero de charro clavado detrás del bar sobre un zarape
extendido. Esa noche la policía había clausurado el local por razones de
higiene, y al despedirse, Petrus le había entregado junto con unos pocos
marcos el último paquete de Krone. Para ustedes no hay trabajo de Santa
Klaus, bromeó Petrus con los negros antillanos que en la penumbra
cerraban los estuches de sus instrumentos antes de irse por la puerta de
la cocina. Los negros habían sacudido la cabeza, divertidos.
Alrededor de la Viktorie-Louise-Platz los comercios del barrio se
agolpaban en sombras con sus rótulos de neón apagados en la silenciosa
noche de Navidad. Atravesó la plaza en busca de la Barbarossastrasse
pisando los duros pedruscos del sendero, la rotura circular de los
calcetines gruesos lastimándole en los dedos gordos. Le enfureció de
pronto la picazón de la barba postiza en el cuello, le enfureció su tos
crónica y la certeza absoluta de que ya nunca más volvería a Maracaibo.
Al morir su padre y al cesar sus cartas llenas de humor y entusiasmo,
que traían religiosamente los cheques y no desmayaban en la esperanza de
verlo ingeniero pese a todo el tiempo pasado, había cesado también su
conexión con el mundo familiar en el que sólo quedaban dos hermanas
casadas con ingenieros de verdad, y que cuando llegaban a escribirle le
llamaban "El Alemán" en forma entre cariñosa y despectiva, sólo para
recoger algo del antiguo humor de su padre.
Y cuando había llamado a la puerta se encontró a Herr Schleting vestido
de impecable smoking negro, igual que uno de aquellos gigantes maduros y
respetables que anunciaban el aguardiente Jágermeister, der Deutsche mit
dem freundlichen Akzent. Y tras él, no un cuarto mísero y maloliente
como el suyo, lleno de viejas cajas de libros en las esquinas, rollos de
planos ya inútiles y afiches turísticos de Venezuela por todo adorno en
las paredes, sino una estancia de luz sobrenatural como en los carteles
de los gigantes, una infinita mansión que parecía multiplicada por
espejos, blancas paredes y cortinajes rojos, repisas de mármol y
candelabros de cristal, estatuillas, floreros, lámparas, alfombras
infinitas, todo ordenado y perfecto como en los anuncios de Móbel
Grünewald, díe altmodische Neumode.
Circunspecto y diferente, Herr Schleting le sonrió con repetidas
inclinaciones de cabeza y le hizo pasar. Tal como había sido arreglado
en la conversación telefónica, el niño le aguardaba sentado en un sillón
de terciopelo rojo junto a la maciza chimenea que parecía más bien un
altar. Quieto y expectante, metido en su trajecito de pana azul, tenía
seguramente órdenes de no moverse del lado de la descomunal pila de
cajas azules, rojas y doradas, más alta aún que el árbol de Navidad
resplandeciente de adornos.
Y Herr Schleting había gritado con festiva seriedad ¡Santa Klaus! ¡Santa
Klaus!, abriéndole paso para que iniciara su trabajo, mientras él
vacilaba en el dintel, confuso y aturdido, sin saber cómo iniciar la
actuación frente a aquel niño lejano del sillón al centro de la enorme
pancarta.
No supo cómo ni cuándo había comenzado a reírse con gruesas carcajadas y
a gesticular como los Santa Klaus mecánicos de las tiendas, tal como era
su deber, mirando tras cada ademán a Herr Schleting que continuaba
impasible y sonriente al lado de la puerta entreabierta. Avanzó hacia el
niño al tiempo que contorsionaba el cuerpo y se acordaba al fin de
agitar la campanilla que llevaba en la mano, oyendo sus propias
carcajadas graves y falsas como sí resonaran hasta mucho después que
habían salido de su garganta donde la tos enfermiza pugnaba por adelantarse.
