Texto publicado por Fátima Osores
SILUETA EN ROJO, un cuento muy especial
Este cuento me fue enviado en Braille, hace muchos años, por Mirtha cañete, una querida amiga por correspondencia, de quien no tengo noticias hace bastante tiempo...
SILUETA EN ROJO
La silueta de la mujer que avanza entre la doble hilera de la tarde están devorándola como si el sol que se hunde en el horizonte quisiera tragársela, pero ella avanza, dispuesta a recuperar su imagen habitual no bien trasponga la tranquera de entrada.
Al final del sendero, junto a las paredes encaladas de la casa, los cinco niños derrumbados bajo la galería parecen no reconocer a la mujer que se acerca hacia ellos.
Las primeras sombras se han extendido hacia los frutales sin hojas y tornan oscura la escasa línea de agua del canal, pero la silueta femenina ha dejado de ser un negativo en rojo de sí misma y continúa su camino rumbo a la casa y los cinco niños.
Teníamos tanto miedo. Habíamos buscado a mamá por todos lados y no la encontrábamos. De pronto no estaba más y nadie la había visto irse. Ni Carmen ni Marito que siempre andaban cerca de ella inventando juegos entre sus polleras, como decía tía Inés cuando íbamos a su casa algún domingo o ella venía a visitarnos, aunque a mí me daba rabia su cara de lástima cada vez que nos miraba o recordaba al pobre Ernesto que había tenido que irse tan joven y con tanto chico para criar todavía, si es una pena, Laura, que vos no te vayás a vivir con tus padres y te dejés de jorobar con esta chacra. No es trabajo para una mujer sola con cinco chicos, porque Ismael y Guillermina todavía son chicos, aunque quieran hacerse los grandes y tendrían que estar estudiando y no deslomándose sobre los surcos ¿qué quieren demostrar? ¿que pueden seguir juntos como si nada hubiera pasado? pero ¡por favor! Haceme caso, llevá a los chiquitos con vos a lo de los abuelos y que los tres mayores se eduquen en ese internado. De allí van a salir con un oficio y te lo van a agradecer, vas a ver, y encima es gratis.
¿Por qué será que cada vez que recuerdo aquel día se me mezclan las imágenes y la cara odiosa de tía Inés no me permite seguir evocando lo que pasó?... Lo cierto es que Marito y Carmen estaban jugando detrás de la casa, Ismael arreglaba el techo del galpón y a Guille se le había ocurrido que la acompañara a bajar los últimos membrillos de los árboles del fondo, aquellos que daban sobre la calle de atrás de la chacra, más allá del corral de los chanchos. Todavía era de día mientras volvíamos pero no sé por qué yo ya me sentía inquieta. Sostené con fuerza el canasto, Ruth, o se nos van a caer los membrillos ¡y con el trabajo que nos dio agarrarlos!
Cuando llegamos a la casa mamá no estaba y nadie la había visto salir. ¡Era tan raro! y más aún a esa hora en la que siempre nos reuníamos los seis en la cocina y el mundo parecía ahuecarse para albergarnos. ¡Que importaba nada si estábamos juntos! Aún recuerdo la risa de mamá, tan clara, repicando en las paredes ahumadas, cosquillándonos las entrañas de puro alegre. Y hasta huelo el olor de su piel, persistentemente dulce a pesar de los años y las tormentas. Qué sabía la tía Inés de nosotros y de nuestro mundo, qué sabía...
Pero mamá no estaba y yo sentía que un miedo hondo como nunca había sentido me iba endureciendo desde adentro...
—¡Mamá! ¿Mamá? ¿Dónde estás, mamá?... Se hace de noche, Ismael, y si no está mamá yo tengo miedo.
—Dame la mano, Marito... eso es. Los hombres no tienen miedo, tonto. Dejá que Guillermina tenga a Carmen en la falda, son cosas de mujeres. ¿Y Ruth? ¿Dónde se metió?
Fui la primera en verla. Mientras los otros se apretujaban en la galería yo me adelanté por el senderito de piedras y la descubrí antes de que ella me viera. En cuanto la miré avanzando hacia mí pero delineada en fuego supe que era demasiado tarde. Había regresado a nosotros pero era la última vez. Si me esfuerzo, todavía siento en mis venas el mismo dolor de siempre, cada vez que recuerdo aquel atardecer de otoño, aquella primera gran ausencia de mamá, precursora de todas sus ausencias.
Abrazada a los niños, riendo con ellos, la mujer consuela el llanto de Marito, enreda sus dedos en el pelo de Carmen y responde alegremente a las preguntas de los mayores.
—Pero si únicamente me distraje buscando los nidales como otras veces, sólo que me alejé un poco más y se me hizo tarde. ¡Tontos! Hicieron un mundo de nada. Vamos, vamos adentro, que empieza a hacer frío
El grupo recupera su armonía de retablo y la amplia cocina lo contiene tan grávida y maternal como siempre.
Sin embargo, Ruth sabe que algo ha cambiado, que un imperceptible lienzo la separa de los otros. Ahora los ve como si estuvieran en un escenario, ajeno a ella, tan inconscientemente felices, tan estúpidamente ignorantes... La revelación de hace un rato la ha convertido en una observadora dolorosamente consciente de su extrañamiento.
Mamá murió sólo unos meses después, durante el invierno. Ya no vale la pena recordar cómo. De todos modos, yo sabía que se iría para siempre desde aquella tarde de fuego, cuando intuí que regresaba a nosotros por última vez.
Mirtha Isabel Amestoy. Narradora, poeta, docente. Nació en Choele Choel (Río Negro) el 24 de agosto de 1945 y falleció en Viedma el 22 de enero de 1995. Residió durante 15 años en General Pico. Recibió numerosos premios y menciones por sus trabajos. Cuentos publicados: Silueta en Rojo, y La Presa en "Crear con palabras" (antología 1989); Arraigo y Biografía del Jacinto en "Escribiciones" (IV Certamen Literario "Vivir en Democracia con Justicia Social" 1991); Historia de Amor y Desamor, Vivir sin Teodoro, y La Palomita del Bajo (V edición del mismo certamen 1992).