Texto publicado por Germán Marconi

De lo que estoy leyendo - El grito de la tierra

-Dale tiempo -decía Marama con su voz cantarina.
Estaba sentada frente a Gwyneira en el wharenui, la casa de asambleas del pueblo. Por lo general, habría recibido a su suegra en el exterior, sin ceremonias, pero llovía a cántaros. De todos modos, la anciana pakeha ya conocía el protocolo. Había cumplido sin dificultades el ritual de saludo antes de entrar en una casa de asambleas, se había quitado los zapatos sin que se lo pidieran y no se había quejado de la artritis al sentarse en el suelo.
-¿Por qué no quieres que se vaya? Con nosotros no le ocurre nada.
El motivo de la visita de Gwyneira era la última «idea loca» de su bisnieta Gloria. La tribu maorí planeaba iniciar una migración y la joven insistía en marcharse con ellos.
-¡Ya lo sé, pero tiene que volver a habituarse a la vida de Kiward Station! Y no lo conseguirá si ahora anda vagando durante meses con vosotros. Marama, si se trata de cuestiones económicas...
-¡No necesitamos limosnas!
Pocas veces alzaba la voz Marama, pero las últimas palabras de Gwyneira habían herido su orgullo. De hecho, el que las tribus de la isla Sur migrasen respondía a cuestiones prácticas. Era evidente que lo hacían con mayor frecuencia que los maoríes de la isla Norte, cuya tierra presentaba mejores condiciones para su modesta agricultura. En la isla Sur las cosechas solían ser más escasas y cuando las provisiones se acababan en primavera, las tribus se ponían en ruta para vivir durante unos meses de la caza y la pesca.
Pese a todo, ni Marama ni los suyos habían hablado de «necesidad». La tierra ofrecía alimentos suficientes, aunque no precisamente donde estaban instalados. Así que iban en pos del sustento, una aventura y, al menos para la población más joven, un placer. Por añadidura, esos desplazamientos tenían carácter espiritual. El individuo se acercaba a la tierra, se unía a las montañas y los ríos que le ofrecían alimento y refugio. Los niños conocían así otros lugares alejados y de trascendencia espiritual, se restablecía la relación con Te Waka a Maui.
Gwyneira se mordió los labios.
-Lo sé, pero... ¿qué sucede con Wiremu, Marama? Maaka dice que Gloria habla con él.
Marama asintió.
-Sí, yo también me he dado cuenta. Es el único hombre con el que habla de vez en cuando. Lo último lo encuentro digno de reflexión. Lo primero, no.
Gwyneira respiró hondo. Era evidente que le resultaba difícil mantener la calma.
-Marama, conoces a Tonga. Esto no es una invitación para salir a pasear con la tribu: es una petición de mano. ¡Quiere que Gloria se una a Wiremu!
Marama hizo un gesto de indiferencia. Su actitud relajada evocaba, todavía en la actualidad, a la muchacha que había sido, la misma que aceptó su propio amor y el inicial rechazo de Paul Warden como algo tan natural como una lluvia de verano.
-Si Gloria ama a Wiremu, tú no los separarás. Si ella no ama a Wiremu, Tonga no los casará. No puede forzarlos a yacer juntos en la casa dormitorio. ¡Así que confía en Gloria!
-¡No puedo! Ella... ¡Ella es la heredera! Si se casa con Wiremu...
-Entonces la tierra seguirá sin ser de Tonga y la tribu, sino de los hijos de Gloria y Wiremu. Tal vez se revelen como los primeros barones de la lana de sangre maorí. Tal vez devuelvan la tierra a la tribu. Tú ya no lo verás, señorita Gwyn, y Tonga tampoco. Pero las montañas sí, y el viento jugará con las copas de los árboles... -Marama hizo un gesto de sumisión ante el poder de los dioses.
Gwyneira suspiró y se revolvió el cabello. Como era propio de su edad, lo llevaba recogido y tirante, pero como siempre que se ponía nerviosa, algunos mechones se rebelaban y se soltaban. Gwyneira, que nunca había sido una persona sosegada, en ese momento sentía el deseo interior de romper algo. En especial el hacha de jefe de Tonga, la insignia de su poder.
-Marama, no puedo permitirlo, tengo que...
Marama la hizo callar con un gesto delicado. Su actitud volvía a parecer más severa que de costumbre.
-Gwyneira McKenzie -dijo con firmeza-. Te he cedido a las dos niñas. Primero a Kura, y luego a Gloria. Las has criado a la manera de los pakeha. ¡Y mira el resultado!
Gwyneira la miró, furibunda.
-¡Kura es feliz!
-Kura es un ser errante en tierra extranjera... -susurró Marama-. Sin un alto en el camino. Sin tribu.
Gwyneira estaba convencida de que Kura lo veía de una forma totalmente distinta, pero desde el punto de vista de Marama, una maorí de pura raza que vivía con su tierra y a través de ella, su hija estaba perdida.
-Y Gloria... -empezó Gwyneira.
-Deja marchar a la muchacha -dijo Marama con dulzura-. No cometas más errores.
Gwyneira asintió resignada. Se repente se sintió vieja, muy vieja.
Como despedida, Marama frotó la frente y la nariz contra el rostro de su interlocutora. Realizó el gesto de una forma más íntima y reconfortante que en un saludo rutinario.
-Vosotros, los pakeha... -susurró-. Vuestros caminos deben ser lisos y rectos. Los arrancáis a la tierra sin oír sus gemidos. Y, sin embargo, a veces son los caminos pedregosos e intrincados los más cortos, y se recorren en paz...”

De "El grito de la tierra", de Sarah Lark.