Frau Schleting no había aparecido sino después. Él ya estaba ocupado en
ayudar al niño a desempacar los regalos ensayando de vez en cuando sus
carcajadas graves, cuando sintió que los acordes de Stílle Nacht,
Heilige Nacht subían desordenadamente de volumen. La vio entonces danzar
como transportada, en una mano balanceando la botella de Mumm y en la
otra que mantenía en alto, una copa con la que seguía el compás de la
música, ajena por completo a la entrada triunfal de Santa Klaus y a la
ceremonia de los regalos. Como en los anuncios de Mumm iba ataviada con
un largo traje de encaje blanco que dejaba desnuda su espalda, el cuello
y las muñecas cuajados de joyas, Mumm, reicher Genus entspringt der Natur.
Herr Schleting había ido muy parsimonioso a bajar el volumen para
regresar a su puesto de observador de la operación de apertura de los
paquetes, pero Frau Schleting insistía en subirlo de nuevo para
continuar bailando botella en mano, y al fin fue Herr Schleting el que
desistió primero y la dejó seguir en su algarabía navideña.
Cuando el niño había empezado a dormirse, Herr Schleting le hizo un
gesto cortés de que era suficiente. Le pidió que se sentara un momento
mientras llevaba a su hijo al dormitorio, y entre tanto Frau Schleting
siguió revoloteando todo el tiempo por la estancia, sin reparar para
nada en él. Bebía de su copa de Mumm y palmoteaba, la canción navideña
sustituida ahora con la fanfarria de una banda bávara.
Al volver Herr Schleting le había preguntado gravemente si quería algo
de tomar, y él, farfullando a través de los molestos filamentos de la
barba postiza, había respondido que una cerveza, sin pensarlo mucho y
sin saber realmente si quería beber, pero una cerveza le pareció lo más
humilde y modesto en medio de toda aquella grandeza resplandeciente.
Y como si se la hubiera sacado de la manga del smoking en un acto de
prestidigitación, le escanció cortésmente la verde botella de cerveza
Kronbacher en una copa de alto pedestal, que hasta no tenerla en la mano
no se dio cuenta cuánto pesaba. Y más allá de su mano sosteniendo la
copa que dejaba traslucir la cerveza dorada, mit Felsquellwasser
gebraut, un estanque azul verdoso esfuminado tras los juncos de la
orilla que el viento inclinaba apaciblemente.
Herr Schleting sólo aguardaba frente a él que terminara de beber, los
brazos cruzados sobre el pecho y mirándolo con aire de observación
científica. Él había comenzado a apurar la cerveza, calculando que al no
más ponerse de pie Herr Schleting sacaría de su smoking una cartera de
cuero con esquinas de oro para extenderle el billete de cien marcos,
nuevo y tostado.
Y para decir ya quizás lo último, resaltando separadamente las palabras
como se habla a los extranjeros cuando se quiere ser cortés, Herr
Schleting le había preguntado de dónde era. Qué extraño, se rió
forzadamente, no había descubierto para nada su acento en el teléfono,
como si más que un mérito suyo hablar alemán tan bien fuera algo aún más
excéntrico y lleno de comicidad que el gorro de Santa Klaus entrando a
duras penas sobre la maraña de su pelo afro en el que empezaban a surgir
las canas.
Y fue cuando se acercó Frau Schleting que hasta entonces parecía haberlo
descubierto, y ése fue el principio del desastre, ¡Santa Klaus de
España! ¡Oh, que viva España!, palmoteó alegremente; desde lo alto,
porque era una mujerona descomunalmente alta, le extendió su larga mano
enjoyada, atenazándolo con energía en el apretón; y de un modo tan
imprevisto se dejó ir sobre el sofá para sentarse, que por un momento
había temido que le cayera encima. Con un gesto audaz se apartó el
cabello del rostro y mientras mordía el cristal de la copa no dejaba de
mirarlo apasionadamente.
Sin encontrar qué otra actitud tomar, había juntado las manos
enguantadas de blanco por delante de su vientre combado bajo la estrecha
chaqueta roja, y con preocupación dirigió la vista hacia Herr Schleting.
Pero Herr Schleting, seguramente por dignidad, prefería aparentar que no
se daba cuenta de nada, y su única muestra de impaciencia era el
persistente golpeteo del tacón de su zapato de charol sobre la mullida
alfombra.
