Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

La fuente de la juventud: anónimo japonés.

[planeta_arte1] La fuente de la juventud: Anónimo japonés

La fuente de la juventud

[Cuento. Texto completo.]

Anónimo japonés

Había una vez un viejo carbonero que vivía con su esposa, que era
también viejísima. El viejo se llamaba Yoshiba y su esposa se llamaba
Fumi. Los dos vivían en la isla sagrada de Mija Jivora, donde nadie
tiene derecho a morir. Cuando una persona se enferma lo mandan a la isla
vecina, y si por casualidad muere alguien sin síntomas, envían el
cadáver a toda prisa a la otra ribera.

La isla, la más pequeña del Japón, es también la más hermosa. Está
cubierta de pinos y sauces, y en el centro se alza un hermoso y solemne
templo, cuya puerta parece que se adentra en el mar. El mar es más azul
y transparente de lo que se puede imaginar, mientras que el aire es
nítido y diáfano.

Los dos ancianos eran admirados por el resto de la aldea, que los
admiraba por dos virtudes: su resignación y persistencia a la hora de
aceptar y superar los avatares de la vida, y el amor mutuo que se habían
profesado durante más de cincuenta años.

El suyo, como tantos otros en Japón, había sido un matrimonio concertado
por sus padres. Fumi no había visto nunca a Yoshiba antes de la boda, y
este solo la había entrevisto un par de veces a través de las cortinas,
y se había quedado admirado por su rostro ovalado, la gentileza de su
figura y la dulzura de su mirada. Desde el día del casamiento, la
admiración y adoración fue mutua. Ambos disfrutaron de la alegría de su
enlace que se multiplicó con creces con tres hermosos y fuertes hijos,
pero ambos también se vieron sacudidos por la tristeza de perder a sus
tres hijos, una noche de tormenta en el mar.

Aunque disimulaban ante sus vecinos, cuando estaban solos lloraban
abrazados y secaban sus lágrimas en las mangas de sus kimonos. En el
lugar central de la casa, construyeron un altar en memoria de sus hijos
y cada noche llevaban ofrendas y rezaban ante él. Pero últimamente una
nueva preocupación había devuelto la congoja a sus corazones. Ambos eran
mayores y sabían que ya no les quedaba mucho tiempo. Pero Yoshiba se
había convertido en las manos de su esposa y Fumi en sus ojos y sus
pies, y no sabían cómo podrían superar la muerte de alguno de ellos.
¡Oh, si tuviésemos una larga vida por delante!

Una tarde, Yoshiba sintió la necesidad de volver a ver el lugar donde
había trabajado durante más de cincuenta años. Pero al llegar al claro
del bosque, y observar los árboles, tan conocidos, se dio cuenta de que
había algo nuevo. Tantos años trabajando allí, y nunca se había fijado
en que debajo del mayor árbol había un manantial de agua clara y
cristalina, que al caer parecía cantar, y su crujido, como el de hojas
de papel arrugadas, se mezclaba con el murmullo de las hojas al ser
movidas por el susurro de la brisa al atardecer. Yoshiba sintió una
terrible sed y se acercó a la fuente. Cogió un poco de agua y bebió. Al
rozar sus labios, sintió la necesidad de beber más, pero al ir a cogerla
observó su reflejo en el agua y vio que habían desaparecido las arrugas
de su rostro, su pelo era otra vez una hermosa y negra cabellera, y su
cuerpo parecía más vigoroso y fortalecido. Aquel agua tenía un poder
misterioso que lo había hecho rejuvenecer.

Entonces sintió la necesidad de ir corriendo a decírselo a su esposa.
Cuando Fumi lo vio llegar no reconoció a aquel mozo que de pronto se
acercaba a la casa, pero al estar junto a él observó sus ojos y lo
reconoció. Cayó desmayada al recordar sus años de juventud, pero Yoshiba
la levantó y le contó lo que había ocurrido en el bosque. Decidió que
fuese por la mañana, porque ya era de noche y no deseaba que se perdiera.

A la mañana siguiente Fumi se fue al bosque. Yoshiba calculó dos horas,
porque aunque a la ida tardaría más por su edad y la falta de fuerza, a
la vuelta llegaría enseguida porque habría recuperado su juventud. Pero
pasaron dos horas, y tres, y cuatro, y hasta cinco, por lo que Yoshiba
empezó a preocuparse y decidió ir él mismo al bosque a buscar a su
esposa. Cuando llegó al claro, vio la fuente, pero no encontró a nadie.
Entre el murmullo de las hojas y el crujido del agua oyó un leve sonido,
como el que hace cualquier cría de animal cuando está solo. Se acercó a
unas zarzas, las apartó, y encontró una pequeña criatura que le tendía
los brazos. Al cogerla, reconoció la mirada. Era Fumi, que en su ansia
de juventud había bebido demasiada agua, llegando así hasta su primera
infancia. Yoshiba la ató a su espalda y se dirigió hacia casa. A partir
de entonces, tendría que ser el padre de la que había sido la compañera
de su vida.

FIN