Después, en un gesto que pretendía ser distraído, Frau Schleting comenzó
a recorrer la pierna de su pantalón con el filo de la uña, repitiendo
con los labios el mismo movimiento de ida y vuelta en el borde de la
copa. Ante una nueva mirada suya, Herr Schleting frunció la boca e hizo
un ligero gesto de disgusto con la cabeza.
Entonces él se había puesto de pie para irse, cobrar e irse, pero ella
lo retuvo. Lo tomó del brazo con la fuerza de una garra y lo obligó a
sentarse, envolviéndolo otra vez en sus miradas de pasión. Y cuando cayó
de nuevo en el sofá, completamente desalentado, ya no tuvo que dirigir
una nueva mirada de súplica a Herr Schleting que al fin había empezado a
reconvenirla en una voz acerada, calma, de un solo tono: no se estaba
comportando en forma debida y era impropio comunicar impresiones
erróneas a los extranjeros, y resaltó la palabra extranjeros, para
indicarle cuán grande era en efecto su impertinencia; si bien era cierto
que las circunstancias festivas permitían la sana expansión, le rogaba
retomar su compostura. Y le sonrió a él, extendiendo maquinalmente las
comisuras de los labios, como una más de sus cortesías, de las cuales
jamás se olvidaba.
Afuera había empezado a nevar. La nieve caía silenciosa al otro lado de
las ventanas y sintió la vieja sensación de encanto y asombro por la
nieve, que no disipaba para nada su malestar frente a toda aquella
situación. Nadie más que él reparaba en la nieve, y Frau Schleting pidió
de pronto que brindaran por la Navidad y por España. Y sin esperar a que
Herr Schleting extendiera su consentimiento para aquel brindis, escanció
las copas que se derramaron sobre la mesa, y de allí al piso alfombrado.
Para no faltar a su férrea cortesía, Herr Schleting se puso de pie y
brindó, y él también tuvo que brindar, bebiendo apresuradamente como
había bebido la cerveza. Pero sólo sirvió para que ella le volviera a
llenar la copa, derramándole el champán en el disfraz; y a la vez que
bebía, apresurado por irse, ella le llenaba de nuevo, y llenaba también
la suya.
Herr Schleting, que desde hacía rato había retirado su copa lo más lejos
posible, en un ademán de ponerse de pie golpeó sus piernas con ambas
manos; daba las gracias al señor..., y lamentó no recordar su apellido.
Pero seguramente el señor..., tendría otros compromisos que cumplir,
otros hogares que atender esa noche, y por lo tanto era preciso
despedirse en aquel momento. Con lo cual se puso efectivamente de pie, y
con el mismo gesto elegante y sobrio que lo había recibido, lo invitó a
dirigirse a la puerta.
¿Pero cuántas copas de champán Mumm Frau Schleting le había obligado ya
a beberse? Quién lo puede recordar ahora. Ya para entonces había tirado
su gorro rojo a un lado y era su maraña de pelo afro lo que más
entusiasmaba a Frau Schleting, que no hablaba de otra cosa que de
España. Hundido de manera despreocupada en el sofá, dejaba que ella
siguiera llenándole la copa, y entre risas pretendía explicarle que nada
tenía que ver con España, y sin que nadie le preguntara ahora hablaba de
Venezuela, de los llanos y de Alma Llanera, de la sierra, de los
maracuchos, del enjambre de torres de los pozos petroleros en el lago,
del calor, de que se podía freír un huevo en una acera de Maracaibo a
mediodía, de los dictadores, y se puso a contar chistes sobre Pérez
Jiménez, de los cuales Herr Schleting, por supuesto, no se reía.
Seguía nevando detrás de las ventanas, pero ahora le disgustaba la nieve
sucia y fría, el pavimento resbaloso de las aceras cubierto con sal, el
olor a viejo hollín en la boca del U-Bahn en Viktorie-Louise-Platz, las
luces mortecinas de las escaleras hacia el subterráneo, el apagado
fragor de los trenes, y le disgustaban los rostros eternos de los
gigantes despiertos esa medianoche en las paredes. Salud, había dicho,
brindando ahora despreocupadamente, sin cambiar su postura de abandono
en el sofá. Se desabotonó la chaqueta de Santa Klaus en busca de sus
Krone, con los que su camisa de invierno quedó al descubierto, una
camisa de leñador a grandes cuadros rojos y grises, y le pidió fuego a
Herr Schleting.
Herr Schleting no parecía sentirse en ningún momento desconcertado
frente a toda aquella impertinencia. Ajustó su corbatín negro y con los
brazos cruzados por delante, dio unos cuantos pasos por la estancia, de
arriba abajo. Frau Schleting se había extendido ahora a todo lo largo
del sofá, y arrecostada indolentemente jugaba con la copa vacía. Se
había quitado los zapatos y con los dedos del píe le hacía cosquillas.
Pero dejó su indolencia repentinamente, se enderezó y le preguntó si
sabía bailar ¡Que viva España!
Y él, muy festivo, le había dicho que de pasodobles nada, ésos eran
bailes para maricones, joropos le iba a enseñar a bailar él, cumbias,
guarachas, mambos; pero ella negaba insistentemente, lo que quería era
bailar ¡Que viva España! con Santa Klaus español.
Ya para entonces Herr Schleting se había alejado hacia el comedor
iluminado por una inmensa araña de cristal, y. desde allí le recordaba a
su esposa mientras con el encendedor prendía los candelabros de la mesa,
que la cena tradicional de esa Nochebuena esperaba, y siguió hablandole
sin alterar la voz, como sí sólo los dos estuvieran allí y nada hubiera
ocurrido de extraño; pero por toda respuesta ella repitió una vez más
que quería bailar ¡Que viva España! con Santa Klaus español, y
trastabilló hasta la pila de discos para buscar ¡Que viva España! Y él,
riéndose a grandes carcajadas, que no, que él no era ningún español, de
dónde había sacado; y cuando Frau Schleting empezó a gritar "¡olé!
¡olé!" se oyó a Herr Schleting sentenciar gravemente desde la otra
estancia, siempre calmo y muy seguro, que nadie iba a poner ¡Que viva
España! y nadie iba a bailar ¡Que viva España!
¡Que viva España! estalló entonces con un volumen ensordecedor. Y cuando
ella se aproximó bailando hacia él, palmoteando con las manos sobre la
cabeza, fue que se había dado cuenta de lo inevitable del desastre.
Inevitable cuando a pesar de haber notado perfectamente que Herr
Schleting había desaparecido de pronto del comedor, de manera insensata
la acompañó a bailar, y se dejó atraer hasta la proximidad de su aliento
de levadura mientras la oía repetir sobre su barba postiza: "uno, dos,
uno, dos, ¡ole!", la mano huesuda y enjoyada acariciándole la nuca. Y
más inevitable aún, cuando trataba de arrancarle la barba para besarlo a
sus anchas, sin dejar de marcar pesadamente el ritmo de pasodoble y
llevándolo a marcha forzada por entre los muebles del salón.
Súbitamente, las luces se apagaron y sólo quedó brillando con todos sus
adornos de grana y esmeralda el gran árbol de Navidad. Pero Frau
Schleting, lejos de darse cuenta del peligro y como si la oscuridad le
hubiera dado nuevos bríos, había gritado una vez más y ahora con todas
sus fuerzas ¡Que viva España! sin soltarlo del abrazo en que lo tenía
cautivo. Pero el estruendo de las explosiones ahogó su grito y ahogó la
música, y el gran espejo de moldura dorada que reflejaba las luces del
árbol cayó sobre las consolas y los sillones en grandes pedazos. En
medio de la humazón la sombra de Herr Schleting sostenía imperturbable
la escopeta de dos cañones, y algo adivinó de su gorro verde de cazador
adornado de múltiples insignias, mientras Frau Schleting, sin hacer caso
de las explosiones, seguía bailando alocadamente, ahora sola. Porque él
no hacía otra cosa que buscar a cuatro pies por el suelo su gorro rojo y
la barba postiza que Frau Schleting al fin le había arrancado, porque el
disfraz debía devolverlo completo. Y todavía cuando corría a gatas en
busca de la salida, sonaron recias otras dos explosiones, y aún otras
dos cuando trastabillaba escaleras abajo.
Y ahora en la enmohecida soledad de su cuarto en Manitusstrasse, fuma su
último Krone sentado en la cama, mientras el fulgor rojo de la linterna
de señales de los coches patrulla estacionados en el patio del edificio
sube en lentas ráfagas hasta su ventana, poniendo en el vidrio
escarchado un fulgor de horno. Oye los huecos pasos de los policías que
suben a buscarlo por violencia de un extranjero en hogar extraño. El
traje de Santa Klaus está inmóvil sobre el sillón donde se sentó largos
años a desentrañar aquellos textos de ingeniería sin conseguir nunca nada.
Entonces, frustrado e inútil como regresará a Maracaibo, sabe que allá
le llamarán con sorna piadosa "El Alemán". Ya para siempre.
Managua, noviembre/diciembre de 1984
Sergio Ramírez (Nicaragua)
Breve reseña sobre su obra
Sergio Ramírez, nacido en Masatepe, Nicaragua, en 1942, es un excelente
ensayista, además de cuentista y novelista. Pero antes de que sus
extraordinarias habilidades literarias fueron reconocidas fue un
destacado político y militante del sandinismo.
Tras el derrocamiento de la dictadura de Somoza, es nombrado
vicepresidente de Nicaragua, cargo que desempeñó desde 1984 hasta 1990.
Pero a lo largo de toda su actuación política, Ramírez siempre demostró
poseer una sensibilidad distinta a la de los guerrilleros uniformados
representados por el presidente Daniel Ortega. Frente a la ortodoxia y
la intransigencia de éste, Ramírez representaba la prudencia.
Finalmente, al volverse irreconciliables las posturas de ambos políticos
con el intento de Ramírez de acercar el sandinismo hacia el centro, el
escritor rompe con él y funda su propio partido socialdemócrata.
En el terreno literario, se inicia con la publicación de una colección
de cuentos en 1963; pero es recién en la década siguiente cuando su
cuentística alcanza una considerable repercusión en América Latina con
la publicación de; De tropeles y tropelías, libro con el que ganó el
Premio Latinoamericano de Cuento.
Logra reconocimiento internacional con la publicación de la colección de
cuentos Charles Atlas también muere, libro dedicado al tratamiento
irónico de la enajenación cultural, como el propio autor señalara en
Oficios compartidos (1994).
De 1992 es Clave de sol, otro excelente ejemplo de su cuentística.
Como novelista, Ramírez publicó Castigo divino (1988), una novela que
destaca por lo arriesgado del planteamiento estructural, y la
galardonada con el primer Premio Alfaguara Margarita, Está linda la mar
(1988).
Sergio Ramírez estructura esta novela sobre dos soportes históricos: dos
momentos concretos en la vida del poeta Rubén Darío y el complot para
asesinar a Somoza. Pero, y en esto radica uno de sus mayores méritos, el
autor logra elevarse sobre estas circunstancias históricas para
representar la irreconciliable dualidad entre lírica y poder.
Con respecto a la producción cuentística, la crítica ha señalado que
Ramírez construye sus fábulas con una vigorosa participación de la
imaginación pero volcada a la utilidad histórica o social.
Esto es evidente en El centerfielder, cuento que integra Charles Atlas
también muere, en el cual es innegable el peso del trasfondo
políticosocial tras la relación verdugovíctima.
El tema del béisbol, por otra parte, ha seducido siempre a Ramírez: "Me
atrae, desde niño, el golpe solitario de la pelota contra un guante, me
atraen los estadios iluminados, me atraen los héroes beisboleros, esos
personajes míticos, que sin sus uniformes y lejos del engramado, conocí
de niño como macheteros cortadores de caña, mecánicos, torneros,
zapateros, que podían morir un día de una cuchillada en una cantina, o
fusilados a mansalva, bajo la ley fuga, en una prisión de la dictadura.
Por eso último escribí El centerfielder."
Heiliger Nikolaus forma parte de Charles Atlas también muere, publicado
por Ediciones El Andariego.